El tiempo se detuvo en Duaca
Escrito por Rodolfo Izaguirre   
Domingo, 19 de Noviembre de 2023 06:39

altCerca de Barquisimeto se encuentra Duaca y hacia allí íbamos, hace años, en el jeep conducido por Hermann Garmendia, (Barquisimeto,1927-1990),

a su lado su hermano Salvador (Barquisimeto,1928- Caracas, 2001) y yo, atrás. Llovía, una verdadera lata de agua, pero minutos antes de llegar a Duaca escampó súbita e inopinadamente, como si la lluvia se negara a seguir acompañándonos. El propósito de la excursión no era otro que conocer por dentro una enorme casa colonial abandonada por sus dueños que viajaron a Caracas o se fueron de Duaca deseosos de conocer el mundo dejando a Hermann como custodio. Hermann abrió con sus llaves el pesado portón y entramos a la gigantesca mansión totalmente vacía en la que el Tiempo parecía detenido allí para siempre.

Hermann fue intelectual de provincia, inteligente escritor y perspicaz periodista, mordaz e incisivo. Solo para molestar a Eligio Anzola, fundador de Acción Democrática y gobernador del Estado Lara, inventó la historia del Diccionario. La muchachita empleada de Anzola toca la puerta de la casa de Hermann: "!Que manda a decir el doctor Eligio que si le pueden emprestar el Diccionario!" "¡Como no! Llévele el Diccionario al doctor Eligio!" Un mes más tarde, Garmendia necesita su diccionario y vuelve la muchachita: "Que manda a decir Don Eligio que todavía no puede devolverle el Diccionario porque no lo ha terminado de leer".

Recorrimos los vastos espacios de la casa colonial en los que el tiempo había devorado o carcomido pisos y paredes instalando un denso silencio capaz de enmudecer y aterrorizar al oscuro y resonante eco de nuestros pasos y voces. Solo encontrábamos techos sin edades, mudos pasillos y paredes descoloridas mordidas por el abandono; y por encima del abrumador desaliento, el colosal estruendo del desuso como si la eternidad de la Muerte se hubiera refugiado en aquel lugar en el que la lluvia se asusta y no se acerca.

Sé que el Tiempo, vestido de Cristo, se detuvo en Éboli, en tierras mediterráneas porque así lo escribió Carlo Levi en Florencia, entre 1943-1945, pero yo alcancé el privilegio no de sentirme cerca de Cristo sino frente al verdadero Tiempo, el que nadie ve, pero me tocó en suerte la ventura o desventura de verlo en Duaca solitario y envejecido.

Sobrecogido de estupor y con crispado temblor quedé algo rezagado mientras los Garmendia avanzaban casa adentro comentando el delirante vacío de aquellos desamparados espacios y me encontré mirando el enorme patio que, imaginé, fue alguna vez un espléndido jardín invadido ahora por una salvaje y desgreñada maleza, una flora inútil, indeseable e improductiva; un espacio igualmente abandonado por el Tiempo que, creía yo, había desertado de aquella casa de nadie. Un espléndido jardín que, ignorando las tupidas y espinosas breñas y descoloridas paredes, llegó a conocer la gloria y la música de una vida familiar placentera y acaso juvenil y desafiante.

Se me heló la sangre cuando percibí que algo silencioso se movía en la espesura de las malas hierbas y sentí un estremecimiento de pánico porque algo nefasto y perverso se arrastraba allí con el propósito, ¡se me vino a la mente!, de herirme en venganza por mi invasiva e inesperada presencia. Y de pronto, en una pequeña y despejada parte de la maleza, apareció un gigantesco y petrificado morrocoy ahistórico, una masa dura y eterna de lento andar, alimentada por los escombros del tiempo porque en aquella desierta mansión hacía años que no hay sobras de cocina ni migajón de arepa sino larvas de silencio que terminaron por convertirlo en el verdadero Tiempo, es decir, en una edad sin inicio y sin final, escondida del mundo, refugiada en aquel antiguo y desventurado espacio colonial. ¡Nada frágil! Solo agobio y tristeza. Y así apareció el Tiempo ante mí con aire ausente y misterioso; en tránsito, porque jamás se sabe de dónde viene y hacia dónde se dirige con ese andar ajeno y sin alma.

Y el temor que me produjo el amenazador sigilo de su mudo arrastre, su adagio en movimiento se convirtió en un instante sin nombre, en el prodigio de enfrentarme al Tiempo, pero no al que creemos ver deslizándose invisible junto a nosotros sino a un Tiempo físico, tangible, molecular, de patas cortas, dura coraza y triste mirada; descubrir y conocer los estragos que produce al esconderse en mansiones como las de Duaca y cómo le gusta disfrazarse, transformarse, ser otro y marcar su inalcanzable edad en la dura caparazón de un solitario o insólito engendro escapado de alguna región lejana.

Puedo decir que desde entonces, desde hace años, soy depositario de un indeclinable honor, la glorificación de haberme encontrado, al menos una vez en mi vida, con el Tiempo, tenerlo cerca, sentirlo como el único ser vivo en una mansión sin memoria, disfrazado de animal de otra edad, sobreviviendo penosamente en soledad en una extraviada ciudad del mundo que no sabe qué significa llover.

Comencé a entender que la realidad puede abarcarse desde la circunstancial y siempre equívoca mirada de mis ojos que creyeron haber visto a un grotesco ser surgir de una maleza crecida fuera de la Historia o, por el contrario, observar la misma realidad, pero desde la inagotable pureza de mi imaginación que sigue afirmando haber encontrado al Tiempo en una histórica casa larense que, al parecer, poca relación mantiene con el agua de lluvia.

Y me afligió, y aun me duele sin remedio alguno, haberlo sentido dolorosamente ausente, olvidado por su propio tiempo y refugiado en un pesado e inútil cuerpo que jamás será el suyo. Y desde entonces, me obsesiona la incertidumbre de saber si detrás de toda existencia se respira y se oculta la maleza indócil de una triste y envejecida soledad.


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