El "Inca" Valero y su esposa Jennifer
Escrito por Ignacio Avalos Gutiérrez   
Miércoles, 28 de Abril de 2010 08:23

altEl Inca Valero, nuestro último campeón mundial, no inventó la tragedia de los boxeadores. Sólo la exageró en cada paso que dio hasta hace pocos días, cuando decidió (¿dije decidió?) suicidarse.

I.
Antes, hace años,  me gustaba el boxeo.  Lo seguía por televisión y  hasta podría decirse que era un tipo medianamente entendido en el llamado deporte de las narices chatas.  Como cualquiera, sentía particular atracción por la refriega entre los grandotes, casi siempre norteamericanos y europeos, casi nunca, travesuras de la biología humana, nacidos por estos lados, solo recuerdo, como excepción, a Ringo Bonavena, un argentino que parecía toro, por lo fuerte y por lo torpe. Admiré, desde luego a Muhamad Alí (me conmovieron dos libros que escribió Norman Mailer  sobre su vida y sus combates) y también seguí de cerca a Sugar Leonard, a Alexis Arguello, al mexicano Púas Olivares y entre los nuestros a Antonio Gómez y a Leonel Hernández, éste último no sé muy bien por qué, pues siempre pareció que sí y al final resultó que no.

II.
El boxeo me atrajo mientras lo vi por televisión.  Un día, invitado por un amigo, fui al Nuevo Circo, con entrada a “ring side”. Sentado al  ladito del cuadrilátero, me topé con un deporte feroz, casi metáfora del canibalismo, que la pantalla me había hecho tragable a través de  una versión dulzona  que le disimulaba - como se sabe, la realidad mediática hace trampas – los trazos de crueldad, exhibiéndolo como un deporte casi tan pacífico como el golf. Allí, digo, cerquita de los boxeadores, hasta poderles  sentir  la respiración a partir del tercer asalto y escuchar sus quejidos, mirarles el temor en la cara hinchada y amoratada por los golpes, notar  la sangre que manaba de la cortadura encima de las cejas, oir las instrucciones gritadas por el entrenador y los alaridos sádicos del público, allí vi, así pues, un episodio bárbaro que se me hizo moral y anímicamente  inaceptable.

III.
A partir de entonces, nunca más volví a ver juna pelea.  El boxeo, un acto de brutalidad  socialmente aceptado,  puesto en escena gracias a un negocio sórdido,  con ribetes mafiosos, organizado para explotar al peleador, manteniendo, eso sí, el disfraz de unas reglas que lo “humanizaban”,  me pareció, así mismo, injusto y absurdo desde el punto de vista político.  En efecto, resultaba duro de entender que  la sociedad  se lo ofreciera a alguien  como  opción para tener una vida mejor, asumiendo que el trabajo de darse golpes con un prójimo es solo para los pobres, los únicos que, como le oí decir a un empresario deportivo, están dispuestos a soportar  el calvario como precio para cambiar su existencia.

IV.
El Inca Valero, nuestro último campeón mundial, no inventó la tragedia de los boxeadores. Sólo la exageró en cada paso que dio hasta hace pocos días, cuando decidió (¿dije decidió?) suicidarse.  Mientras tanto, Jennifer, su esposa, venía cumpliendo  su libreto, el que todavía le  toca a muchas  mujeres, a pesar de nuestras leyes, perfectas hasta en el detalle de las comas bien puestas. Lo cumplía con  lamentable precisión de cronómetro suizo, casándose a los 14 años, abandonando  la escuela apenas finalizó la primaria, teniendo su primer hijo al ratico de conocer a su pareja y convirtiéndose en madre adolescente, como otras miles de muchachas venezolanas, según rezan cifras que causan espanto.  Lo cumplía, en fin, soportando callada y sin chistar,  la violencia de su marido, hasta que éste la mató en un hotel cinco estrellas, sin que supiera ella que la mataban y sin que las autoridades  competentes tampoco se dieran cuenta de que era casi lógico que al final la mataran.

V.
En este país épico que venimos siendo desde hace un tiempo, el de las grandes batallas ideológicas y políticas, no apareció, entonces, sino apenas como aguaje, la institucionalidad  encargada de cuidar al Inca Valero de sí mismo y de proteger a los otros de sus desmanes fuera del cuadrilátero.

En un inmenso tejido de situaciones esta tragedia no ha hecho sino constatar, de nuevo ( favor no olvidar  las estadísticas anuales que recogen la violencia venezolana en sus diversa manifestaciones), que la nuestra es una sociedad de numerosas leyes y pocos escrúpulos. Una sociedad muy dada a fabricar normas a modo de simulacro, buenas para darle una apariencia de refinada ciudadanía a una realidad que a ratos ya empieza a repicar como anomia  y a amenazar como deslave colectivo.







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