La hecatombe |
Escrito por Víctor Maldonado C. | X: @vjmc |
Lunes, 24 de Noviembre de 2014 01:13 |
La hecatombe
por: Víctor Maldonado C.
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En la antigua Grecia se denominaba así a un sacrificio religioso de cien bueyes. Y desde allí derivó su significado a las grandes catástrofes, a la desmesura de la tragedia, y a la pérdida de significado de la ceremonia, como si el derroche de sangre, las magnitudes de la degollina, fueran mas importantes a los ojos de los dioses que la mera intención del rito.
La desgracia no viene sola. Es una sincronicidad de eventos y la consecuencia de una mala posición frente a la realidad. Es, ni más ni menos, que la locura. La misma que hizo frágiles a los troyanos al contemplar ese caballo de madera que ellos creyeron un regalo de los vencidos. La misma que les hizo rechazar una y otra vez los malos augurios de Casandra, condenada a la incredulidad de sus profecías. Son las malas decisiones las que conducen a la tragedia, y los dioses son meras excusas detrás de las cuales se suelen esconder la insuficiencia de criterio y de sensatez que caracterizan a los malos gobernantes.
Los venezolanos del siglo XXI experimentamos un nuevo episodio de la misma calamidad, y como siempre, lo vivimos confundiendo los síntomas con las causas, sin querer atinar cuales son las verdaderas razones de este nuevo capitulo de escasez y pobreza que estamos sufriendo. No es suficiente conformarnos con los indicadores. Las encuestas, aun con esa crónica insuficiencia de credibilidad que producen tantos negociados y tantos clientes mezclados, coinciden en la caída de un régimen que hasta hace muy poco se ufanaba de congregar a las mayorías populares. Ya no es así, pero no estamos demasiado claros de las razones del derrumbe. Algunos dicen que al régimen le hace falta más populismo eficiente. Otros echan de menos el desplante del "país potencia". Algunos se venden como los portaestandartes de la demagogia irrealizada, ofreciendo aun más, sin importarles que elevando la oferta corrompen la esencia de los cimientos de una posible recuperación.
Los gobiernos malos llegan en los hombros de un pueblo complaciente y hambriento de utopias. Así ocurrió aquí. La euforia rentista nos hizo caer en el delirio de los supuestos derechos adquiridos y resueltos por el populismo triunfante. A nuestros ojos el petróleo dejo de ser un recurso para convertirse en un fuero nacional que nos permitía acceder al singular mundo de los que pueden tenerlo todo sin necesidad de trabajarlo productivamente. Y cada vez que la realidad ha demostrado que eso no es posible, en lugar de intentar las rectificaciones, buscamos enfebrecidos y delirantes la renovación de una promesa imposible en la boca del primer tirano que pase por nuestra acera. Nuestro signo trágico es esa desmesura de apropiación indebida en la que todos estamos involucrados.
Pero escalemos en las causas. El rentismo nos ha incitado a caer en las manos de los falsos profetas de la distribución improductiva mientras cruzábamos los dedos para que los precios del petróleo fuesen lo suficientemente altos como para financiar el festín. Somos la contradicción que se contiene en un "país potencia" prepotente y arrogante, generoso en desplantes, exquisito en la dádiva, pero profundamente ingenuo en sus creencias y fatalmente desarmado en su autoestima. Por eso entregamos el país a las fauces de esa falacia decimonónica que se encubre detrás de la consigna de la solidaridad de los pueblos. Participando de esa farsa cedimos soberanía y recursos. Pero preguntemos por qué lo hicimos, busquemos las razones de nuestra catástrofe en nuestros fueros internos. Hagamos las preguntas apropiadas para entender las causas de esta locura nacional que nos hace tener tan malos y magros resultados sociales.
La respuesta es que llevamos decenas de años matando al individuo para convertirnos en masa y pueblo mendicante. Llevamos mucho tiempo en esa condición expectante del que extiende la mano esperando recibir su porción de país y de riqueza súbita, aunque sea en forma de resentimiento, odio y división social. Llevamos años rechazando ser los árbitros de nuestro propio destino, endosados al demagogo, plegados al caudillo, soñando insistentemente en ese viraje radical que solo es posible en el mundo de la corrupción y los malos manejos. Llevamos mucho tiempo buscando a los culpables de nuestra propia mediocridad, fundidos en las aguas primordiales de la nada, la indefinición y la falta de principios. Llevamos demasiado tiempo siendo los perdonavidas de nosotros mismos, viviendo nuestra propia telenovela, cediendo a esos sentimentalismos misticistas que nos hunden en la triste condición de los que se lamen las heridas unos a otros.
Por eso nos va tan bien con este socialismo y sus aditivos de romanticismo irredento y una ética de la irresponsabilidad. Nuestra hecatombe es nuestra incapacidad para ser libres. Mejor dicho, nuestra decisión de no ser libres. En 1848, Alexis de Tocqueville señaló la verdadera causa que no es otra que nuestra opción preferencial por la servidumbre. La democracia y el individualismo están en conflicto irreconciliable con el socialismo. "La democracia es libertad, el socialismo la restringe. La democracia aspira a una igualdad en libertad, el socialismo aspira a la igualdad en la coerción y la servidumbre". El socialismo te anula hasta convertirte en un simple número. Pero a nosotros nos gusta. Nuestra hecatombe es la mala decisión, originaria, que nos ha convertido a todos en siervos de una utopia tenebrosa. Por socialistas terminamos en las manos de esta mediocridad infinita donde solo la represión tiene sentido, pero un sentido tenebroso: la generalización del miedo, la inhabilitación del individuo hundido en pequeñas preocupaciones cotidianas que nos resulta imposible de resolver.
El régimen se ha habilitado a si mismo con esa represión que usa a discreción, pero contando con nuestra infinita capacidad para justificarlo todo, incluso el mazo con el que sistemáticamente intentan anularnos. El régimen cuenta con otra cosa: con nuestro misticismo, con ese realismo mágico que nos vincula eróticamente con nuestros dirigentes, que convertimos en héroes precoces, antes incluso de sus primeras épicas. Cuenta con nuestra ignorancia, con esa sujeción fatal a los mitos, por más inalcanzables que parezcan. Cuentan con ese resentir que nos hace juzgar con tanta dureza cualquier antecedente. Cuentan, para someternos, con nuestra desbandada, pero también con nuestra división, al resistirnos a entender que este nudo histórico no lo resuelve uno solo, o un grupo en desmedro del resto. Esta tragedia solamente puede ser superada por la unidad disciplinada pero reflexiva. Unidad integradora y convocante. Unidad del mutuo reconocimiento y del modelaje incorporativo. Unidad que sueñe y describa un país pacificado, reunificado, y en el que nadie sobre. Una unidad menos triunfalista y mucho menos estruendosa, pero más dedicada a abrir los surcos. Unidad con menos odios y mucho, mucho más amor por el país. Si no llegamos a esa estatura moral, seguiremos en nuestra hecatombe, dedicados a la matanza hasta que no quede un solo buey que podamos ofrecer en nuestro propio sacrificio.
En la antigua Grecia se denominaba así a un sacrificio religioso de cien bueyes. Y desde allí derivó su significado a las grandes catástrofes, a la desmesura de la tragedia, y a la pérdida de significado de la ceremonia, como si el derroche de sangre, las magnitudes de la degollina, fueran mas importantes a los ojos de los dioses que la mera intención del rito. La desgracia no viene sola. Es una sincronicidad de eventos y la consecuencia de una mala posición frente a la realidad. Es, ni más ni menos, que la locura. La misma que hizo frágiles a los troyanos al contemplar ese caballo de madera que ellos creyeron un regalo de los vencidos. La misma que les hizo rechazar una y otra vez los malos augurios de Casandra, condenada a la incredulidad de sus profecías. Son las malas decisiones las que conducen a la tragedia, y los dioses son meras excusas detrás de las cuales se suelen esconder la insuficiencia de criterio y de sensatez que caracterizan a los malos gobernantes. Los venezolanos del siglo XXI experimentamos un nuevo episodio de la misma calamidad, y como siempre, lo vivimos confundiendo los síntomas con las causas, sin querer atinar cuales son las verdaderas razones de este nuevo capitulo de escasez y pobreza que estamos sufriendo. No es suficiente conformarnos con los indicadores. Las encuestas, aun con esa crónica insuficiencia de credibilidad que producen tantos negociados y tantos clientes mezclados, coinciden en la caída de un régimen que hasta hace muy poco se ufanaba de congregar a las mayorías populares. Ya no es así, pero no estamos demasiado claros de las razones del derrumbe. Algunos dicen que al régimen le hace falta más populismo eficiente. Otros echan de menos el desplante del "país potencia". Algunos se venden como los portaestandartes de la demagogia irrealizada, ofreciendo aun más, sin importarles que elevando la oferta corrompen la esencia de los cimientos de una posible recuperación. Los gobiernos malos llegan en los hombros de un pueblo complaciente y hambriento de utopias. Así ocurrió aquí. La euforia rentista nos hizo caer en el delirio de los supuestos derechos adquiridos y resueltos por el populismo triunfante. A nuestros ojos el petróleo dejo de ser un recurso para convertirse en un fuero nacional que nos permitía acceder al singular mundo de los que pueden tenerlo todo sin necesidad de trabajarlo productivamente. Y cada vez que la realidad ha demostrado que eso no es posible, en lugar de intentar las rectificaciones, buscamos enfebrecidos y delirantes la renovación de una promesa imposible en la boca del primer tirano que pase por nuestra acera. Nuestro signo trágico es esa desmesura de apropiación indebida en la que todos estamos involucrados. Pero escalemos en las causas. El rentismo nos ha incitado a caer en las manos de los falsos profetas de la distribución improductiva mientras cruzábamos los dedos para que los precios del petróleo fuesen lo suficientemente altos como para financiar el festín. Somos la contradicción que se contiene en un "país potencia" prepotente y arrogante, generoso en desplantes, exquisito en la dádiva, pero profundamente ingenuo en sus creencias y fatalmente desarmado en su autoestima. Por eso entregamos el país a las fauces de esa falacia decimonónica que se encubre detrás de la consigna de la solidaridad de los pueblos. Participando de esa farsa cedimos soberanía y recursos. Pero preguntemos por qué lo hicimos, busquemos las razones de nuestra catástrofe en nuestros fueros internos. Hagamos las preguntas apropiadas para entender las causas de esta locura nacional que nos hace tener tan malos y magros resultados sociales. La respuesta es que llevamos decenas de años matando al individuo para convertirnos en masa y pueblo mendicante. Llevamos mucho tiempo en esa condición expectante del que extiende la mano esperando recibir su porción de país y de riqueza súbita, aunque sea en forma de resentimiento, odio y división social. Llevamos años rechazando ser los árbitros de nuestro propio destino, endosados al demagogo, plegados al caudillo, soñando insistentemente en ese viraje radical que solo es posible en el mundo de la corrupción y los malos manejos. Llevamos mucho tiempo buscando a los culpables de nuestra propia mediocridad, fundidos en las aguas primordiales de la nada, la indefinición y la falta de principios. Llevamos demasiado tiempo siendo los perdonavidas de nosotros mismos, viviendo nuestra propia telenovela, cediendo a esos sentimentalismos misticistas que nos hunden en la triste condición de los que se lamen las heridas unos a otros. Por eso nos va tan bien con este socialismo y sus aditivos de romanticismo irredento y una ética de la irresponsabilidad. Nuestra hecatombe es nuestra incapacidad para ser libres. Mejor dicho, nuestra decisión de no ser libres. En 1848, Alexis de Tocqueville señaló la verdadera causa que no es otra que nuestra opción preferencial por la servidumbre. La democracia y el individualismo están en conflicto irreconciliable con el socialismo. "La democracia es libertad, el socialismo la restringe. La democracia aspira a una igualdad en libertad, el socialismo aspira a la igualdad en la coerción y la servidumbre". El socialismo te anula hasta convertirte en un simple número. Pero a nosotros nos gusta. Nuestra hecatombe es la mala decisión, originaria, que nos ha convertido a todos en siervos de una utopia tenebrosa. Por socialistas terminamos en las manos de esta mediocridad infinita donde solo la represión tiene sentido, pero un sentido tenebroso: la generalización del miedo, la inhabilitación del individuo hundido en pequeñas preocupaciones cotidianas que nos resulta imposible de resolver. El régimen se ha habilitado a si mismo con esa represión que usa a discreción, pero contando con nuestra infinita capacidad para justificarlo todo, incluso el mazo con el que sistemáticamente intentan anularnos. El régimen cuenta con otra cosa: con nuestro misticismo, con ese realismo mágico que nos vincula eróticamente con nuestros dirigentes, que convertimos en héroes precoces, antes incluso de sus primeras épicas. Cuenta con nuestra ignorancia, con esa sujeción fatal a los mitos, por más inalcanzables que parezcan. Cuentan con ese resentir que nos hace juzgar con tanta dureza cualquier antecedente. Cuentan, para someternos, con nuestra desbandada, pero también con nuestra división, al resistirnos a entender que este nudo histórico no lo resuelve uno solo, o un grupo en desmedro del resto. Esta tragedia solamente puede ser superada por la unidad disciplinada pero reflexiva. Unidad integradora y convocante. Unidad del mutuo reconocimiento y del modelaje incorporativo. Unidad que sueñe y describa un país pacificado, reunificado, y en el que nadie sobre. Una unidad menos triunfalista y mucho menos estruendosa, pero más dedicada a abrir los surcos. Unidad con menos odios y mucho, mucho más amor por el país. Si no llegamos a esa estatura moral, seguiremos en nuestra hecatombe, dedicados a la matanza hasta que no quede un solo buey que podamos ofrecer en nuestro propio sacrificio. Esta dirección electrónica esta protegida contra spam bots. Necesita activar JavaScript para visualizarla |
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