El censor tuerto
Escrito por Antonio Cova Maduro   
Miércoles, 08 de Julio de 2009 06:27

altA nuestro Censor poco le importa atropellar al derecho si con eso complace al lado izquierdo. Tan importante era para la antigua Roma la necesidad de tener al día el conocimiento de la cantidad de pobladores, así como su ubicación territorial y social, que periódicamente censaban a todos los habitantes, y para garantizar esta labor, que imaginamos un tanto fastidiosa, crearon un magistrado al que llamaron Censor.

Como suele suceder, el census tuvo como función garantizar un relativo control de la población, lo cual, como era de esperarse incrementó el poder de un funcionario que, en sus inicios parecía tener una tarea inocua y, por lo tanto, con muy poco poder. La función del cargo crecería hasta niveles que hoy nos parecen muy contemporáneos: la amplia supervisión del comportamiento de la gente. Guardianes de "la moral y las buenas costumbres", para decirlo en dos platos.

A este funcionario tocaba, eso parece obvio, el aplicar sanciones en caso de falta por parte de los ciudadanos -era la llamada nota censoria que tenían la potestad de expedir; éstas iban desde la crítica pública hasta la pérdida de la ciudadanía y el exilio. Nada de extraño que llegase a ser un cargo de enorme importancia y que les diesen el título de sanctissimus magistratus, además del privilegio de no tener que rendir cuentas ante nadie.

En el mundo actual sólo se estilan funciones y funcionarios de ese carácter en el mundo musulmán, en el que el fulano Ministerio para "la preservación de la virtud y persecución del vicio" de los saudíes ha pasado desapercibido gracias a su escandalosa y activa presencia entre los talibanes de Afghanistán. En ese mundo, empero, es una función tan conectada con el ámbito religioso que lo que logra en el campo político muchas veces pasa agachadito.

En las muy poco religiosas dictaduras de América Latina, las tareas del censor se limitaban a garantizar que ninguna opinión contraria al dictador y sus políticas apareciese públicamente. Entre nosotros, la verdad sea dicha, no hubo el fervor moralizante que caracterizó a la dictadura fascista de Franco. Los devaneos y desatinos de esa índole no le quitaban el sueño a los gorilas del continente.

Hasta que apareció este arroz con mango (o si prefieren, el término que le endilgó Paulina Gamus: mondongo ideológico) de una autocracia militar con su baño de "izquierda exprés", empeñada en llevar a cabo una supuesta revolución que ella misma bautizó como "socialismo", donde cualquier tontería que hasta un inocuo alcalde lleva a cabo es presentada como " obra socialista".

Y como este mondongo se empeña en aderezarse con elecciones y otras parafernalias propias de regímenes democráticos, hace cabriolas para garantizarse el control de la población que no parezca tal. Naturalmente que toda esa esmerada "puesta en escena" dependerá de que el régimen no se vea en apuros y precise recurrir a métodos más expeditos y contundentes.

Consciente de tal necesidad y esmero correspondiente, los venezolanos fuimos sorprendidos con la espectacular aparición del Censor. Y de uno de cuerpo entero, quien no sólo se arroga la tarea de "velar para que no se propicie ni genere angustia y pánico entre la población" (algo parecido al que al presente están padeciendo los argentinos, luego del criminal ocultamiento de la temible epidemia de gripe, que los Kirchner se esmeraron en garantizar antes de las elecciones), sino que va más allá.

Quiere saber, e impone que se le confiese, de dónde salen los recursos para defender la propiedad de los venezolanos.

Nuestro Censor, pues, va más allá del mero callar a los medios: se trata de obligar a que cada venezolano le informe, abundantemente, de la proveniencia de sus recursos; y de asumir la potestad de conceder la "gracia" de que sólo puedan informar los Medios que el régimen permita.

La repugnancia que produce el oír semejantes pretensiones de parte de un Censor a quien nadie ha nombrado ni mucho menos legitimado, no debe ocultarnos la magnitud del atentado contra las libertades que eso implica y de los propósitos últimos que oculta.

En medio de esto hay algo gracioso: nuestro Censor es tuerto. No ve por el ojo izquierdo, o mejor, no ve a su lado izquierdo. Su severidad y rigor se ceba del lado derecho. Y en un sentido amplio: poco le importa atropellar al derecho si con eso complace al lado izquierdo. ¿Será una consecuencia del defecto? Según el DRAE, a tuertas significa "hacer las cosas al revés de cómo deben hacerse".

Si es así, nos toca hacerlas al derecho y en voz alta. A la consistencia del Censor responder con la nuestra. ¡Y que conste!


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