Interioridades |
Escrito por Siul Nagarrab |
Domingo, 09 de Diciembre de 2018 16:46 |
Hay quienes aseguran que nuestras clases medias, relacionadas con los servicios, el comercio al detal y los gobiernos locales, siempre fueron modestas, precarias y reducidas, pero – después de la primera bonanza petrolera – se hicieron tan consistentes, y prósperas, como vanidosas. No había novedad importada que no sirviese de insignia navideña, por ejemplo, siendo tan fundamental la vestimenta, la bisutería, los perfumes y colonias, como el cambio de modelo, al menos, cada dos o tres años, al pagar el último giro del automóvil de agencia. Si no era cirujano, abogado o ingeniero civil, lo parecía, alcanzando un buen estatus como visitador médico, gestor o albañil que, por cierto, por más que sus ingresos resultaban a la postre muy superiores, no conoció el propietario y el propio avance de las busetas urbanas, empecinados en equipar lujosamente una casa que continuaba siéndolo, en la punta de un cerro de barriada popular. Todos tenían por común denominador, la pinta: esto es, mantener sagradamente la moda de una vestimenta de marca, así descubriesen que el bluyín tan afanosamente ostentado proviniese de una maquila centroamericana. Dieta de Maduro aparte, en los últimos tiempos, la mesocracia cuida celosamente los peroles que le quedan y, si bien no logra reponerlos, intentando vender los menos posibles para sobrevivir, procura una mayor preservación posible aunque todo el mundo entienda que un golpe a la latonería es normal, la anchura de solapa de un saco es aceptable cuando los fluxes vuelven a la moda de los sesenta, las gafas negras ya sin marcas todo un cumplido, el viejo móvil celular un himno a la supervivencia, o la decoloración moderada de la ropa una sutileza comprensible. Empero, hay cosas que no se ven para el radical testimonio de un empobrecimiento que se soporta estoicamente, como el zurcido invisible de los zapatos remendados, el más grosero de las puntas de los calcetines Chachachá y la ropa interior que vale, aún más, que la exterior, por lo demás, difícil de colocar en una ya habitual venta de garaje. Secreto de hogar, sólo por un caso de emergencia médica, una de esas vicisitudes fecales que obliga a emplearlas para abandonarlas en un anónimo cesto, o – una situación más señera – el encuentro inicial de los amantes que se descubren en un hotel de horas, las pantaletas y los interiores surgen como una suerte de radiografías de la pobreza que hace su llamado implacable. Las interioridades ya no tienen la marca que alguna vez prestigiaron a los enfundados, están remendadas con desesperación, desteñidas y agujereadas las piezas que, por algún asco que produzca, no pueden lavarse a diario, faltando el agua y el detergente demasiado encarecido. Simplemente, no se ve el soporte de senos y testículos, por lo que, esta vez, pareciera que el ahorro impuesto es el del propio sudor: tetas y bolas que se sobrellevan envueltas en una tela de algodón o material sintético que no merece los honores de una caja del CLAP. Y tampoco de alguno de estos bonos populistas y, menos, cuando se cumplan con los últimos comicios, los faltantes del régimen, porque igualmente de caros se pusieron los sostenes y pantaletas, como los interiores y guardacamisas para un asunto que ya es tabú. |
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