Sociedad en movimiento |
Escrito por Mibelis Acevedo D. | X: @Mibelis |
Martes, 11 de Febrero de 2025 00:00 |
“En ningún sitio”, es la respuesta. La canción se crea al cantarla, al componerla”. He allí un pasaje escrito por Aleksandr Herzen que Isaiah Berlin cita en uno de sus magníficos ensayos, casi a modo de credo personal. Aunque juzgó al siglo XX como el “más terrible de todos los de la historia del mundo occidental” por “los sufrimientos, las brutalidades innecesarias y los exterminios” (así escribió a la joven corresponsal japonesa Fumiko Sasaki, en 1992), Berlin nunca permitió, sin embargo, que “los tiempos dictaran su carácter” (Ignatieff, 1999). Su rechazo al determinismo, su apego a la idea de que el futuro no tenía forma alguna ni revelación anticipada, sirven de acicate para quienes enfrentados a las peores circunstancias no se dejan amilanar por la imposibilidad. ¿Qué hacer frente al futuro, entonces, cuando el presente se proclama tan odioso? Hay que seguir componiendo mientras se avanza, diría Berlin. En ello radica el arte de resistir: saber responder inteligentemente a la contingencia, actuar con astucia y firmeza, sentido de realidad y propósito, no paralizarse. Los ejemplos de permanencia de sociedades llevadas al límite gracias a los desafueros del poder, pero aun así comprometidas con la solución civilizada, resultan por ello tan elocuentes. No hay milagros ni curas abruptas, pues, sino compromiso terco y creativo con las realizaciones. Si hablamos de ocurrencias no destinadas a ser, el caso de México -país que transitó desde la “dictadura perfecta” del PRI a la democracia imperfecta pero funcional que empezó a perfilarse a partir del 2000- sigue siendo llamativo. Se trata, como sabemos, de un proceso muy largo, gradual, accidentado, suerte de "guerra de trincheras" librada entre la élite gobernante (una que no exhibía fisuras tan relevantes como para comprometer la gobernabilidad), y los disminuidos pero persistentes partidos de oposición. Un proceso bordado por la serie de transformaciones hacia lo interno del partido hegemónico y en el que, según un útil trabajo de Labastida y López Leyva (2004) que acá interesa desgranar, destacaron las negociaciones recurrentes, zigzagueantes, tensas y no siempre ágiles para instaurar reglas de juego aceptables para los actores políticos y garantizar una nueva dinámica de poder compartido. Apuntan estos autores que, en contraste con las democratizaciones pactadas, a las llamadas “transiciones prolongadas” no sólo las definen elementos como la temporalidad y el gradualismo, sino también el rol que juega la dimensión electoral. En este sentido las elecciones no han figurado como hito fundacional y desvinculado de gestiones previas; sino más bien como derivación, punto de partida y de llegada sellando una trayectoria signada por las reformas jurídicas y la adecuación con su ejercicio efectivo. En contexto en el que el carácter autoritario del gobierno se enfila hacia la restricción extrema y “legal” de la competencia, operando con un partido hegemónico pero sin llegar a anular formalmente la lucha por el voto, “las instituciones electorales, aunque amañadas, pueden ser la única arena donde los partidos opositores protestan en forma legal, por lo tanto, dichas instituciones se pueden convertir en el principal ámbito de oposición” (Eisenstadt, 2001). Lo de México aparece así como “combinación persistente de los partidos de oposición, de participación electoral con protesta poselectoral, lo que mantuvo al país en movimiento desde un autoritarismo electoral hacia una transición prolongada". Amén de la lucha contra el descarado despliegue de ventajismo, por cierto, anomalías como las de las presidenciales de 1976, en donde el único candidato que contó con registro oficial y pudo “competir” fue del PRI, José López Portillo (el PAN no participó por causa de divisiones internas), no olvidemos que a esta historia no le faltó un aliño ominoso, el despojo difícil de procesar por parte de una sociedad movilizada. Hablamos del fraude electoral de julio de 1988. El día en que el sistema computarizado “se cayó de caerse, y se calló de callarse” según la filosa descripción de Cuauhtémoc Cárdenas -el ex priista y candidato del Frente Democrático Nacional, cuya victoria habría sido escamoteada- marca acá un decisivo parteaguas. Antes del fraude, reformas electorales importantes habían operado con dificultades y avances en 1963 y 1977 (esta última impulsada, por cierto, por el propio López Portillo y su secretario de Gobernación, Jesús Reyes Heroles). Ellas serían producto de la presión que ejercía la crisis estructural y la demanda de cambio, traducida en aumento de las tensiones sociales, económicas y políticas; protestas de sindicatos no alineados con el PRI, maestros, ferrocarrileros, médicos; desafíos por parte de grupos empresariales, enfrentamientos del gobierno con el movimiento estudiantil y represión brutal del mismo, presencia de grupos armados en el campo y la ciudad, así como amenazas de boicot por parte del PAN. “Y como correlato de todo, un ritual electoral que no recogía lo que estaba pasando en esa sociedad, una institucionalidad que era incapaz de encauzar y representar la realidad del país” (Becerra et al., 2000). A fin de garantizar cierta legitimidad de origen (condición a la que ni siquiera los autócratas modernos pueden renunciar) y mantener la capacidad de maniobra del partido-Estado sin alterar la estructura de autoridad, el régimen asumiría entonces el costo de una pluralidad restringida. Una tolerancia que, sin embargo, retrocede cuando en 1988 esa supremacía corre el riesgo de perderse en la elección. La decisión inexorable del grupo gobernante de no soltar el poder parecía caminar sobre los cadáveres propios y ajenos (así también lo sugieren, simbólica y literalmente, los opacos manejos de los asesinatos de Colosio y Ruiz Massieu, en 1994.) Pero, advertía Adolfo Gilly (1994), “no se puede gobernar un país moderno con fraude electoral, del mismo modo como no se puede competir en el mercado mundial con defectuosas normas de calidad… No se puede reproducir el poder violando sistemáticamente sus propias reglas de reproducción, en este caso las leyes electorales y la Constitución”. ¿Cómo respondió la sociedad mexicana a esa afrenta, al salvaje retroceso? ¿Acaso la pesadumbre, el desconcierto, la frustración, la impotencia, fueron estados de ánimo permanentes? ¿Se paralizó la acción de los partidos, se renunció a la participación electoral y la movilización o se desterró la eventual posibilidad de interlocución? En horas de crispación, reclamos de impugnación por parte del mismo candidato del PAN, Manuel Clouthier, y exigencias de anulación de la elección por parte de Cárdenas; y aún trajinando con eso que Soledad Loaeza califica como “aversión al riesgo”, el PAN, en despliegue de “pragmatismo puro y duro”, acepta el poder de facto pero “carente de legitimidad de origen” de Salinas. Así, en inédita posición de fuerza, lidiando con el maximalismo del PRD y la negativa del neocardenismo a reconocer las instituciones autoritarias, se plantea la negociación, una cooperación estratégica para “la ampliación de la vida democrática” que además incorpora al partido Acción Nacional. Junto al lanzamiento del documento "Compromiso nacional por la legitimidad y la democracia" esa oportunidad de ganar influencia es aprovechada para impulsar consensos sobre reformas electorales cruciales (en especial las de 1996), integridad del árbitro incluida. Mismas que, tras complejos forcejeos, abren caminos para la anhelada alternancia en 2000, con Fox y el PAN. Aun sabiendo que en regímenes no democráticos la interacción entre adversarios adquiere a menudo tal grado de conflictividad que la cooperación resulta casi imposible, cabe pensar en que ese puente difícil debe intentar urdirse y mantenerse entre competidores distintos al gobierno. Lo sensato, dicen Labastida y López Leyva, es lograr que las pistas del “juego político dividido” dejen de correr en paralelo para juntarse en una sola. ¿Cómo articularse para resistir y, al mismo tiempo, hacer viable al país? Toca también descifrar esas claves, los pulsos de sociedades en movimiento que, esquivando sus melancolías y fatigas y abrazando sus particularidades, van descubriendo la respuesta al componerla. |
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