Fin de la primera parte
Escrito por Rómulo Ruiz Sandoval   
Miércoles, 04 de Noviembre de 2009 06:15

altHubo una época, no tan lejana en el tiempo como en ocasiones pareciera, donde los grandes gurús económicos llegaron a la conclusión de que el tiempo de debate había terminado y proclamaban a los cuatro vientos el fin de la historia. La caída del muro de Berlín y el colapso de la Unión Soviética parecían indicar el comienzo de una era de hegemonía global, bajo el manto del modelo impulsado por el Consenso de Washington. Muy poco tiempo tardó la burbuja en explotar, y Venezuela no fue la excepción. Los estallidos sociales no previstos por los tecnócratas, esa esquiva variable humana que no puede ser cuantificada, esa pequeña gota que termina por rebasar el vaso, terminaron derrumbando el frágil castillo de naipes.

El mercado no es bueno o malo, simplemente es. Las energías productivas de el emanadas eran reconocidas por el mismo Marx como fuerzas colosales, inimaginables en el pasado, y su poder generador de riquezas no creo que tenga discusión. Pero la piedra en el camino llega a la hora de la distribución de esas riquezas creadas, donde el mercado se ha mostrado francamente ineficiente, trayendo como consecuencia la inequidad y finalmente el mencionado y temido estallido social. Y como si esto fuera poco, hay que sumar el carácter depredador del mercado a la ecuación, que termina llevando a la consolidación de monopolios que deforman por completo la economía, acabando con la competencia.

Si a mi me preguntan, en medio de mi ignorancia, respondo que el quid de la cuestión no yace en la avaricia del empresario, como quiere hacer ver la vieja izquierda, o en misteriosas manos invisibles, como religiosamente creen los neoliberales, sino en el conocimiento de la naturaleza del mercado, y como de este se puede convertir en un factor distorsionador de la libertad, tanto individual como colectiva.

Para aclarar un poco, usemos un ejemplo que, aunque simplista, puede ser bastante ilustrativo. En el país Mercadonia, cuya economía carece de cualquier regulación estatal, tanto en lo ambiental como en lo laboral; hay tres empresas dedicadas a la manufactura de sombreros. Al no haber restricciones, inevitablemente una de las empresas empezará a reducir los salarios al mínimo posible, recortar costos en seguridad, verter desechos en localidades cercanas, y toda una serie de medidas que impliquen minimizar los gastos. Las otras empresas se verán en una encrucijada: asumir esas mismas medidas, o perder la capacidad de competir y quebrar. Y esa decisión no la toma ni el tecnócrata ni el empresario sino el mercado depredador mismo, es la supervivencia la que prima.

Esto pasó en gran escala durante la gran crisis bancaria. La debacle empieza en el 2001, cuando colapsan en la bolsa las .com, y Alan Greespan impulsa la reducción drástica de los tipos de interés. Como consecuencia, los bancos ampliaron su cartera con hipotecas destinadas a familias de escasos recursos y baja posibilidad de pago, las llamadas subprime. Por ser de alto riesgo, los intereses para las familias eran altos, pero como el mercado de bienes raíces estaba en ascenso siempre quedaba la posibilidad de vender la propiedad sobre el precio de la hipoteca, pagando la deuda cómodamente.

Pero ocurre que en estas operaciones los márgenes de ganancia para las entidades bancarias eran mínimos, por lo que se hacía necesario masificar la operación para obtener beneficios importantes. Pero existía un detalle: la regulación de Basilea. Esta limitaba el número de hipotecas que una institución podía dar, ya que colocaba un límite a los créditos ofrecidos en una determinada proporción de su capital. Pero había un pequeño agujero en esa red de seguridad. Los bancos idearon una estrategia donde se apoyaron en una herramienta, los fondos de inversión paralelos (o conduits), que ellos mismos creaban y a su vez compraban dichos créditos. De esta manera los bancos liberaban la cuota de créditos y se saltaban la regulación, mientras volvían a prestar el mismo dinero de nuevo. Estos fondos, a su vez, reempaquetaban y vendían los créditos a bancos de inversión, con raitings de bajo riesgo. Y al mismo tiempo, los bancos de inversión usaban estos paquetes como respaldo para pedir créditos adicionales. Es decir, que esta gran cantidad de operaciones tenían como base las débiles hipotecas subprime. De nuevo el castillo de naipes.

Pero un día la burbuja inmobiliaria estalló. Los precios de viviendas comenzaron a bajar. Las personas, en lugar de vender la vivienda para pagar la hipoteca, devolvían la casa, para no perder dinero. La morosidad se disparó, y los activos garantizados por esas hipotecas fueron catalogados como tóxicos, y al estas haber sido empaquetadas en incontables ocasiones no se sabía a ciencia cierta donde estaban ni cuales eran. Al dispararse la desconfianza, los bancos dejaron de prestarse dinero entre ellos. Los tipos de interés interbancarios aumentaron, y con ellos los pagos mensuales no solo de las hipotecas subprime, sino todas. Muchos no pudieron pagar sus deudas. Las aseguradoras tenían que responder por lo asegurado, pero no tenían con que. Así quiebran Fannie Mae, Freddie Mac, Bear Sterns y AIG.

Al mismo tiempo, los bancos de inversión que habían empleado estos paquetes tóxicos como garantía (Merril Lynch, Lehman Brothers), según la regulación de Basilea, cuando el valor de estas bajara debían reponer la cantidad con la venta de otros activos. Pero en medio de la crisis nadie quería comprar, por lo que les tocó vender a precio de gallina flaca, aumentando aún más las pérdidas, obligándolos a vender aún más y llevándolos a la quiebra.

¿Entonces, donde estuvo el problema? En los agujeros teóricos dentro de las regulaciones. El que no entrara en el juego, aún a sabiendas que el castillo podía derrumbarse como finalmente pasó, quedaba en desventaja, y terminaría absorbido por otro. Es por esto que hay que ponerle la correa al perro, dirigir esas increíbles fuerzas creadoras con regulaciones concretas para evitar que el tren se descarrile, un modelo global donde coexistan Estado y mercado, como las sólidas socialdemocracias nórdicas.

Sinceramente no tengo manera de medir la certeza de mis planteamientos, más allá del campo de lo abstracto. De lo único que estoy seguro es que el debate apenas comienza, solo hemos vivido el fin de la primera parte.


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