La ley palmeta
Escrito por Simón García   
Miércoles, 02 de Septiembre de 2009 08:28

altNo comparto los ataques conservadores a la Ley. Tampoco las descalificaciones fundadas en viejas trifulcas ideológicas que tienen más que ver con la lucha contra el gobierno que con la aspiración general a tener una legislación educativa democrática y avanzada. La resistencia responsable a la nueva normativa exige argumentos veraces para fortalecer la comprensión sobre lo que hay en ella de bueno y lo que contiene de terriblemente pernicioso. 


Es sintomático que los sectores oficialistas estén convirtiendo la defensa de la Ley en un pretexto para hostigar, reprimir y debilitar a la oposición. Una reacción que han tenido que acentuar sin respetar que en la creciente refutación social participan padres y representantes que en otros aspectos mantienen su simpatía hacia el gobierno. 


No hay que ignorar que los dirigentes del gobierno son quienes insistan en vincular la ley de educación con la edificación de una sociedad espejo del socialismo que existe en Cuba. Mensaje que además  de su aire provocador intenta colocar el debate donde más le conviene a la  ya tradicional estrategia polarizadora del Gobierno.


Tampoco es casual que los defensores inteligentes de la ley, que los hay aunque cueste admitirlo, difundan la especie de que se está reproduciendo una actitud similar a la que se produjo ante la Constitución bolivariana y que el rechazo se convertirá en defensa cuando se comience a aplicar la ley. 


El razonamiento busca sacar el debate del campo pedagógico y fijarlo en la confrontación estrictamente política. Lo que les interesa es continuar separando y enfrentando a los venezolanos.  No les conviene que se recuerde que ha sido el propio Gobierno quien se alzó contra la Constitución al aplicarla a su conveniencia y violar sistemáticamente sus normas. 


El primer motivo de alarma democrática es que la ley haya sido producto de una mala praxis parlamentaria. El hecho de no cumplir con las dos discusiones reglamentarias, el descarte de una formulación consensual y la evidente ausencia del debate bastarían para considerarla legalmente írrita y cívicamente inconveniente. Ninguna reforma que, pensada desde la cúpula, sea impuesta autoritariamente puede aspirar a promover valores deseables. Menos si va dirigida al ámbito educativo donde el ejemplo es tan decisivo. 


La existencia de elementos positivos como la extensión del año escolar a 200 días hábiles o el darle debida relevancia a la atención de personas con necesidades educativas especiales  no puede ser un pasaporte para consagrar retrocesos  o encubrir la amenaza de cambiar aprendizaje por adoctrinamiento.   


Lo más lamentable es que se frustró la oportunidad de consagrar legalmente los nexos entre equidad y calidad educativa, definiendo los medios concretos para incentivarlas y evaluarlas dentro de un esquema de igualdad de oportunidades.


En vez de alentar la autonomía y la creatividad de docentes y escolares se retorna al modelo centralista y al currículo rígido. En vez de asegurar una comunidad para el aprendizaje activo se favorece la injerencia de agentes sociales no pedagógicos en procesos relacionados con la gestión del saber. En vez del cultivo de la comprensión crítica del entorno próximo y la sociedad, se avalan visiones regresivas, similares a las idolatrías que estimulaban las viejas dictaduras militares.


La escuela debe seguir siendo un espacio para aprender a ser, a crear y a convivir. No una celda para reproducir la servidumbre a cualquier sistema de producción o la conformidad con un determinado régimen de control político, cuyo primer interés es crear las bases para su perpetuación.     


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