El reciente informe del Sistema de Evaluación de Conocimientos en Línea (SECEL 2023-2024) presentado por la UCAB resulta revelador:
se agrava el ya precario desempeño académico entre alumnos de educación básica y media en Venezuela. Aun con la pequeña ventaja detectada en el rendimiento de estudiantes de instituciones privadas vs planteles públicos, el problema es amplio, es hondo y estructural. La investigación muestra que los alumnos aún no alcanzan competencias mínimas en áreas fundamentales, una tendencia que ya se manifiesto en los cuatro informes previos. Carlos Trapani, especialista en Derechos del Niño y coordinador general de CECODAP, compartía su comprensible alarma al respecto. “Más del 80% de los estudiantes venezolanos de primaria y bachillerato no entienden lo que leen ni logran operaciones básicas de matemática. No estamos ante un rezago escolar. Estamos ante el colapso del aprendizaje. Este no es solo un problema educativo: es un drama nacional silencioso que amenaza con romper el tejido social y arrasar con nuestro futuro”.
El apremiante llamado corona con una afirmación irrefutable: “Una generación sin educación es una generación sin herramientas para vivir, decidir ni defender sus derechos”. Recuperar el sistema educativo no es entonces un mero problema técnico, “es una urgencia moral y un mandato político. Sin educación no hay ciudadanía. Sin educación no hay país”.
A propósito de una advertencia que nos sacude e interpela, cabe volver al vital asunto de la relación entre educación y ciudadanía, entre educación y ejercicio democrático. La educación, lo sabemos, prepara para la convivencia con los semejantes y con los distintos. Permite incorporar estrategias para el reconocimiento de la otredad sin que ello implique esquivar la construcción de identidades colectivas. Modifica nuestra valoración sobre la historia propia y la de otros; modela nuestra disposición a diferenciar e incorporar constructivamente esa diferencia; en consecuencia, nos aleja del venenoso fanatismo. Sin ese insumo fundamental, interpretar la ciudadanía se reduce a una mera abstracción sin impacto en el sostenimiento y evolución real de la vida social.
Ciertamente, el concepto de ciudadanía nos remite a un enfoque teórico del comportamiento humano, a una mirada histórica que evoluciona a la par de lo político. Pero a la vez nos habla de un ejercicio cotidiano, una práctica social que, en línea con la necesidad de vivir la democracia (Díaz, A. 2005) alcanza y se amolda a las señas de sus diversos agentes. En virtud del cambio de paradigmas, hoy se habla incluso de ciudadanía cultural y diferenciada: de autonomía y agencia, de involucramiento de expresiones particulares, de participación activa y consciente de los niños y jóvenes en la vida política y social. La ciudadanía juvenil, precisa Tania González Suro, “se construye desde su propio espacio, en los diversos lugares donde se junta a expresar y pensar ideas y problemas con gente del mismo rango de edad, desde donde cuestiona a la misma ciudad en el presente para poder divisar su futuro, tanto propio como colectivo”.
Captamos allí una dinámica compleja que, junto con la noción sustantiva de pertenencia y reconocimiento del sujeto, involucra aspectos políticos, económicos, sociales y culturales también vinculados a la idea de la comunidad de destino. Un anticipo, asimismo, de la construcción de una identidad humana común fundada en una estructura de derechos universales, tal como la avistaba Henrique Meier en el Estado Democrático de los Derechos Humanos (2008). Al respecto, Edgar Morin apunta que tales “metamorfosis” y nuevos nacimientos requieren ampliar el foco en función del desarrollo de políticas de la humanidad, la necesidad de regenerar el pensamiento y las prácticas políticas para que conduzcan a una política de la civilización; las reformas del pensamiento y la educación, a partir de la crisis del conocimiento y la necesidad de repensar la educación desde la reforma de las mentes; las reformas de la sociedad y las reformas de vida.
¿Cómo transitar entonces hacia la apropiación activa y consciente de una ciudadanía ejercida según parámetros democráticos? Educación, educación. Se trata no sólo de socializar valores y hábitos, faceta medular del proceso; sino de promover la organización del pensamiento, dotar a las personas de herramientas cognitivas que les permitan abordar, aprehender, descifrar, conocer a fondo la realidad para cambiarla e influir eficazmente en las diferentes esferas de poder. En aras de superar la tendencia al monólogo y adoptar la pedagogía del diálogo “a partir de la descentración del yo, el reconocimiento de la alteridad y la diferencia… la educación para la ciudadanía debe atravesar a todo el currículo” (Humberto Mejía Zarazúa, 2006). La educación básica brinda así una oportunidad única de adquirir softt skills, la serie de competencias personales y sociales que facilitan las relaciones humanas y nos permiten desenvolvernos con éxito en cualquier ámbito. Hablamos, en efecto, de herramientas para vivir, decidir y defender derechos, tal como anuncia Trapani. Sin esa base, aspirar a (re)construir una nación funcional y moderna será un proyecto esquivo.
De allí que, tras años de deterioro estructural y sostenido en lo social y lo político, la situación adquiera matices dramáticos en una Venezuela necesitada hoy más que nunca de ciudadanos formados, informados, competentes y organizados. La formación de una ciudadanía moderna en el terreno pedagógico está claramente amenazada en nuestro caso por la crisis educativa que esas cifras e investigaciones están desnudando. Basta entrar en contacto con las redes sociales, por ejemplo, para tener una idea de los daños que dicho menoscabo está acumulando en áreas como la habilidad verbal, con claro compromiso de competencias como la comprensión lectora (70,64% de los alumnos obtuvo una calificación inferior a la aprobatoria, según el informe de la UCAB), producción escrita, habilidades gramaticales y ortografía. Si no entendemos lo que otro intenta comunicar, si la pobreza lingüística impide exponer nuestro pensamiento o abordar ideas complejas, si no hay pensamiento crítico que incite a cuestionar dogmas, si no se cuenta con razonamiento deductivo e inductivo para solucionar problemas prácticos o elegir entre opciones, si la carencia restringe la posibilidad de procesar las razones ajenas, ¿cómo apuntar hacia esa integración de visiones que exige un proyecto político común?
Imaginar el futuro a partir de este agusanado presente podría resultar entonces en simple ejercicio de voluntarismo, en lugar de uno de proyección responsable y de esperanza con pies en tierra. De allí la necesidad de promover acuerdos que, aquí y ahora, comprometan a los decisores en materia de diseño y despliegue de políticas públicas tendientes a conjurar la reproducción de la miseria, las deficiencias cognitivas en los niños, la endémica condena a la que nos somete la brecha social. Al respecto, dice Francisco Imbernón: “Sin educación no hay futuro; y si lo hay, es un futuro que condena a los pueblos, a los ciudadanos y las ciudadanas, a la alienación, a la explotación, a la dependencia y al sometimiento a otros. Hurtar a la humanidad el derecho a la educación es privarla de una de las herramientas más importantes que pueda tener a su disposición, la que le permita desarrollar la capacidad de emitir juicios y realizar acciones autónomas, de escoger y de razonar los motivos por los que ha hecho una elección u otra”.
En tiempos en que elegir razonablemente entre opciones resulta tan crucial, entender esa urgencia y tratar de operar para solucionarla es algo que debería orientar las agendas de políticos preocupados por transformar nuestra realidad, conscientes de que la siembra ciudadana y democrática de hoy será el principal sostén del cambio en lo adelante. Educación, educación: he allí el primer destrozo por reparar. Sin educación no hay ciudadanía.
|
Siganos en