Cuando José Antonio Páez sembró la patria con una pluma
Escrito por Luis Perozo Padua | X: @LuisPerozoPadua   
Viernes, 13 de Junio de 2025 00:00

altEn los días turbulentos de la República naciente, cuando el ruido de las armas aún ensordecía a una nación que apenas balbuceaba su identidad,

hubo un hombre —José Antonio Páez— que supo mirar más allá de la pólvora. A caballo entre el sable y la pluma, el Centauro de los Llanos no solo hizo de su lanza un símbolo de libertad, sino también de su palabra un acto de formación.

La Venezuela de mediados del siglo XIX no conocía escuelas en cada esquina, ni planes de becas, pero sí corazones inflamados de gloria y sueños. Y Páez, el mismo que batalló en Las Queseras y Carabobo, también alzó la voz por la educación, abriéndole puertas al talento que surgía como un milagro en el polvo de la patria.

Entre esos gestos se encuentra el impulso decisivo que dio a su sobrino Carmelo Fernández, al enviarlo a formarse en Nueva York, tras descubrir su precoz talento en el dibujo. Pero quizá más conmovedor aún fue el diálogo epistolar entre Páez y un niño caroreño de apenas 12 años, que soñaba con cabalgar a su lado, inspirado por la grandeza de los héroes nacionales.


Del niño de Carora al general Páez

El 9 de diciembre de 1846, una carta con tinta vibrante de fervor patriótico llegó a manos del general Páez. No venía de un político ni de un militar, sino de un niño: Manuel Antonio Álvarez (hijo), de apenas 12 años, natural de Carora. Las palabras del pequeño estallaban en ardor heroico:

Carora, 9 de Diciembre de 1846.

SR. GENERAL JOSE ANTONIO PAEZ.

Mi venerado y querido General:

Admirador de sus proezas militares, de la bravura de su lanza y de lo bien que cabalga, me propongo brindármele por compañero: soy un jovencito de doce años; pero el clarín, la lanza y el caballo como que me llaman. La nombradía de Ud. y la de los Generales Monágas, Zaraza, Silva y Ortega me encantan: me parece que al lado de Ud. vería el mundo muy pequeño. Mi padre tiene mi mismo nombre, y como poseo una fortuna regular, no dudo que me equipará y armará del modo que Ud. quiera. Desearía, mi General, que Ud. escribiera a mi padre pidiéndome, que yo le protesto serle un amigo fiel a mi patria, y a la par de Ud. ser tan valiente como Ud. No desconfíe de mi poca edad, pues mi corazón es superior en mucho a mis pocos años: corro bien un caballo y me aplico a todo lo de llano. Dispense Ud., mi General, esta confianza que me tomo, pues a ello solo me ha movido la fama con que Ud. fatiga al mundo con sus grandiosos hechos, y mi decidida inclinación a las armas.

Me suscribo su amigo y servidor Q. B. S. M.

MANUEL ANTONIO ALVAREZ (hijo).

Es copia fiel de su original.

El niño, embriagado por las gestas de Monagas, Silva y Zamora, soñaba con cabalgar junto a Páez, portar lanza y honor. No era una ilusión vana ni una simple fantasía infantil. Era el eco de una juventud que deseaba pertenecer a una patria en reconstrucción, a una historia todavía caliente.

Lo sorprendente no fue solo la carta, sino la respuesta. A pesar de los “graves negocios” que lo rodeaban, el Centauro de los Llanos contestó personalmente. Y lo hizo con la sensibilidad de un pedagogo:

SR. MANUEL ANTONIO ALVAREZ (hijo).

San Luis de Cuara, 9 de enero de 1847

Muy apreciable joven:

Con grande satisfacción y mucho agradecimiento he leído la hermosa carta que Ud. se sirve dirigirme, con fecha 9 de diciembre pasado. En las escogidas frases con que Ud. tanto me honra en su apreciable carta, brilla sobre todo un patriótico entusiasmo que puede llamarse honor y modelo de los más elevados y magnánimos pensamientos. Muchas son las esperanzas que Ud. brinda a su patria, y admiro que siendo Ud. tan joven, conozca que ha nacido para ella: yo admitiría con gusto el cultivo con cuidadosa mano, de una planta que tan preciosos frutos ofrece. Ud. es digno del nombre venezolano; y sus padres deben alimentar la esperanza de ser muy bien representados por Ud. en la sociedad, y felices por el desarrollo de los elevados sentimientos que han sabido inspirarle. ¡Cuánto placer no experimentaría yo si pudiera contarlo en el número de las personas que me rodean! Pero esta satisfacción toca a sus bondadosos padres concedérmela, y me dirijo a ellos con este objeto. Acepte Ud., apreciabilísimo joven, la expresión de mi agradecimiento y admiración; y créame que, recordándolo siempre con alto aprecio, me suscribo su muy atento servidor. (Firmado)

JOSÉ A. PÁEZ.

La metáfora de la planta —la juventud como semilla— es reveladora. Páez no veía a Manuel Antonio como un simple entusiasta de guerra, sino como una promesa para el porvenir. Su carta es un manifiesto pedagógico. Una invitación tácita a los adultos a no dormir mientras arde la República.


Visión del porvenir para Carmelo

Esta no fue la única vez que Páez apostó por la juventud. Años antes, en 1822, descubrió en su sobrino Carmelo Fernández poseía un talento especial para las artes.

El niño, sin escuela, pasaba las horas en la hacienda “La Trinidad” dibujando escenas de guerra con tinta de onoto y tunas escenas militares—. Aquel precoz talento para el arte llamó la atención de Páez, quien conmovido no dudó: lo envió a Caracas bajo la tutela del comerciante Tomás Lander.

El propio Carmelo, años después, narraría en sus memorias aquellos días: desde las rudimentarias escuelas caraqueñas hasta la travesía transatlántica que lo llevó a estudiar en tierras lejanas.

Una educación cimentada en la disciplina y el afecto: lavar su propia ropa, limpiar caballerizas, convivir con otros jóvenes bajo la tutela de Lander y su esposa Manuela Machado, quien lo trató como a un hijo. No era una instrucción militar la que Páez promovía: era formación humana, integral, social. Quería jóvenes ilustrados, no solo soldados.

Carmelo estudió dibujo con el francés Lasabe, letras con Felipe Limardo y luego con Juan Meserón. Finalmente, por iniciativa del propio Lander, y con aprobación de Páez, fue enviado a Nueva York para recibir educación formal.

Aquel gesto no solo cambió la vida del joven artista, sino que dejó sembrada una lección: Páez entendía que la libertad conquistada debía sostenerse con educación, disciplina y talento. El legado del centauro José Antonio Páez no fue ajeno al peso del porvenir. Supo que una república sin formación era apenas un sueño sin asidero. Por eso atendió las cartas de niños como Manuel Antonio Álvarez, y envió a estudiar a muchachos como Carmelo Fernández.

La lanza podía abrir el camino, pero serían los libros, las ideas, los dibujos y las cartas los que mantendrían vivo el pulso de la patria. Su respuesta al joven de Carora no es solo una misiva militar, es una declaración de principios: creer en la juventud, en sus sueños y en su ardor. En tiempos de guerra, el Centauro se tomó el tiempo de hablarle a un niño. Hoy, ese gesto aún resuena.


El otro legado del Centauro

Este rostro poco conocido de Páez contrasta con la imagen popular del guerrero implacable. Pero el mismo hombre que arrasó en Las Queseras del Medio también leyó con atención la carta de un niño y sintió alegría al enviar a otro a educarse en el extranjero.

No fue un gesto aislado: durante su presidencia y sus mandatos de facto, Páez protegió instituciones educativas, promovió la profesionalización de los jóvenes y alentó la creación de escuelas elementales, sabiendo que sin educación la independencia se tornaría en barbarie. Y si bien no dejó tratados pedagógicos ni fundó universidades, su legado está en esos actos silenciosos.

En el afecto con que dirigió cartas a los jóvenes. En la visión que tuvo para formar a Carmelo Fernández, quien luego sería uno de los grandes cronistas visuales de la nación. En las metáforas que usó para hablar de juventud como planta, de patria como jardín.

En abril de 1871, desde Buenos Aires, el viejo general escribía con ternura a un niño llamado Adolfito Carranza. Le agradecía por su afecto, le deseaba un futuro espléndido y le enviaba un retrato para que no lo olvidara.

En otra carta, enviada a la finca “Médano Blanco”, dejaba también un retrato dedicado a la señorita María Carranza. A sus 81 años, ya lejos de las campañas y del poder, Páez seguía sembrando afectos, dejando huellas de cariño y admiración en los corazones jóvenes que lo rodeaban.

La misiva, conservada hoy como documento Nº 22 en el Museo Histórico Nacional de Argentina, revela la ternura, la memoria viva y el afecto del anciano prócer venezolano, ya exiliado, por los jóvenes con quienes compartía los últimos años de su vida.

Esta carta, casi desconocida en Venezuela, nos revela una dimensión íntima y entrañable de quien fuera el Centauro de los Llanos.

Buenos Aires, abril 6 de 1871.

Mi muy querido y nunca olvidado Adolfito: Recibí su amable carta de 27 de marzo último en que se sirve Ud. saludarme y solicitar por mi salud. Doy a Ud. mis más cordiales gracias por esa prueba de su sincero cariño.

Aquí he tenido el gusto de ver a mi excelente amigo Carranza y por él supe que toda su amable familia se hallaba sin novedad.

No es con poco sentimiento que parto para los Estados Unidos, dejando a la América del Sur, y muy particularmente a Buenos Aires, donde encontré cariño y protección.

Tengo que ir a Nueva York a atender algunos negocios que dejé pendientes cuando partí para esta región; pero si Dios me conserva la vida y la salud que ahora gozo, volveré dentro de un año.

Salude Ud. de mi parte a su bondadosa mamá, lo mismo que a todas sus hermanitas y hermanos.

Miss Warner manda muchas memorias para la señora Carranza y familia y se despide, también le pide a Ud. órdenes y le incluye unas estampas.

Doy a Ud. muchas gracias por el aprecio que Ud. hace de mi retrato, téngalo Ud. siempre presente para que no le dé la tentación de olvidarme.

Deseándole a Ud. un espléndido futuro, me repito su apreciador y afectuoso amigo que lo quiere de todo corazón.

José A. Páez.

 

También ha querido dejar un recuerdo más de su cariño a su predilecta María y con este motivo le ha enviado a la finca “Médano Blanco”, allá en la provincia, un pequeño retrato oval, donde aparece vestido de etiqueta y con una pequeña perilla que se ha dejado crecer. La dedicatoria es la siguiente:

A la señorita

María Carranza

José A. Páez Buenos Aires,

Marzo 12 de 1871.

 

Una lanza para el porvenir

El niño de Carora quizás nunca llegó a blandir una lanza junto a Páez, pero su carta sobrevivió al olvido. Y en ella late el corazón de un tiempo donde soñar con la patria era un acto de coraje.

Ese jovencito llanero, Manuel Antonio Álvarez, ofrecía su nombre, su caballo y su alma a la causa republicana con apenas doce años, y encontró en el anciano guerrero una respuesta que no solo reconocía su entusiasmo, sino que lo elevaba como ejemplo para toda una generación.

Décadas después, en otra geografía y bajo cielos más australes, otro niño escribiría con ternura a ese mismo hombre: “Téngalo Ud. siempre presente para que no le dé la tentación de olvidarme”, le decía el pequeño Adolfito Carranza en Buenos Aires. Páez, ya anciano y con la nostalgia a flor de piel, respondía con afecto, enviándole un retrato y recomendándole seguir por el camino del bien.

No era un gesto menor: Páez sembraba una vez más. Aquel niño argentino crecería con ese recuerdo como estandarte. Y en su adultez, Adolfo P. Carranza se convertiría en un abogado, historiador y custodio de la memoria americana. Fundó el Museo Histórico Nacional de Argentina y fue su director durante veinticinco años, convencido de que las naciones se construyen no solo sobre batallas, sino también sobre la pedagogía del recuerdo y el ejemplo de los grandes hombres.

Páez, viejo ya y exiliado, debió haber recordado aquel fervor infantil en sus últimos días: el entusiasmo de un niño por servir a la República, el talento de su sobrino que floreció en pinceladas, la certeza de que no hay libertad sin formación.

 José Antonio Páez no solo cabalgó por los llanos. También sembró en ellos. Y en cada niño que educó, en cada carta que contestó, dejó una estela menos visible que sus batallas, pero quizás más duradera. Porque los pueblos que olvidan educar a sus hijos acaban repitiendo sus guerras.

Que esta historia nos devuelva la certeza de que, cuando un niño escribe con el alma, hay patria para rato; y cuando un hombre de poder se detiene a leerlo, hay esperanza para siempre.

 

Fuente:

Carlos Alfonso Vaz. Páez en Argentina. Segunda Edición. Caracas 1975.

Memorias de Carmelo Fernández y Recuerdos de Santa Marta-1842. Fuentes para la Historia Republicana de Venezuela. Caracas, 1973.

Apuntes, datos y fotografías del historiador Wilfredo Bolívar, cronista oficial del municipio Araure, estado Portuguesa.

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