¿Se puede fingir un país?
Escrito por Colette Capriles   
Jueves, 05 de Enero de 2012 09:55

altYa durante los lejanos años noventa, el malestar del país evocó, primeramente, la reacción "representacional" (por darle un nombre torpe): se lo narró, se lo representó

en telenovelas y se lo naturalizó como la fatalidad de "lo que somos". Pero en minoría sonaron también las voces que previeron el desenlace de esta frivolidad (tomando el término en sentido propio): al público se lo llevaría el mejor actor.

No hemos dejado de ser estructuralmente frívolos. Esto es: seguimos tomado el espectáculo por la realidad. Porque la realidad de todos los días nos obliga; nos exige. Sobre todo nos impone decisiones y responsabilidades, porque implica hacerse un juicio fundamentado sobre ella.

Y pensar, lo que se dice pensar (y hacerse responsable del juicio que uno hace, y actuar en consecuencia), no es algo a lo que nos hayamos acostumbrado mucho.

Se puede teorizar: la modernización apresurada, violenta casi, que nos transformó en dos generaciones, terminó siendo un fenómeno de utilería. Una materialidad moderna que no llegó a arrastrar consigo los hábitos de la sociedad tribal, desarraigándonos, sin embargo, del mundo que dio origen a ésta. Nuestra experiencia del mundo colectivo con apariencia moderna se volvió, pues, superficial. Frívola, lejana y "détachée".

Y nos empezamos a desconocer a nosotros mismos. Una pregunta angustiosa se repetía, sin que las respuestas académicas, literarias, artísticas o del sentido común pudieran colmarla: ¿cómo somos? ¿Por qué somos así? La pregunta misma es el síntoma.

Sobre este desconocimiento se instalaron los cimientos del poder omnímodo: se ofreció un guión para satisfacer, en un escenario, la imaginación frívola que preguntaba. Se inventó un pobre a la medida del poder.

Una imagen que resonaba no en quienes parecían ser sus protagonistas sino en los espectadores, dispuestos a engullir la mitología que, en su fatalidad, resultara más tranquilizadora que la realidad con sus preguntas incómodas.

Es por ello que el gigantesco aparato de propaganda es lo único eficaz: funciona porque en definitiva complace. Escamotea responsabilidades. Nos sume en el sueño eterno, ese en el cual lo que vemos y pensamos no tiene sentido porque el mito nos domina.

Mito, por ejemplo, como el de que el régimen goza del apoyo masivo de los descamisados y desheredados, y que sus políticas de caridad son por lo tanto infalibles. Aparte de reproducir el desprecio por la autonomía de quienes son objeto de semejante política, el mito obvia datos como los que se encuentran en la investigación de Noam Lupu, publicada en la Latin American Research Review en 2010, y que encuentra que, contrariamente al lugar común, el apoyo electoral hacia el régimen no tiene ningún sesgo de clase. Excepto para 1998, cuando la base electoral de Chávez sí presentó una desproporción de votantes pobres. El análisis incluye las elecciones de 1998, 2000, 2004 y 2006, y muestra que es entre las clases medias que se juega el apoyo electoral al régimen.

Esto, por supuesto, es otra indicación indirecta de su carácter populista-conciliador (que no excluye el elemento movilizador que siempre se halla en tensión con el primero). Pero lo que mejor señala es que la eficacia política del régimen proviene de la satisfacción de un imaginario que se alimenta de la irresponsabilidad, puerilidad y fatalismo de una sociedad que se niega a creerse a sí misma.

Este año habrá que decidirse. Entre el confort de la butaca, mirando el espectáculo, y la responsabilidad de cambiar la manera en que malvivimos.

@cocap

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