Confrontación |
Escrito por Mibelis Acevedo D. | X: @Mibelis |
Martes, 30 de Mayo de 2023 00:00 |
Para que esta surja y prospere debe existir la relación de oposición que se establece entre ideas que antagonizan y quienes las encarnan, adversarios que no pueden menos que someterse al tenso forcejeo de la competencia por el poder. Aspirar a suprimir ese conflicto de base, entonces, sería atentar contra la premisa en cuestión, sería apostar a la despolitización y sus eriales. Con polémico enfoque -el de su virulento rechazo al liberalismo como “expresión teórica de los intereses de la burguesía”- y convencido de que lo político precedía a lo estatal, Carl Schmitt va más allá. Según su óptica -como precisa Enrique Serrano Gómez- un mundo sin guerra sería un mundo sin política. Schmitt atribuía la despolitización de los conflictos sociales a la disolución de la oposición pública amigo-enemigo y la posibilidad extrema de lucha; a la reducción del enemigo real a simple competidor sometido por las leyes del mercado. Lejos de ser condición para la “paz perpetua”, nos avisa, empeñarse en negar esa oposición es factor que intensifica la lucha en las comunidades políticas y favorece el resurgimiento del “enemigo absoluto". Irónicamente, Schmitt anunciaba el fin de la “época de la estatalidad” al advertir un debilitamiento que mermaba la capacidad del Leviatán para mantener la unidad nacional, convertido así en monarca impotente (¡Ah! Sobrevino lo opuesto, el monstruo totalitario). Ahora bien: aun resueltos a alejarnos lo más posible de planteamientos que lleven a abrazar la lógica de la guerra en tanto supresión-domesticación “necesaria” del otro, la visión de “la homogeneidad inalterable del pueblo”, la deriva totalitaria, no luce menos cierto que lo político se asocia a ese juego infinito de las diferencias y los antagonismos. Acuciada por la consciencia de tal complejidad, la política contemporánea -y a ello contribuyó el auge de la democracia liberal-representativa y su serena invocación a la razón- no ha omitido tal pugna, pero sí apostado a su transformación permanente mediante el consenso. Para que eso ocurra, el reconocimiento e incorporación de la pluralidad social es clave. Sin ceder mínimo espacio a la idea de que un orden universal fuese lo que guiase la acción humana en el espacio público, Arendt contrastaba el decisionismo schmittiano (“Soberano es quien decide sobre el estado de excepción”) centrando la validez del orden jurídico particular en el Consensus Iuris que reclama toda sociedad. He allí el paso de la guerra a la política, el “reconocimiento recíproco de los ciudadanos como personas”, sujetos con derecho a tener derechos; noción sólo posible en el marco de una comunicación marcada por una dimensión intersubjetiva, un entre-nos. Es este el elemento propio del conflicto político, explica Arendt, lo que delimitaría esa relación amigo-enemigo y obligaría a abrazar la contingencia como atributo de la acción libre. Lo anterior llevaría a concluir que no cabe plantear dilemas irreconciliables entre el conflicto o el consenso, entre lo que nos separa y nos junta. La política, sin duda, es manifestación de esa dualidad, lo que además la hace transitable. El consensus iuris no buscaría abolir las previsibles diferencias que plantea la relación amigo-enemigo, sino que posibilitaría la aparición de un marco normativo común capaz de evitar su desbordamiento, ese camino hacia la violencia y el daño irreparable que presupone un antagonismo sin contención alguna. Precisamente, la dinámica electoral abona el terreno para que ese conflicto político, ese juego infinito de las diferenciasse desarrolle, y en virtud del cual los actores acaban organizándose y operando como bandos enfrentados en un campo de batalla. Uno simbólico, construido a partir de representaciones, sometido a un deber-ser que apunta a sublimar la hostilidad y trueca la insurrección por adaptación; pero campo de batalla al fin. Aunque pretendamos algo distinto, habría que convenir que los pactos de no-agresión tropiezan acá con límites y objetivos que hacen casi imposible avanzar sin pensar en empujar al contendor. Sería ingenuo, por tanto, exigir buenos modales a quienes concurren a estos espacios con genuina hambre de poder. Entrar en ese implacable juego de identidades supone asumir las consecuencias, la posibilidad de salir roto o fortalecido… ¿cómo lidiar con esa certeza y, al mismo tiempo, aspirar a construir un eventual entre-nos democrático, la unidad capaz de borrar las huellas de la canibalización en curso? Las elecciones -sobre todo en democracias funcionales- parecen brindar algunas oportunidades para conjugar ambas dimensiones. Incluso tratándose de eventos moderados por el consenso procedimental, pesa sobre ellos la lógica del pluralismo agonista, la lucha por la hegemonía entre proyectos alternativos, el conflicto y la vigorosa contienda que se despliegan a expensas de las instituciones. A sabiendas de cuán vulnerables pueden ser ante la tentación demagógica y el personalismo populista, importa preguntarse: ¿cómo añadir valor a tales procesos? ¿Cómo asegurar que los contrapesos que invoca el consensus iuris generen cambios desde la hostilidad de base al acuerdo para la representación efectiva? Tales asuntos resultan especialmente sensibles para venezolanos carentes de democracia, en momentos en que la irrelevancia y el extravío parecen copar el panorama político. Pero quizás la clave para deshacer algunos nudos y conjurar los peligrosos vacíos antidialógicos esté precisamente en no temer a esa tensa, necesaria confrontación. Esto es, atreverse a echar buena leña al fuego del debate, desarticular los mitos, promover la contienda no entre personas sino entre ideas que antagonizarán inexorablemente, y que tarde o temprano nos instarán a elegir entre sus portadores.
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