El gris cotidiano de la democracia
Escrito por Agustín Squella (El Mercurio)   
Sábado, 25 de Julio de 2009 08:43

altEntre otros beneficios, haber tenido aquí un congreso mundial de ciencia política permitió escuchar a Giovanni Sartori, el octogenario politólogo italiano, a quien debemos "¿Qué es la democracia?", su espléndido libro de 1993. Hace poco más de cinco años, Sartori fue noticia mundial con otro de sus libros -" Homo videns : la sociedad teledirigida"-, cuya edición castellana tuve el placer de escucharle presentar en el Círculo de Bellas Artes de Madrid. De su obra más reciente, "La democracia en 30 lecciones", lo primero que sorprende es que sea la versión escrita de una serie de intervenciones que el autor hizo en televisión, como si de pronto hubiera conseguido vencer el rechazo que le produce esa hegemonía de la imagen sobre la palabra que favorece el medio televisivo.

Sartori es consciente de que la democracia ya no tiene enemigos que puedan acosarla como gobierno más deseable para la sociedad. Con todo, la democracia no puede asentar su prestigio en el colapso de las alternativas que hasta hace poco se le oponían.

La legitimidad de la democracia (las razones que se dan a su favor), su legitimación (el grado de adhesión que consigue), y su estabilidad (la tendencia a permanecer), dependen de que ella, junto con dar gobernabilidad, mejore su rendimiento en relación con los derechos sociales, que son aquellos que tienen que ver con necesidades cuya satisfacción en materias como salud, educación, trabajo, vivienda y previsión resulta indispensable conseguir no sólo en nombre de la igualdad, sino también en el de la propia libertad, puesto que poco sentido pueden tener la titularidad y el ejercicio de las libertades (de pensar, de expresarse, de reunirse, de asociarse, de emprender) para quienes viven en permanente situación de pobreza o de indigencia.

El peligro que amenaza hoy a la democracia no proviene de adversarios que encarnen un declarado ideal antidemocrático. La amenaza procede de quienes reclaman una democracia verdadera, o una democracia real, o una democracia popular -o con cualquier otro apellido-, y que valoran el método democrático sólo a la hora de competir por el poder, pero que, una vez ganado éste, muestran total desprecio por las reglas democráticas que controlan el ejercicio y la conservación del poder.

Nuestra América Latina, sin ir más lejos, muestra inquietantes ejemplos de gobernantes, de derecha y de izquierda, que se comportan como si la Constitución no pasara de ser un objeto disponible para ser modificado a gusto del mandatario y de su aspiración a permanecer indefinidamente en el poder, como si las reglas de la democracia existieran para seleccionar hombres providenciales e inspirados que, una vez instalados en el poder, tuvieran derecho a autoconcederse todo el tiempo y los medios que consideren necesarios, sean ellos legales o no, para llevar adelante sus desmesurados programas de gobierno.

Ese tipo de gobernante olvida que si la democracia es puerta de entrada al poder, lo es también de salida, y que quien accede al gobierno merced a la democracia debe estar igualmente dispuesto a ejercerlo y a dejarlo en nombre de ella. Ésa es la lealtad que la democracia exige a sus partidarios, y con tanta mayor razón a quienes ganan el poder gracias a ella.

Hay que cuidarse de que el temor a los rápidos avances de la democracia en materia de libertades nos arroje en brazos de esa inaceptable democracia protegida que conocimos aquí, y que, en alguna medida, aún persiste. Pero también hay que cuidarse de que "el gris cotidiano de la democracia"-como lo llama Sartori- nos arroje en los de una verdadera democracia que sea resultado de la impaciencia ante los graduales progresos de que aquélla es capaz en el cambio de las condiciones de vida de las personas.


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