Cantos urbanos
Escrito por Alirio Pérez Lo Presti | X: @perezlopresti   
Viernes, 16 de Marzo de 2018 06:05

altEn cualquier plaza cercana a una estación del metro de cualquier ciudad latinoamericana nos podemos encontrar  a un venezolano tratando de ganarse la vida.

Vendedores ambulantes de arepas rellenas con carne mechada, empanadas de pabellón criollo, patacones con los mejores plátanos seleccionados o la más fina hallaca, forman parte de la urbanidad de las principales capitales. Por la forma de caminar y la deslumbrante belleza, las venezolanas impresionan en cualquier lugar en donde intentan salir adelante. El buen tono y la ligereza en el hablar marcan lo masculino. “-Los venezolanos son de sangre ligera”, es la consigna que en muchos casos califica nuestro gentilicio.

Mientras caminaba por una calle cercana a una plaza contigua a una estación del metro de una ciudad suramericana, atareado por diligencias por hacer y compromisos por atender, me detuvo la maravillosa voz de una jovencita cantando “-La vaca mariposa”.  Era la señal de una joven educada en una academia de música que acompañada de dos muchachas más, una con un cuatro y otra con un violín, interpretaban la famosa canción de Simón Díaz y literalmente le quebraba el alma a cualquiera.

Era por demás emotivo ver cómo cada venezolano que pasaba caminando frente a ellas, tropezaba al escuchar tan bello canto y sin disimulo, las lágrimas le rodaban por las mejillas. El llanto al escuchar la insigne canción era un motivo que hundía en una nostalgia visceral a cada oyente. No pude evitar sentir gran emoción al ver a esas tres muchachas, cantando en la calle a la espera de algunas monedas que los transeúntes le arrojaban en una pañoleta sencilla que habían colocado frente a ellas.

Parecían recién arribadas, y la sensación de susto y gallardía estaba a flor de piel en cada una. Trigueñas tipo color de mi tierra, tenían una mirada que emanaba alegría y parecía como si estuviesen viendo a lo lejos, a muchas leguas de distancia, por no decir que eran visionarias del futuro de un país que ha puesto su brújula en un talento que va cundiendo a lo ancho y largo del planeta. Desde profesores de educación física en Noruega hasta latoneros en Quito.

Lo cierto es que me emocioné al punto de que coloqué con delicadeza las monedas que cargaba en el bolsillo y sin que dijese que era venezolano, las tres jóvenes en coro, me dijeron: “-Que Dios lo bendiga, paisano”. Me quedé pensando cómo se dieron cuenta que era del mismo origen y apurando la marcha, me dirigí al metro. No terminaba de llegar al final de la escalera eléctrica cuando me percaté que le había dado todo el dinero que cargaba en el bolsillo y sin más, me había quedado sin un centavo para pagar el tren. Entonces pensé que lo “botarata” no se me ha quitado y en vez de calderilla, les había dado a las chicas esa cantidad por ser venezolano y no medir el dinero, pues así soy, y entiendo la vida por haber nacido en el país más rico de la tierra, que por extraña desventura se encuentra pasando por una situación compleja.

Me revisé hasta lo más profundo de cada bolsillo del pantalón y la camisa y nada que tenía la cantidad suficiente para pagar el boleto del metro. Por un segundo pensé en pedirle la devolución de las monedas a las muchachas, pero fue un pensamiento tan raro que desapareció de golpe. Miré el mapa de la ciudad en una cartelera de la estación y si me iba caminando, tardaría unas cuatro horas y me atraparía la profundidad de la noche.

Sin más por decidir, me dispuse a caminar, cuando una pareja de ancianos se me acercó con una sonrisa de oreja a oreja. Con timbre y tono de voz sureño me explicaron que se habían detenido a ver a las muchachas venezolanas cantantes, las cuales se ubican en ese mismo lugar al caer la tarde de cada día desde hacía varias semanas, que vieron cuando les coloqué las monedas en el paño y que caminando despacio, me alcanzaron en el metro y se habían dado cuenta que me había quedado sin dinero.

Con la mayor amabilidad me compraron un par de boletos y me felicitaron por mi generosidad. El viaje largo con el par de abuelos me permitió enterarme que habían vivido en Venezuela por allá en la década de los setenta, como consecuencia de los jaleos políticos de sus países y me invitaron a visitarlos el fin de semana para prepararme unas arepas que tienen a bien hacer como costumbre heredada de una tierra que fue amable con ellos.

De generosidad en generosidad vamos tejiendo una maraña de solidaridad entre quienes pasan por la penuria de perder su nación y sentir que pueden ayudar a otros a reencontrar su camino. Ahora tengo un par de amigos en un país latinoamericano cualquiera que se preocupan por mí y yo por ellos, en un acto de infinita bondad que reconcilia a cualquiera con el género humano.

De Simón Díaz y de La vaca mariposa tenía mi más profundo afecto; ahora ese cariño lo relaciono con venezolanos que luchan, perseveran y sobreviven ante las fuerzas duras de una existencia en donde la pareja de encantadores ancianos ya es parte de mí.

 


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