Del imperio de la mentira
Escrito por Mibelis Acevedo D. | X: @Mibelis   
Martes, 24 de Junio de 2025 03:23

altEn su libro “La democracia se erosiona desde arriba: líderes, ciudadanos y el desafío del populismo en Europa” (2023),

el influyente académico estadounidense, Larry Bartels, expone una serie de hallazgos que desafían la opinión dominante en cuanto a la valoración ciudadana de la democracia. Para sorpresa de algunos, el experto concluye que hay un abismo entre las actitudes y preferencias del europeo común sobre temas como el Estado de Bienestar o la integración europea y “el alarmante retrato de la democracia en crisis”. Tras una exhaustiva revisión de datos, Bartels afirma que estos no respaldaban el argumento de que la ciudadanía se ha vuelto significativamente más desconfiada de las instituciones políticas, y que es un error asumir que retrocesos democráticos como los de Hungría o Polonia se deban exclusivamente a que la mayoría de “los votantes querían autoritarismo”.

Dichos retrocesos, dice Bartels, han tenido más que ver con ofertas engañosas de los líderes, con lo que “comenzó como partidos conservadores convencionales (…) que aprovecharon las oportunidades para atrincherarse en el poder”. En ese sentido, y aun cuando no se trata de exonerar del todo a ciudadanos engatusados por el discurso populista, lo crucial ha sido el comportamiento del liderazgo, su rol en la preservación o el desmantelamiento de instituciones y procedimientos democráticos. La disposición de élites iliberales y antidemocráticas, en fin, para aparentar, manipular, falsear hechos, mentir a los votantes e inducir al autoengaño con el único propósito de asegurar la hegemonía.

En similar línea de reflexión se inscribe el trabajo “Malinterpretando el retroceso democrático” (2024), algunas de cuyas tesis han sido rebatidas, por cierto, por Francis Fukuyama, Chris Dann y Beatriz Magaloni. A raíz de esas impugnaciones, Carothers y Hartnett, autores del mentado estudio, insisten en que la correlación entre el bajo rendimiento económico y la insatisfacción ciudadana con la democracia “resulta insuficiente como explicación del retroceso”. La democracia ha persistido en algunas economías en crisis, mientras que se ha erosionado en varias economías sólidas. “Además, los líderes que impulsaron el auge de la autocracia electoral a menudo fueron elegidos con la promesa de reformar, no desmantelar la democracia”. Acá cabe formular algunas preguntas: ¿qué llevó al desvío, cómo lo hicieron, por qué los contrapesos institucionales no funcionaron para frenarlos?

Dichas consideraciones resultan útiles, de paso, a la hora de explicar el estacazo “legítimo” que recibió la democracia venezolana en 1998. Recordemos que la retórica de campaña del entonces candidato a la presidencia, Hugo Chávez, se basó en ofrecimientos de mejora sustancial del sistema, una "democracia participativa y protagónica" que transformaría a fondo un modelo político “corrupto” y decadente para dar paso a una era de mayor inclusión y justicia social. Tras la oferta de “refundar” la república -esto es, destruir el viejo orden para implantar uno nuevo, traje confeccionado a la medida de la flamante utopía revolucionaria- se solapaba un proyecto autoritario que redujo a cenizas procesos en curso como la descentralización iniciada en los 90, la reforma del Estado, la modernización del Poder Judicial y del Congreso. A fin de posicionar esas visiones no faltó la maña proverbial del demagogo, claro está, exacerbando la prominencia de atavismos del tipo “Venezuela necesita mano dura”, pero sin dejar de explotar esa afinidad cultural que los venezolanos de fines del siglo XX manifestaban por la democracia como régimen político preferente.

Las visiones descritas coinciden en que la habilidad para el engaño por parte de factores antidemocráticos ha jugado un papel central en el declive y regresión política actual. Lo cual, otra vez, lleva al espinoso, siempre polémico terreno de la mentira política. En este sentido, no dejan de visitarnos posturas emblemáticas como disímiles. Por un lado, está San Agustín, quien en sus tratados De mendacio y Contra mendacium -invectiva esta última dedicada a los priscilianistas, secta de herejes que juzgaban lícito mentir para protegerse- describe la mentira como incompatibilidad entre eso que se sabe o se piensa y aquello que se externaliza; en otras palabras, la falta de correspondencia entre el dicho y los hechos: “dirá mentira quien, teniendo una cosa en la mente, expresa otra distinta con palabras u otro signo cualquiera”. El pecado del mentiroso, nos dice, está en el apetito y voluntad de engañar, lo cual se agrava cuando, en aras de un beneficio personal, se busca hacer daño a otro. Se trata de un mal que “no sólo nos hace sospechosos a nosotros ante ellos y a ellos para nosotros, sino que, con razón, cada hermano se convierte en sospechoso para cada hermano… mientras pretendemos enseñar la fe por medio de la mentira, conseguimos, justamente, que nadie tenga fe en nadie”.

Quien miente, por tanto, comete una iniquidad; aunque, según sus efectos, el propio San Agustín atribuye distintos grados –“dañina”, “graciosa” u “oficiosa”- a la clasificación de la mendacidad. Se diría que la mentira en política, aunque no exenta de la exoneración que contemplaban algunas de esas gradaciones, llevará a la desconfianza ciudadana, a la división y falta de armonía, impidiendo alcanzar el bien común y convirtiendo al Estado en “magna latrocinia”, banda de forajidos. No es posible administrar una república sin verdad ni justicia, piedras angulares de la sociedad civil. Con mismo espíritu agustiniano, en su ensayo Verdad y mentira en la política (escrito en 1971 a propósito del escándalo que desataron las mentiras de Nixon sobre la guerra de Vietnam, y reveladas en los Papeles del Pentágono que publicó The New York Times) Arendt afirmaba que la política, al divorciarse de la verdad, “se corrompe desde dentro y termina convirtiendo al Estado en una maquinaria que destruye al Derecho”.

En otro extremo, el del pragmatismo más carnívoro, el que instiga la lucha personalista por el poder, encontramos a Maquiavelo, quien en El Príncipe pondera el uso de la mentira y el fingimiento, vistos como avíos necesarios para gobernar de manera eficaz. El poderoso debe seguir el ejemplo del zorro, aconseja sin tapujos, “saber disfrazarse bien y ser hábil en fingir y en disimular”, mintiendo y “rompiendo sus promesas” cuando “semejante observancia vaya en contra de sus intereses”. (El mismo Platón, en su famosa alegoría de la caverna, prevenía sobre el riesgo de mostrar la verdad desnuda a quienes la ignoraban). Tal perspectiva no sólo encontró nichos idóneos en la historia de la política moderna -la famosa Razón de Estado es manifestación nítida de esa convicción- sino que, en versiones mucho menos defendibles desde el punto de vista del cálculo de consecuencias, sigue alentando a élites políticas a omitir la verdad o a deformarla a niveles impensables con tal de conquistar y preservar el poder.

Junto a Arendt, avistamos que el mayor peligro de ese ejercicio indistinto de la mentira política es que ya no se trata de hacer que la gente crea en uno que otro dato falseado o incompleto, sino de generar un específico estado mental, “garantizar que ya nadie crea en nada. Un pueblo que ya no puede distinguir entre la verdad y la mentira no puede distinguir entre el bien y el mal. Y un pueblo así, privado del poder de pensar y juzgar, está, sin saberlo ni quererlo, completamente sometido al imperio de la mentira”. La destrucción de la política vendría dada en buena medida, entonces, por el desprecio hacia la verdad fáctica para privilegiar la clase de opinión incontrastable que cultivan las tribus: esa creación de realidades paralelas que, a cuenta del respaldo mayoritario o de la sujeción incondicional a una abstracción, no admiten ni se someten a la crítica.

Conscientes de que descifrar la naturaleza de la política exige eludir el lente moralista, toca admitir que el indiscriminado uso del engaño ya aparece como problema de orden práctico para sociedades agusanadas por la patológica ausencia de la ética de la responsabilidad. Frente al tenaz envión de quienes asumen que los fines justifican los medios y se desentienden de las calamidades que esa elección implica, conviene abrazar lo que hoy luce como la más comprometida de las prácticas: desarrollar el juicio crítico y la autonomía, la facultad no sólo para poder distinguir lo correcto de lo incorrecto, sino lo que funciona de lo que no.


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