Unidad y reunificación: mirando al futuro
Escrito por Antonio Sánchez García | @sangarccs   
Martes, 23 de Junio de 2009 23:50

La inmoralidad, el peculado y la peor y más siniestra de nuestras taras genéticas, el saqueo de los dineros públicos para provecho personal, se han vuelto a enquistar en el cuerpo malherido de nuestra vida pública

 

A Pompeyo Márquez, inspiración de las nuevas generaciones

 

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No existe una sola razón suficiente que explique la insólita división que sufren hoy las fuerzas opositoras que militan en los diversos partidos políticos democráticos. Lo que fuera el campo de la socialdemocracia – AD y el MAS – se ha subdividido en, por lo menos, cinco medianas o pequeñas agrupaciones: AD, ABP, UN NUEVO TIEMPO y PODEMOS. Si se les agrega BANDERA ROJA Y LA CAUSA R, originalmente distantes de la ideología socialdemócrata pero hoy por hoy agrupaciones políticas orgullosas de su talante y compostura democráticas, tenemos un archipiélago de agrupaciones que comulgan con los mismos principios, poseen los mismos anhelos, se sienten identificados con la misma causa y quisieran aportar a la construcción de la Venezuela democrática y social con el mismo entusiasmo. ¿Por qué está insólita y dolorosa división?

Lo mismo o parecido sucede en el campo del socialcristianismo. Las fuerzas que en el pasado se sintieran representadas en el Partido Socialcristiano Copei se subdividen hoy en COPEI, PRIMERO JUSTICIA, PROYECTO VENEZUELA, CONVERGENCIA Y ALIANZA POPULAR. ¿Alguna razón de peso que explique ese parcelamiento que no corresponde a intereses propiamente ideológicos o doctrinarios, sino a legítimas aunque extemporáneas ambiciones y aspiraciones individuales?  Ninguna. Ese poderoso campo de la articulación de intereses particularmente de nuestras clases medias, de nuestros profesionales y empresarios, hoy crecido al fragor de la vertiginosa toma de conciencia de nuestra sociedad civil, debe confluir en una unidad superior que al mismo tiempo que reagrupe las fuerzas, las oriente hacia el logro de los anhelos de paz, de prosperidad, seguridad y justicia que late en el seno de la sociedad venezolana.

De allí que esta Mesa Unitaria, surgida al empuje de necesidades políticas perentorias, sea extraordinariamente oportuna y tenga un inmenso camino por recorrer. No sólo reconquistar los espacios institucionales hoy usurpados por el régimen y permitir la transición hacia un gobierno auténticamente democrático, de todos y para todos. Sino diseñar los próximos cien  años de nuestra vida social, económica, cultural y política. En lo inmediato, sentar las bases de la Nación que queremos y nos merecemos y terminar por transitar al siglo XXI, que espera por nosotros tras esta siniestra recaída en las tinieblas del siglo XIX.

Ese país del futuro, esa Nación de pantalones largos, libre de las rémoras de atavismos y prejuicios y libre de la roña ideológica de un trasnochado pasado revolucionario, no será posible sin la reunificación de ambas familias y la capacidad no sólo de reagruparse, sino de crecer y asimilar los nuevos afluentes de un pensamiento liberal, progresista, al día con las pulsiones y necesidades de la globalización.

Es la unidad que el siglo nos exige. Honrémosla.

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La gravedad de esta balcanización de las fuerzas políticas venezolanas y la profunda crisis moral de nuestra sociedad no obedecen a la acción consciente de quien ha terminado disfrutando de sus perversos efectos. Él es antes bien su producto. Tales males expresan una suerte de harakiri de las élites venezolanas y un grave traspié de nuestra sociedad civil. No ha sido Hugo Chávez el inductor de esta sísmica fragmentación, así haya servido objetivamente a sus propósitos de aplastar a las fuerzas democráticas, vaciar de contenido a nuestras instituciones y entronizar un régimen totalitario siguiendo la máxima cesariana de dividir para imperar. El ha sido su principal beneficiario y su gran causahabiente. Esa división es producto de la grave crisis del sistema de dominación puntofijista, acelerada tras del Caracazo y el golpe de estado del 4-F; de la anti política promovida desde la inconsciencia nacional que se convirtiera desde entonces en consigna mediática y corrompiera las bases del espíritu democrático de nuestra sociedad civil y de la irresponsabilidad con que el liderazgo tradicional – no sólo el político, sino el académico, el jurídico, el empresarial - enfrentara dicha crisis y se entregara, casi sin luchar, a los designios de un auténtico arrebatón fascista a nuestras instituciones. Expresa una grave enfermedad social que nos afecta en nuestra fibra más íntima y que estamos padeciendo en sus más dolorosos efectos.

Así suene paradojal y doloroso: esta balcanización y los siniestros efectos concomitantes  los hemos provocado nosotros mismos. Y no los superaremos sino con nuestro propio esfuerzo. Suerte de castigo y penitencia por nuestra grave irresponsabilidad. Requieren de una pedagogía política que sólo nosotros podremos saldar con sensatez, sentido histórico y entrega vital a un gran proyecto de reconstrucción nacional. No será la primera ni la última vez que un pueblo se hunda en los abismos y se recupere para levantarse de sus propias ruinas para reconstruir su presente y su futuro. Guardando las debidas distancias, la maravillosa obra de reconstrucción social, política, económica y cultural de Japón y Alemania, de Italia, Francia y España nos sirven de arquetipos ejemplares. Si ellos, que se hundieran en los desastrosos efectos del fascismo y vivieran la más grave crisis existencial de sus historias, pudieron reconstruirse y alcanzar los altos niveles que hoy viven, ¿por qué no nosotros?

Todavía hoy rige en las universidades y en las diversas instituciones que estructuran y fundamentan los valores éticos y morales esenciales de dichas sociedades el impulso autocrítico, verdaderamente regenerador de la vida espiritual de esos pueblos. Será nuestro correctivo, nuestro impulso vital y nuestra penitencia: preguntarnos por las causas de nuestro extravío, enfrentar el peso de las taras que nos empujaran al abismo y comenzar a edificar los correctivos capaces de volvernos a enrumbar por la senda de la democracia afincada por la generación del 28 en una gran cruzada civilista, anticaudillesca y antimilitarista. Poniendo la honestidad y el sacrificio en la función pública los valores esenciales de nuestra convivencia democrática.

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Tuvieron que pasar treinta y seis años desde esa maravillosa y primera gran expresión de civilidad para que su principal protagonista, el joven Rómulo Betancourt, ya con dos experiencias de gobierno a cuestas, sobreviviendo a atentados y golpes cuarteleros propiciados por quien desde La Habana desestabilizaba la región y pretendía imponer un imperio totalitario bajo su férula pudiera señalar en su último mensaje presidencial, con humildad pero con manifiesto orgullo: “Terminado mi mandato, yo mismo y quienes conmigo han colaborado en los rangos superiores de la administración pública, estamos en plena capacidad de demostrar, ante cualquier organismo o entidad, pública o privada, que ni un solo bolívar de los miles de millones que hemos administrado se nos quedó en las manos, para beneficio propio.”

La inmoralidad, el peculado y la peor y más siniestra de nuestras taras genéticas, el despilfarro, la malversación y el saqueo para provecho personal de los dineros públicos, se han vuelto a enquistar en el cuerpo malherido de nuestra vida pública. Asombra que los dos males a los que más temía Betancourt al comienzo de su mandato, hace exactamente medio siglo: la corrupción y el castro comunismo, se hayan re enquistado en el cuerpo social venezolano de la mano de un militar golpista e inescrupuloso, quien además reabre la herida sangrante del cáncer congénito a la república desde los tiempos de su nacimiento: el militarismo.  Y hace del sometimiento y el vasallaje de la sociedad civil proyecto de Nación.

Guardando las debidas distancias, volvemos a los comienzos de nuestra democracia. Debemos enfrentar los viejos males, ampliados a discreción por la desenfrenada ambición de un caporal dotado por la fortuna con unos recursos verdaderamente gigantescos. La corrupción de los funcionarios – civiles y militares - se ha cebado del Estado y al saqueo a nuestras finanzas se suma el saqueo a las instituciones. Venezuela vuelve por sus peores fueros. Sólo una revolución moral, el pleno restablecimiento de la ética en el manejo de los asuntos públicos y el severo castigo a los asaltantes enmascarados de socialismo podrá volver a enrumbarnos por la senda del entendimiento, la justicia, la paz y el progreso.

No deja de ser una cruel y sangrante metáfora de estos tiempos de tinieblas que el hijo y nieto de un ladrón y saqueador de los dineros públicos, condenado en 1936 por la justicia bajo el gobierno de López Contreras por ladrón de sellos fiscales, carretas, camiones, rejas y tejas de la gobernación de Barinas que le encargara el dictador Juan Vicente Gómez, sea la marca indeleble de la inmoralidad gobernante. Ni que su padre condense el feo rostro de la conspiración, la maldad y la intriga.

Ellos y otros personajes del régimen, antaño calificados de “grandes cacaos”, constituyen el símbolo de lo que debemos erradicar de nuestra sociedad si aspiramos a construir un futuro de grandeza y legitimidad. Para hacerlo, para poner en acción la gran cruzada de la higiene y la reconstrucción nacional, la reunificación de nuestras familias políticas es una conditio sine qua non. Que Dios y la historia la faciliten.
 
            
           
           


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