Almuerzo en el jardín
Escrito por Milagros Socorro (periodista)   
Domingo, 05 de Julio de 2009 16:25

altLa abeja ronda el contenido de la busaquita. Es verano y, mientras los estudiantes están de vacaciones, es sometido a reparaciones el enorme campus de la American University, con sede en Washington, muy cerca de la Embajada de Venezuela, ubicada en la avenida Massachusetts de la capital estadounidense. 

En los folletos informativos de la universidad puede verse a los bachilleres acostados en la grama, apoyados en los codos y concentrados en sus papeles. La imagen corresponde a la realidad, cuando el clima es propicio los jóvenes se echan en la hierba, que apenas amortigua sus carcajadas. Pero estos hombres no están sentados en la espléndida alfombra vegetal sino en un recodo de la caminería que irriga el campus. Unos metros antes de llegar a su lado me alcanza el sonido del español (como botones batiéndose en un frasco forrado de fieltro). Son jóvenes y están contentos de compartir el almuerzo envuelto en estraza. Me detengo a conversar un ratico. Son obreros sin calificación. Acarrean objetos pesados, suben y bajan de una camioneta descomunales rollos de cable. Comen y hablan a la vez. Arrugan los ojos para verme. Son centroamericanos. Media docena; y todos tienen entre cuatro y ocho años de haber llegado a los Estados Unidos. Casi todo ese tiempo, contratados por la misma empresa.

La procedencia, el tiempo de exilio y la continuidad con el empleador se repite con las muchachas enviadas por la empresa de catering y por la compañía de aseo que presta mantenimiento a las instalaciones culturales de la universidad. Todas nacieron en el istmo y también tienen, en promedio, unos cinco años en Estados Unidos. Se trata de gente joven, guapa para trabajar, disciplinada (visto que han conservado su trabajo por años), dispuesta a muchos sacrificios para hacerse un futuro… pero en su país no hay lugar para ellos: no recibieron educación, no hay plazas de empleo, no hay posibilidad de inserción en el entramado laboral ni siquiera echándose fardos al hombro o puliendo pisos. A todos les hice la misma, última, pregunta: ¿ha valido la pena? Y la respuesta unánime, tras breve titubeo que abre la celosía al paisaje del desarraigo, el bilingüismo como trauma y la condena a la condición de extranjero, es: “sí, por los niños”. Sus hijos, nacidos en territorio norteamericano, tendrán educación y muchas más oportunidades que ellos, víctimas de un Hiroshima social que ha aventado miles de latinoamericanos fuera de sus países y los ha relegado al closet de las escobas del mundo desarrollado.

De vuelta en Venezuela, la mañana que tenía planificada para el descanso se ve rasgada por llamadas de amigos. Los militares le dieron un golpe de Estado a Zelaya. Venga a prender el televisor (de último en la escala de las preferencias dominicales). Y, aparte de las maneras del derrocado presidente hondureño, (una especie de mariachi de Maicaoteclán, de muy precario discurso y estampa de matiné), me llama la atención Tegucigalpa o, mejor, ese solar donde unas cuantas personas van y vienen, que estuvo todo el tiempo en la pantalla. Pero, bueno, ¿es que no hay más nada que mostrar de Tegucigalpa que ese erial encementado? ¿Dónde está el país? ¿Dónde está la infraestructura, no sé, los lugares?  Tegucigalpa es una capital. De un pequeño país muy pobre. Pero capital, al fin. No puede ser que el único escenario de los hechos sea esa cancha inacabada donde no hay ni algo ecuestre para remedio.

Honduras lo que tiene es gente; y cada año se le va por millares. Pero nada de eso resulta visible para los gobiernos y organismos multilaterales que en cuestión de minutos lo amenazaron¡con un bloqueo! Por qué les indigna el indignante evento de un golpe militar y no los espanta la espantosa precariedad económica y social de un país cuyo principal producto de exportación son manos para aferrar lampazos y bocas para balbucear lenguas ajenas.

Lo que se “defiende” en Honduras es una de esas –nuestras- democracias sustentadas exclusivamente en el poder ejecutivo, fachada que mal esconde la fragilidad institucional –cuando no la abierta sumisión del resto de los poderes a aquél-. La democracia hondureña y la de todas las naciones que dejan la puerta abierta por las noches para que se les vayan los jóvenes, son, en realidad, un final feliz para una tragedia que dista mucho de haber terminado.


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