Los idus de julio
Escrito por Antonio Sánchez García | @sangarccs   
Viernes, 19 de Julio de 2013 17:49

alt"El triunfo tan abrumador de Michelle Bachelet puede terminar sirviendo de boomerang a sus ambiciones reeleccionistas"



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No fue un terremoto ni un tsunami, las catástrofes naturales que han asolado al Chile pos transición, pero lo que acontece en el ámbito político nacional bien podría equiparárseles. De hecho, la edición de EL PAÍS de España del 18 de julio pasado titulaba en primera plana TERREMOTO POLÍTICO EN CHILE. Y no le faltaba razón.

El día anterior, 17 de julio, a las 13,30, un sismo político de magnitud 9.0 en la escala de Richter sacudía a las filas de la Alianza gobernante: el candidato oficialista victorioso en las Primarias del 30 de junio, aunque por un muy estrecho margen sobre su contrincante Andrés Allamand, de Renovación Nacional, Pablo Longueira, de la UDI, la extrema derecha chilena, decidía en compañía de los miembros de su familia retirarse de la contienda y renunciar a la nominación de los partidos del oficialismo gobernante. La razón: un cuadro de severa depresión psicológica que, a pesar de haber sido enfrentada con todos los medios clínicos y la mayor voluntad por parte del líder de la UDI y su familia, hizo crisis final e irreversible mientras disfrutaba de sus vacaciones invernales. Llevándolo al convencimiento de que no se encontraba en condiciones físicas ni psicológicas como para enfrentar una campaña electoral que se anuncia dura y áspera y cuyo desenlace promete ser negativo para las fuerzas del oficialismo.

Más allá de las razones estrictamente médicas, que nadie pone en duda, la vara ha sido puesta a tal altura por la arrebatadora victoria electoral de Michelle Bachelet – duplicó ella sola a los dos candidatos del oficialismo juntos -,  que la sola idea de enfrentarla requiere un temple y una voluntad blindados contra desfallecimientos. No se lucha contra una candidata, sino contra una ilusión óptica. De modo que, como lo afirmara una de las potenciales presidenciables, la ministro del gobierno de Sebastián Piñera y militante de la UDI Jacqueline Matthei, otra hija de un general, pero pinochetista, el oficialismo vuelve a partir “desde cero”.  Como desde el principio.

Independientemente de esa tabula rasa sobrevenida de manera trágica para un oficialismo seriamente golpeado por la menguada participación electoral de las fuerzas de derecha, la arrasadora participación opositora y el triunfo avasallante de la ex Presidenta de la República en las mencionadas Primarias, los resultados no pueden ser más antagónicos: mientras que el proceso fortaleció a la oposición y blindó el liderazgo de Michelle Bachelet ratificado por la ciudadanía, mostró las graves fisuras existentes en el seno de las fuerzas de la llamada Coalición Por el Cambio, que salió seriamente dañada del mismo proceso. Las heridas causadas en el candidato vencido, Andrés Allamand y su despechado comportamiento la noche de la victoria de su contrincante así como sus reproches tanto al jefe del comando de Longueira, Joaquín Lavin, como a las declaradas preferencias del presidente Sebastián Piñera por el candidato de la UDI, dejaron las aceras de la Coalición cubiertas de cristales rotos.

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Un último elemento avisparía aún más las tensiones entre la UDI y RN, de suyo crispadas: en un movimiento de distanciamiento y diferenciación con el gobierno, la UDI y su candidato presidencial, el presidente de Renovación Nacional Carlos Larraín hizo público el acuerdo alcanzado entre su colectividad y los partidos de la Concertación para modificar la Constitución y terminar con el sistema bilateral heredado del pinochetismo, del cual el partido que más y mejor provecho sacara para alcanzar una mayor representación en las cámaras y demás cargos de elección popular, sería precisamente la UDI. Natural que la extrema derecha lo recibiera como una puñalada por la espalda de sus viejos e incómodos socios de siempre. El reproche por el inconsulto juego adelantado por ese extraño entendimiento tras bambalinas de RN, el PDC, el PS y el PPD, no se haría esperar y el gobierno se vería obligado a proponer a su vez un proyecto alternativo que le resultara más conveniente y satisfactorio. Así como devolver el guantazo mostrando su favoritismo por la Sra. Matthei.

Por contradictorio que parezca, el triunfo tan abrumador de Michelle Bachelet puede terminar sirviendo de boomerang a sus ambiciones reeleccionistas. Durante los 20 años de Concertación, amén de un sacrosanto respeto a la paridad entre las fuerzas del centro DC, la centroizquierda y la izquierda socialista, se vivió un entendimiento inédito entre viejos enemigos motivado por la necesidad de darle estabilidad y un sólido piso de gobernabilidad a esa etapa final de la transición hacia la plena democracia. Las fuerzas dominantes, aunque bajo un discreto hegemonismo, fueron las fuerzas de centro, particularmente la Democracia Cristiana. Quienes, en un rasgo de gran generosidad, velaron en sus dos gobiernos, el de Aylwin y el de Frei, por mantener absoluta paridad en los cargos de gobierno con el PS, el PPD y el Partido Radical socialdemócrata, de escasa figuración.

Ese acuerdo histórico ha sufrido un grave deterioro por la radicalización vivida por la oposición al gobierno de Sebastián Piñera, que aunque exitoso en lo macroeconómico se ha visto confrontado por una izquierda radical desinteresada del pasado y dispuesta a cobrar caro su aceptación al pacto histórico de los enemigos de antaño. La radicalidad asumida por la contestación estudiantil, que le perdonó a los gobiernos de la Concertación y en particular al de Michelle Bachelet lo mismo que le está haciendo pagar con sangre al de la derecha; el enojo reivindicativo que ha invadido a las clases medias, presas de la misma contradicción y sobre todo la premura en obtener la recompensa a veinticinco años de pasividad política, han terminado por crispar a la sociedad entera. Que lejos de aceptar el liderazgo político ha salido a las calles a exigir lo suyo: redistribución compulsiva e inmediata, mejoras visibles y notables de los servicios de salud pública, educación gratuita y de calidad a todos los niveles de estudio. Todo lo cual bajo el absurdo argumento de que ni la salud ni la educación deben tener propósitos de lucrativos.

Es sobre esa ola de protestas motorizada por el Partido Comunista y grupúsculos de ultra izquierda, acompañada de la astucia de la ex presidente que desaparece del escenario a pasar una larga emporada sabática bajo el manto de ONU Mujeres para borrar de la conciencia de los chilenos los estropicios de su mediocre gobierno – castigado en su momento con la victoria de Piñera y la derrota de Frei Ruiz Tagle por una ciudadanía harta de la Concertación – que se monta la avalancha expresada en las Primarias. Sin la más mínima consideración a hechos indiscutibles – su gobierno no hizo nada por resolver los cuellos de botella en los que se habían entrampado la educación, la salud pública y otros servicios durante su gobierno -, Michelle Bachelet enmudeció durante los cuatro años de gobierno de derechas, hizo cambiar el vestuario y el decorado de una Concertación que pasó a llamarse Nueva Mayoría y optó por prometer la satisfacción de todas las necesidades que alimentan el descontento social chileno. Borrón y cuenta nueva: populismo al galope.

Una arma desleal y de inciertos resultados, es cierto. Pero capaz de encandilar a la olvidadiza ciudadanía chilena, que vuelve a pisar el palito del populismo, así llegue aromatizado por el elegante y sofisticado barniz de uñas de las Naciones Unidas. Un fraude de imágenes y máscaras que podría terminar en tragedia.

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Sobre esa ola a ratos furiosa, a ratos incendiaria y llevada en andas de estudiantes secundarios y universitarios liderados por el Partido Comunista, Michelle Bachelet ha destapado un nuevo perfil: el de una dura e implacable amazona que, fuste en mano,  dicta sin parar mientes en sus supuestas simpatías. Es la odiosa mandona de traje sastre y blusas pastel que impone sus decisiones con una inocentona sonrisa fríamente calculada, como la súper gerente general  de una gran tienda por departamentos, así gusten o disgusten a sus obligados aliados. Las prohibiciones se han hecho moneda corriente en su comando: las relaciones amistosas de algunos personeros de la izquierda democrática con factores del centro derecha han sido terminantemente prohibidas. La comandante mandó a parar.

Acuartelada en su comando, autocrática y dura, rodeada por fieles y leales jóvenes profesionales, historiadores, economistas y sociólogos desprovistos de todo glamour y prácticamente desconocidos por el gran público, nada más blindado que las trastiendas en donde se decide de verdad el rumbo de esa campaña. Si una palabra podría aplicarse, ella pertenece al argot de la lucha clandestina: compartimentación.

Alguna vez leí que recién regresada de la República Democrática Alemana, donde estudiaría medicina y tendría relaciones amorosas con un militante de la ultra izquierda chilena, comenzó a militar clandestinamente en el castrista Partido Socialista. Vivía por entonces con su madre, Ángela Jeria de Bachelet, arqueóloga nacida en 1926, que también militaba clandestinamente en el Partido Socialista. A pesar de lo cual, de vivir juntas e intimar como suelen hacerlo madres e hijas cuyas vidas transcurren bajo el mismo techo, ninguna de las dos supo jamás en qué andaba políticamente la otra. Era una relación materno filial absolutamente “compartimentada”. Lo dice todo.

Aparentemente más radicalizada de lo que solía mostrarse en el pasado, nadie sabe a ciencia cierta cuál será su programa de gobierno. Durante sus cuatro años de presidencia jamás accedió a recibir a enviados de la oposición democrática venezolana. Y la rara vez en que recibió a Alejandro Platz, de la Organización Civil Súmate, lo hizo provocativamente con un libro de Hugo Chávez ostensiblemente expuesto sobre su escritorio. Su dureza fue proverbial.

La catastrófica performance de la Democracia Cristiana, cuyo candidato Claudio Orrego obtuvo los peores resultados electorales en toda la historia de la Democracia Cristiana – casi sesenta años – y los sorprendentes resultados de Andrés Velasco, un candidato independiente de centro que lo duplicó sin tener ni maquinaria ni respaldo partidario, encendieron de inmediato las alarmas en el bunker de la Bachelet. El centro suele ser la clave electoral de la vida política chilena. Y también Michelle Bachelet debe cuidar ese su más débil flanco, o la presencia del Partido Comunista, integrado a la Alianza por el Cambio y administrador de las tropelías callejeras tras la cara bonita de Camila Vallejos, una de sus jóvenes dirigentes, terminará por espantar a los electores moderados que esta vez le dieron su respaldo.

De allí los esfuerzos que ha hecho por atraerse a la DC, a la que de inmediato integró en su comando con una presencia mucho mayor de la que sus resultados electorales permitían imaginar. Debe hacerlo y apostar en adelante por un discurso de moderación, o esta Nueva Mayoría tendrá un fuerte olor a Unidad Popular, con unos decorativos destellos de centrismo demócrata cristiano. Un sueño que el Secretario General del Partido Comunista Luis Corvalán quiso hacer realidad en los años sesenta, sin encontrar ningún eco en  una DC que era, entonces, un poder decisorio en la política chilena. Si ese sueño se hiciera realidad, y las fuerzas del PC, el PS y el PPD no encontraran contrapeso en una DC dueña de sus cabales, no sería un sueño: sería una pesadilla.

@sangarccs


















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