Re-problematizar la cárcel en Venezuela
Escrito por Sonia Boueiri Bassil   
Jueves, 11 de Junio de 2009 08:00

La tesis predominante que intenta explicar el “mal funcionamiento de la  cárcel” hace énfasis en factores operativos e impulsa reformas que no  dejan espacio a cuestionamientos de fondo sobre su rol social (político). La  constante histórica de su aparente fracaso, y la retórica discursiva de la  búsqueda de soluciones, parecen consolidar su mantenimiento y refuerzo  de la mano de su “papel rehabilitador y carácter humanista”.

La fuente de  este tipo de abordaje se embebe del énfasis tecnicista de la ciencia moderna  y no de un pensamiento edificante. Estimular reflexiones en torno al  rol de  la cárcel, y a la manera de abordarla, develará, quizá, que no funciona tan  mal como se piensa ni es tan “inútil” como parece ser.
Palabras clave: Reforma/fracaso de la cárcel, rehabilitación, humanismo,  ley y ciencia penal moderna, reproblematización, Michel Foucault.

1.- Entre reforma y fracaso: La cárcel y su “mal funcionamiento”.
La denuncia permanente sobre el mal funcionamiento de la cárcel parece ya una  tradición humanista. Cada vez que se habla de cárcel se habla de problema, de  crisis, de una situación perjudicial de difícil solución que hay que atacar con  carácter de urgencia y con todos los medios. Sin embargo, y a pesar de esta  aparente voluntad política de alcance internacional, no conozco un sistema  carcelario que no esté en “crisis” permanente. La crisis supone un cambio  importante en el desarrollo de un proceso. Pero, ¿qué cambios significativos se  han producido en la manera de ver y abordar el tema carcelario?


Es casi imposible evitar que en una institución de encierro como la cárcel existan  problemas graves que resolver; la negación del derecho a la vida (1)  en su seno, sigue  siendo el aspecto ético más preocupante que impulsa buena parte del trabajo de  académicos, políticos y voluntarios, en general. Los elementos  visiblemente  “malos” de la cárcel son fáciles de identificar: hacinamiento, aflicción, violencia,  ocio, enfermedad, incomunicación, control, coerción, encierro, en resumen, la  antivida, lo antinatura, la muerte. Las reformas periódicas parecen toparse con  obstáculos  de tipo operativo que las condenan a tener poco alcance, éxito y  duración.

Las causas más denunciadas del aparente fracaso de la cárcel,  y de sus  continuas reformas, pueden ser resumidas en la falta de recursos y especialistas,  corrupción, ausencia de voluntad política, incompetencia de los operadores del sistema de justicia, inadecuación de las leyes, entre otras. Se intentan corregir esos  defectos proponiendo, y justificando, reformas que a lo sumo logran acomodar  aspectos circunstanciales para prontamente degenerar o dar paso a fracasos  sucesivos y reiterados, es decir, la cárcel vuelve a “funcionar mal”. Reforma-  error-fracaso-reforma, ¿no es así como podría resumirse la política pública en  materia penitenciaria en épocas modernas? Qué hacer, con qué recursos, qué  reformas implementar, con qué métodos, parecen ser, sin duda, los trabajos  pendientes para la comunidad intelectual y gerencial ligada al sistema penitenciario.


Este tipo de análisis sobre la cárcel como tema-problema, la búsqueda incesante  de una “solución”, parece ocupar el grueso de la discusión, y actuación, en torno a esta institución de secuestro sin dejar casi cabida a otro tipo de razonamiento,  aquel que se adentra en el fin último de la prisión, en su rol político. Esta retórica  predominante, que parece ser casi incuestionable, sobre que la cárcel mejorará  a través de reformas, no soportaría, a nuestro modo de ver, interrogantes de  base elemental como por ejemplo: ¿qué es lo que se supone debe funcionar bien  en una institución con las características de la cárcel?, acaso ¿no es el  encarcelamiento siempre inherentemente aflictivo?

¿No constituye el encierro  mismo la negación del proyecto humano, y de su desarrollo y transformación  plena? En fin, ¿qué piso teórico sigue manteniendo a la “reeducación para la  reinserción social” como eslogan máximo del humanismo criminológico? (2)


La retórica sobre su “mal funcionamiento” parece venir justificando la propia  existencia de la cárcel y su progresivo fortalecimiento. Al respecto de la eterna  crisis de la cárcel señalaba Michel Foucault: ...hay que asombrarse que desde  hace 150 años la proclamación del fracaso de la prisión haya ido siempre  acompañada de su mantenimiento (Foucault, 1.975: 277). Sobre el fracaso  global e histórico de la cárcel nos podríamos preguntar, de manera nada ingenua,  si es que acaso no ha existido en el mundo algún gobierno con suficiente voluntad  política para “resolver el problema”, si alguno no habrá dedicado los recursos  suficientes, si no se habrán dispuesto los especialistas que se requieren, si es que  no han existido, en ninguna latitud, leyes pertinentes y eficaces. Definitivamente,  cuesta trabajo aceptar la tesis de que el “ineficientismo estatal” sea la principal  causa del mal funcionamiento de la cárcel.


Estas líneas pretenden precisamente ser una invitación a  reproblematizar la  manera de abordar el tema carcelario; reflexionar sobre la manera de pensar  y actuar lo que se cataloga como un problema social, repensar sus postulados  y fines oficiales, remover la arena movediza en la que, como tema-problema,  ha caído envuelta en la tesis del reformismo. Un reformismo cuyo norte apunta,  en teoría, a alcanzar el objetivo oficialmente declarado de la prisión: la  rehabilitación, vestida de gala de humanismo.


2.- Notas sobre la rehabilitación y su contextualización  histórica  en Venezuela.
Modernamente, es difícil encontrar un sistema de justicia penal que, a nivel mundial, no proclame a la rehabilitación como la razón de ser de su sistema penitenciario,  Venezuela no es la excepción. El término rehabilitación refiere el “conjunto de  técnicas y métodos curativos encaminados a recuperar la actividad o las funciones  del organismo perdidas o disminuidas por efecto de una enfermedad o de una  lesión” (Diccionario Clave, 1997). Grosso modo, la “enfermedad” del individuo,  en este caso, se expresaría en un comportamiento antisocial catalogado como  delito por la legislación. En el caso de los delitos que acarrean una sanción  privativa de libertad, el encierro constituiría la manera en que, a través de  especialistas y en un tiempo determinado, se vuelve a habilitar al individuo para  la vida en comunidad. Pero, es obvio que el encierro pretende compartir también  otros fines que, aunque sí insinuados, no son oficialmente proclamados: disuadir,  apartar, castigar, resarcir el daño a la víctima y, en algunos países, hasta eliminar  a los considerados “irrecuperables”. Así, extrañamente la cárcel debe reunir las  condiciones para buena parte de todo esto y, a la vez, para rehabilitar al “enfermo”.


Lo menos que se podría afirmar ante esta conjunción de misiones irreconciliables  es que la prisión, así concebida, contiene una carga de irracionalidad teleológica  que hace simplemente imposible su propósito rehabilitador.
La rehabilitación ha tenido diversas connotaciones históricas en nuestro  continente, y particularmente en nuestro país. En la legislación española que se  implantó en las colonias, la rehabilitación no tenía nada que ver con esta concepción  actual del término. Era considerada como una gracia que otorgaba el rey, una  vez que el condenado cumplía su pena, en la que se le restituían los derechos  civiles; era una especie de eliminación de los efectos colaterales de la pena  (Camargo en Contreras y López, 2.000: 68). De la colonia a los primeros años  de nuestra vida republicana, lo penitenciario se fundamentó en el castigo y la  venganza. A mediados del siglo XIX, se acoge, en cambio, la idea del aislamiento,  segregación y retribución.


En 1897 había afirmado el general José Manuel Hernández (el Mocho), jefe del  llamado nacionalismo, que Venezuela no había sido, hasta entonces, otra cosa que  “una monarquía militar, centralista y oligárquica”. El siglo XX en Venezuela abre con la invasión acaudillada andina del general Cipriano Castro realizada en  1899. Ni el Castrismo de 1899 a 1908, ni el largo período gubernamental de Juan  Vicente Gómez, comprendido entre 1908 y 1935, configuran un tiempo  peculiarmente caracterizado por la vigencia de condiciones que estimularan la  confrontación política doctrinal. Sin embargo, el período gomecista es muy  rico para el análisis de las instituciones venezolanas, en especial, de la carcelaria.


La “inquietante situación del país, la inseguridad social, la crisis económica y el  avance del comunismo”, eran suficientes razones para la perpetuación del General  Gómez en el poder por 27 años. A través de esta dictadura, el país sería manejado  como un feudo, o mejor, por su vocación a la agricultura, como su enorme hacienda. En la Venezuela de 1920, cerca del 80% de la población era población rural  y campesina. Gómez se erigiría no sólo en Jefe de Estado, sino también en  “Director de la Rehabilitación Nacional”, para dedicarse a “crear  prosperidad” (Velásquez, 1993: 3). No obstante, la actividad política mas  frecuentada por estas épocas era el destierro o encarcelamiento de todos  los jefes conocidos de la oposición, o su eliminación física, acallar todas las  formas de expresión política, en fin, imponer la paz armada.

El programa que lanza Gómez denominado Rehabilitación buscaba “curar” las  debilidades del país. En esta búsqueda se comenzaría por eliminar algunas  restricciones a la libertad de comercio e industria y se restablecerían las relaciones  amistosas con algunos países europeos como Holanda, Italia, Francia, y  principalmente con Alemania e Inglaterra, quienes habían protagonizado un embargo comercial y militar en 1902, amenazando así la soberanía nacional. De  esta manera, en un ambiente de imposición por un lado y de seria convicción de  nuestra enfermedad por el otro, se implantan en Venezuela los modelos de  industrialización importados de Europa para la rehabilitación del país. Se  comienza entonces la construcción de las primeras industrias y la creación del  ejército disciplinado del que tanto se enorgullecieron los Generales Gómez y  López Contreras. Sin embargo, “esta carrera para ponerse, aparentemente, a la  par de los países “avanzados” en la senda del progreso, va acompañada de un  comportamiento político caudillista y otros fenómenos sociales -por ejemplo, el  uso de la prisión como mecanismo de control político (o una industrialización de fachadas solamente)- que desencaja completamente con el modelo de desarrollo  de las sociedades industrializadas” (Contreras y López, 2000: 77).
 
Paralelamente al uso de la prisión como instrumento de control político, Gómez  alcanzó a realizar siete reformas constitucionales conservando siempre inalterables  los artículos que garantizaban, en teoría,  “la libertad de pensamiento expresado  de palabra o por medio de la prensa”,  “la libertad de reunión, sin armas, pública  y privadamente, sin que puedan las autoridades ejercer acto alguno de coacción,  y la libertad de asociación…” (Constituciones de 1909, 1914, 1922, 1925, 1928,  1929, 1931). Así pues, a nivel estatal, la cárcel no era considerada como un  “problema” ya que, en primer lugar, no fue sino hasta la muerte de Gómez en 1935
cuando la palabra “problema”, desterrada desde hacía mucho tiempo, recobraba su  sentido en un país “oficialmente feliz” (según Mariano Picón Salas en Suárez, 1977: 20). Por otra parte, el uso político de la cárcel parecía resolverle al rehabilitador  de la nación muchos problemas que ocasionaban “los revoltosos” en su tarea  de saneamiento. Algunos llegaron a opinar que fue sólo hasta 1936, con la muerte  de Gómez, cuando había comenzado el siglo XX para Venezuela (según Picón  Salas a su regreso de su exilio voluntario en Chile, en Chiossone, 1980: 243).

Ahora bien, ¿con qué realidad despertaría la Venezuela democrática a la muerte del  dictador? Según el Sexto Censo Nacional de 1936, Venezuela tenía 3.491.159  habitantes. Sólo el 20% de ellos, vivían en centros urbanos, el resto radicaba en  medios rurales o se encontraban vinculados a actividades agrícolas y pecuarias. En  el campo la casi totalidad de la tierra estaba en manos de latifundistas. Las clases  sociales podrían clasificarse en 5 grupos: en primer lugar la clase latifundista, luego  un sector que se podía calificar de burguesía, conformada por la alta banca, la  industria, el fuerte comercio importador y el exportador. Se les acusaba de agio,  usura, hipotecas y leoninos negocios especulativos sobre el mercado de divisas (3).

Después del sector latifundista y el burgués, viene uno de los sectores más  numerosos ubicado en las capas medias de la población, conformado por los  comerciantes e industriales de limitadas posibilidades económicas, los agricultores  medios y pequeños, algunas capas de profesionales, entre otros. El sector más  numeroso lo representaba el campesinado que no presentaba un aspecto homogéneo (4)  pero en general sufre una secular opresión, del tipo feudal-criollo impuesto en América  por la Colonia. Este feudalismo sui generis caracteriza todas las relaciones de  producción que se establecen en el seno de la gran propiedad, y entre ellas y los  otros sectores económicos: los bajos salarios, la vida servil, la unión patriarcal,  entre el amo y la peonada. El pago en fichas, las deudas heredadas de padres a  hijos, las servidumbres que impiden a los trabajadores del campo el acceso a las  fuentes de agua y a los caminos vecinales.

Por último, están las clases trabajadoras  (manuales e intelectuales) que aunque representan el sector menos importante desde  el punto de vista numérico, se le considera un factor decisivo en las luchas  reivindicativas, se podía distinguir el obrero (5) , el empleado y el artesano (Tomado de  la Tesis Política y Programa del Partido Democrático Nacional “PDN”, aún ilegal, presentado en 1939, en Suárez 1977: 250).

Podría afirmarse que hasta el derrocamiento del Presidente Medina Angarita en 1945,  la misión principal de los gobiernos estaba enfocada en la creación de instituciones,
inexistentes o muy escasas hasta entonces, que contribuyeran a “sanear e  incrementar la población”, a superar las epidemias de paludismo, tuberculosis y  enfermedades venéreas, superar el alto índice de analfabetismo y modernizar las  telecomunicaciones. De este modo se estarían creando las condiciones mínimas  para incorporar el país al “desarrollo” (Dávila y Miliani, 2000: 16-17). Pero ese  desarrollo no parece haber llegado nunca aunque habría que admitir que el esfuerzo  modernizador a la caída de Gómez tuvo efectos cuantitativos en las primeras  tres décadas, especialmente en cuanto a la masificación de la educación, la  caída de la tasa de mortalidad infantil, la concreción de políticas sanitarias y la  disminución de la pobreza. En 1980, el 80% de población (el mismo porcentaje  que era rural y campesino en 1920), se había trasladado a las ciudades
venezolanas viviendo en condiciones deplorables puesto que este éxodo del  campo a la ciudad no fue acompañado de una política estatal de desarrollo de  los servicios urbanos para esta migración. Así, la mayor parte de estos índices  de modernización alcanzados comienzan a revertirse. Además de los  padecimientos materiales por carecer de servicios básicos, la “original cultura campesina se fue desvaneciendo ante el imponente ofrecimiento de una cultura
moderna que nunca llegó.

El resultado fue eso que podría llamarse cultura marginal,  que es la nefasta madre del estruendoso modo de criminalidad y violencia de la que  son testigo nuestros barrios marginales”  (Fuenmayor, 2001: 6).  Ya para 1960 se habían consolidado los planteamientos positivistas en la ejecución  de las penas y la ideología de la defensa social. Así nos encontramos con el terreno  abonado para la aparición del modelo de ejecución de tratamiento clínico,  progresivo, individualizado y técnico. Es entonces cuando surge el ideal de la  rehabilitación mediante el modelo clínico-médico en las prisiones. Los delincuentes son enfermos sujetos a tratamiento, estudios de personalidad criminal, diagnósticos y pronósticos. Devolver a la sociedad ciudadanos de bien, curados  de “su enfermedad” social es la meta (Marcos Martínez en UCAB 2001: 25- 26). La Constitución Nacional de 1.961 (Venezuela, 1.961), vigente hasta  Diciembre de 1.999, ya orientaba que las medidas aplicadas sobre los sujetos  considerados “en estado de peligrosidad” debían estar dirigidas hacia la  readaptación con fines de convivencia social (Venezuela, 1961. Artículo 60, ordinal 10).

Ya para estos años, el perfil de los presos de la cárcel venezolana había cambiado.  La reclusión por razones políticas de principio de siglo  parece haber dado paso  a un criterio de selección basado en la pertenencia a una determinada clase  social: la de los pobres, los “marginales”, eso a pesar de que está claramente  demostrado que el perfil de nuestros presos no es el perfil de la delincuencia  predominante en nuestros días; baste con mencionar los delitos de cuello blanco,  el tráfico internacional de drogas, los delitos ecológicos, el lavado de dinero,  “producen un número de delincuentes más numerosos y que causan a la sociedad  gravísimos males, claro está, mucho mayores que los que nos causan nuestra mal llamada delincuencia común” (Marcos Martínez, en UCAB 2001: 22).

En otras  palabras, visto en razón del perfil socio-económico de los presos, la delincuencia  sería una enfermedad que ataca ahora, casi exclusivamente, a los excluidos, y la
riqueza un extraño anticuerpo que “inoculiza” la enfermedad de los que la poseen.  Ante la tragedia social y vergüenza nacional en que se fueron convirtiendo las  cárceles venezolanas modernas, la Asamblea Nacional Constituyente de 1999,con poder originario para “refundar” la República de Venezuela, aprobaría un  primer Decreto de Emergencia Judicial que contemplaba la intervención emergente  del régimen penitenciario para lograr una “profunda reestructuración del  funcionamiento de los establecimientos penitenciarios” (Venezuela, 2000a),  mientras se trabajaba en el modelo jurídico que definiría al nuevo sistema  penitenciario nacional, en crisis desde hacía tiempo. Posteriormente, haciendo  un esfuerzo legislativo sin precedente, se logró establecer un marco legal  constitucional que dejaba en claro que la rehabilitación constituía el fin de la  cárcel venezolana (Venezuela, 2000b, artículo 272).


No obstante los esfuerzos, y la propia evolución hacia la tesis rehabilitadora de la  cárcel, el marco jurídico normativo expresado en las leyes desarrolladas, como fue  el caso también de la Ley de Régimen Penitenciario, en Venezuela se absorbieron  los principios de una cárcel resocializadora cuya historia nosotros no conocíamos,  y no fue producto de una reflexión acorde con un problema, donde la realidad  social estaba a dos siglos y muchos kilómetros de distancia (Europa). Nunca existió,  por tanto, una formación ni concepción rehabilitadora (no al menos como hoy en  día está concebida), especialmente de los funcionarios que laboran en nuestras  cárceles, a pesar de sí haberla en la normativa que la rige. Por lo que, en nuestro  contexto, las cosas pueden depender de si un director de cárcel se decida por esta  tendencia, aún cuando legalmente este obligado (Boueiri y Sulbarán, 2000: 16).


Ahora bien, no obstante que la rehabilitación es el objetivo formal de la cárcel en  Venezuela, los estudios empíricos reflejan unas enormes incoherencias en relación  con lo que los operadores del sistema penitenciario venezolano piensan que es su  misión, aunque la tendencia es hacia el castigo. Veamos un ejemplo con base en un  estudio de campo: “los resultados más impactantes en relación con los objetivos  de la cárcel son aquellos relativos a la reclusión versus el castigo. Los vigilantes  en [la cárcel de] Mérida ven con unanimidad el castigo y no la reclusión como  un objetivo de la cárcel. Los supervisores de Mérida están divididos en relación  al castigo versus la reclusión como objetivos de la cárcel, aunque se inclinan  más por el castigo. Esto sucede, a pesar de que los directivos de Mérida por  unanimidad señalan que la reclusión sí es un objetivo de la cárcel mientras  que el castigo no lo es” (Jordan e Hidalgo, 1996: 273).
 
 3.- La vocación “humanista-rehabilitadora” de la cárcel y sus constantes  reformas legislativas.

Una de las actividades reformistas más comunes en relación con la cárcel es la  aprobación, derogación y/o modificación de leyes penales. Pareciera que la prisión  debe estar siempre en continuo reordenamiento y se precisa de un programa  especial que la lleve siempre hacia su reforma, una reforma que parece llevar  siempre al mismo lugar del que partió, una reforma que lleva implícita su función:  el constante fracaso y el comienzo de una nueva (Newmark, 2004). Prestemos  un poco de atención a una importante y reciente reforma legislativa de carácter  humanista y rehabilitador. La Constitución de la República Bolivariana de  Venezuela (CRBV), en su artículo 272, consagró los principios rectores que  regirán la actividad penitenciaria en nuestro país de esta manera:  “El Estado garantizará un sistema penitenciario que asegure la rehabilitación  del interno o interna y el respeto a sus derechos humanos. Para ello, los  establecimientos penitenciarios contarán con espacios para el trabajo, el estudio,  el deporte y la recreación, funcionarán bajo la dirección de penitenciaristas  profesionales con credenciales académicas universitarias… El Estado creará  las instituciones indispensables para la asistencia postpenitenciaria que  posibilite la reinserción social del exinterno o exinterna y propiciará la creación  de un ente penitenciario con carácter autónomo y con personal exclusivamente  técnico” (Venezuela, 2000b).


Históricamente es la primera vez que, con rango constitucional, se  establece que el norte de la política penitenciaria del país, y el fundamento del resto de la legislación
carcelaria, debe ser la rehabilitación para la reinserción social. No obstante variados  estudios científicos han demostrado, incluso a través de exámenes clínicos realizados
mediante los clásicos test de personalidad, los efectos negativos del encarcelamiento  sobre la psique de los condenados y la correlación de estos efectos con la duración
del encierro (Barata, 1986). Se parte de la falacia de que, a través de una especie de  tratamiento dirigido por especialistas, técnicos y profesionales, por medio del trabajo,
el deporte, el estudio y la recreación, se puede lograr eso que se denomina la  reinserción social; esto a pesar de que los estudios de este género concluyen que la
posibilidad de transformar a un delincuente violento asocial en un individuo adaptable  a través de una larga pena carcelaria no parece existir, y que el instituto penal no
puede realizar su objetivo como institución educativa (Baratta, 1986). Este artículo de nuestra Constitución recoge un pensamiento de carácter humanista-rehabilitador,
que cree no sólo posible la transformación del hombre en la cárcel (6), sino que asume  y declara un mecanismo “científico” para lograrlo.


Michel Foucault reúne el pensamiento político de toda una época de buenas  intenciones. Puede decirse que lo que salta a la vista en sus ideas es la deslegitimación
radical del saber mismo, esto es, de las “ciencias humanas”. Para este pensador, el  castigo constituye una función social compleja y, la cárcel, un elemento ilustrativo  para re-problematizar otros temas de sumo interés como el saber mismo. Marca  una metodología distinta para el estudio de unas nuevas formas de poder. La  época que escoge para su análisis se ubica entre finales del siglo XVIII y  principios del siglo XIX cuando termina el castigo como espectáculo y se relaja  la acción sobre el cuerpo del condenado. En su libro Vigilar y Castigar, Foucault practica una pedagogía de las formas del poder, esta pedagogía nos  propone una nueva forma de ver las cosas, desengañándonos de las bondades  de la Revolución de ese entonces y rechazando la supuesta humanización de  las formas de administrar el poder (7). Decía Foucault: “el humanismo ha sido
el modo de resolver en términos de moral, de valores, de reconciliación,  problemas que no se podían resolver en absoluto. ¿Conoce usted la frase  de Marx?: La humanidad no se plantea más que los problemas que puede  resolver. Yo pienso que se puede decir: ¡el humanismo finge resolver los  problemas que no se puede plantear!”(8).

El profesor Hjalmar Newmark, a propósito de una reseña a la obra política de  Michel Foucault, piensa que quizá el punto central sobre el que gira todo el  cuestionamiento a la manera en que la sociedad pretende solucionar el problema  de la delincuencia está en cómo se utilizan los dispositivos para controlar más que para corregir, para crear redes de poder más que para reintegrar al infractor de  nuevo en la sociedad; a este nuevo poder de normalizar y diferenciar Foucault lo  denomina disciplinario y así mismo a la sociedad donde se desarrolla.


Encontramos sus expresiones cotidianas y sus tácticas en todo el cuerpo social y  sus instituciones, y no es necesariamente en la prisión donde se debe centrar la  atención, sino allí donde precisamente no resulta evidente la manifestación de  ese poder, en cualquier lugar en  donde se manifiesta lo político de nuestra  sociedad (9).


Bajo una óptica foucaultiana, podríamos afirmar que el propósito del legislador  venezolano pareciera coincidir con la tesis de la “sociedad disciplinaria” que  Foucault describía. Así, los rasgos ‘rehabilitadores’ descritos en el artículo 272 (educación, trabajo, deporte, tratamiento postpenitenciario, profesionales  especialistas) encajan con la idea de que la cárcel [venezolana] es un instrumento  de normalización social (como las escuelas, hospitales, ejército, tribunales, etc.)  y, por tanto, concluiríamos que la institución carcelaria sigue teniendo sentido  aunque ‘sea inútil’ tal cual como está concebida. Pero, paradójicamente el mismo  artículo 272 señala, al mismo tiempo, un postulado de suma importancia: “…En todo caso, las fórmulas de cumplimiento de penas no privativas de la libertad  se aplicarán con preferencia a las medidas de naturaleza reclusoria” (Venezuela, 2.000b).


A este respecto resulta interesante contrastar los dos postulados, de fondo,  que  contiene el artículo 272 en cuanto a privación de libertad. Por una parte establece  el principio de la cárcel como última opción, como queriendo decir que ‘es  mala’, ‘que no sirve para lo que dice servir’ y por tanto ‘hay que evitarla’. Pero,  a la vez, se reproduce todo un modelo constitucional orientado a la  “rehabilitación” que encaja con la descripción foucaultiana de la cárcel inútil  (trabajo, estudio, especialistas) que históricamente sabemos ha fracasado, pero  que se constituye también en guía del resto del ordenamiento jurídico y de la  política criminal del país. Ciertamente el artículo 272 de la CRBV reafirma, paradójicamente, la ‘confianza’ en el papel “rehabilitador” de la cárcel, pero, al mismo tiempo, ordena evadirla porque no cree en ella.
¿Cómo explicar este aparente sinsentido jurídico? ¿Acaso fue un error de técnica legislativa? ¿Un acto de benevolencia humana ante la tesis del mal necesario  que representa para algunos la cárcel? Veamos si con esta idea podemos intentar  dar alguna explicación. El poder, afirma Foucault (1977), es una situación  estratégica. Donde hay poder hay resistencia, y ésta no es exterior a la relación  de poder sino interior a ella. No hay poder sin dominador, pero tampoco hay  poder sin dominado. Lo único que no puede hacer el primero con el segundo es  eliminarlo porque eliminaría, así, su propio poder que estriba en su preponderancia  en el interior de la relación establecida. El poder no se expresa en actos de pura  negatividad. “Por eso el derecho prohíbe, pero permite; censura, pero obliga a  hablar; ordena, pero convence; impone, pero persuade. El derecho como discurso  de poder se despliega entonces con el sentido que los miembros de la relación  implicada, individuos, grupos o clases, consiguen imponerle, en el desarrollo de  sus propias y contradictorias estrategias históricas” (Cárcova, 1998: 162). Es  inevitable pensar, además, que quienes evadan la pena privativa de libertad  pertenezcan a la clase social dominante ya que no es nuevo en nuestras sociedades  la discriminación social ante la ley penal, esto no necesariamente por procesos  medidos y calculados de discriminación, sino porque el acceso a la justicia se  mide, en buena parte, por la capacidad que tienen los imputados de pagar los  costos del proceso para demostrar su inocencia o culpabilidad.


Para Foucault existe una verdad innegable: La prisión no puede dejar de  fabricar delincuentes. Los fabrica por el tipo de existencia que hace llevar  a los detenidos: ya se los aísle en celdas, o se les imponga un trabajo inútil,  para el cual no encontrarán empleo, es de todos modos no “pensar en el  hombre en sociedad; es crear una existencia contra natura inútil y  peligrosa”; se quiere que la prisión eduque a los detenidos; pero un sistema  de educación que se dirige al hombre, ¿puede razonablemente tener por
objeto obrar contra lo que pide la naturaleza? (Foucault, 1.975: 270-271).  Para este pensador, una de las labores de importancia de la filosofía en nuestros  días es tratar de poner en evidencia la normalización y exponer sus tácticas;  cualquier otra cosa, a su modo de ver, sería promocionar la función disciplinaria,  aquí, no hay duda del lugar a ocupar.
 
Habría que añadir que con posterioridad a la puesta en vigencia de este principio  constitucional que establece “la cárcel como última opción”, se han realizado en  Venezuela varias reformas penales que refuerzan, paradójicamente, a la prisión  como pena por excelencia (ver reformas del Código Penal, Ley de beneficios en  el proceso, Ley de redención de la pena por el trabajo y el estudio, entre otras).
Esto sin contar con las múltiples contradicciones ideológicas que siguen  conviviendo, en un mismo sistema legislativo: reinsertar; castigar; apartar;  tratar; privar. Un ejemplo que ilustra bien estas contradicciones es el referido a  que nuestras penas están establecidas con un carácter fijo en cuanto al tiempo a  cumplir, a pesar del espíritu de progresividad que implica la rehabilitación. Otro  es que nuestro Código Penal vigente se sigue apoyando, casi exclusivamente, en  la privación de libertad concebida con carácter retributivo a pesar de existir en  nuestra legislación otras categorías de penas distintas a la pena privativa de  libertad. Así, “la opacidad del derecho, su intransparencia, la circunstancia de  que no sea cabalmente comprendido, etc., al menos en el marco de las formaciones  sociales contemporáneas, lejos de ser un accidente o, acaso, un problema instrumental susceptible de resolverse mediante oportunas reformas, se perfila como  una demanda objetiva de funcionamiento del sistema. Como un requisito, tendiente  a escamotear -como la ideología en general- el sentido de las relaciones  estructurales establecidas entre los sujetos, con la finalidad de legitimar/reproducir  las formas dadas de la dominación social” (Cárcova, 1998: 160).

De acuerdo con Foucault, la “microfísica” del “saber-poder” (o del “poder-saber”) no cambia con el simple cambio de gobierno, por revolucionario que sea  ya que este proceso normalizador no emana de un centro de poder particular,  sino más bien, se encuentra difuminado en el cuerpo social. Así pues, llegamos  en estos tiempos de profundos cambios políticos, otra vez, a exaltar la tesis de  “cuerpo y mentes sanas” para alcanzar tan anhelado objetivo, el cambio que se  desea producir, la cura, la re-inserción del nuevo hombre en la sociedad. No es  de extrañar que así finalice el discurso político de un funcionario público ante un  auditorio con vocación humanista, lo paradójico aquí es observar cómo este  tipo de postulados se ha insertado perfectamente en el discurso académico  dominante hasta el punto de convertirse en principio rector de las tesis
criminológicas modernas, esto a pesar de que la misma “ciencia” ha puesto  seriamente en duda la tesis rehabilitadora de la cárcel. Así, seguimos insistiendo en construcciones legislativas, administrativas, e incluso teóricas, para reparar  los defectos operativos que imposibilitan esta función. Andamos en búsqueda de  la solución técnica y gerencial que haga posible una cárcel más humana.


4.- La posible raiz del abordaje “problemático” de la cárcel. Ideas  para reproblematizarla.
La conformación cultural -especialmente la del conocimiento- ha sido moldeada, en  Venezuela, por diversas corrientes de pensamientos foráneos que corresponden a  diversas etapas históricas vividas en nuestra nación, a mencionar las más importantes:  el pensamiento impuesto durante la colonización; el pensamiento de los libertadores
(que a la vez se embebe del pensamiento humanista básicamente europeo de la  época), y el pensamiento más reciente correspondiente a la etapa modernizadora.
En relación con la etapa modernizadora, compartimos la tesis de un grupo de  investigadores venezolanos que señala que las instituciones públicas venezolanas  –y de la mayor parte de los países subdesarrollados- son el resultado del intento  por transplantar las instituciones de la Europa Moderna en esta parte del “nuevo  mundo”.  Aunque el cuerpo normativo y los modos organizativos formales  de nuestras instituciones mantienen gran parecido con el modelo moderno  original, la más mínima observación reflexiva revela que el papel social  desempeñado efectivamente por nuestras instituciones se distancia, a veces  abismalmente, de ese patrón moderno original (Centro de Investigaciones en  Sistemología Interpretativa, 2003).


En Latinoamérica, en general, se pretendió que hiciéramos un esfuerzo histórico para  recuperar los años de “atraso” en relación con Europa y con los países desarrollados
como USA, para así alcanzar las tan anheladas ventajas que traía consigo la  modernidad. Sin embargo, el intento por la implantación de sus bondades originales  no pudo impedir determinadas prácticas aberrantes, particularmente, en el área de la  ciencia: la fragmentación del conocimiento, la promoción del pensamiento simple,  ahistórico, descontextualizado, tecnócrata y eficientista. La moda instrumentalista  cobró buen espacio en el desarrollo de la ciencia y de la enseñanza en nuestros  países. En el tema que nos ocupa, la rehabilitación podría ser un buen ejemplo para  ilustrar alguna de estas prácticas. En efecto, podríamos afirmar que dimos un salto  desde las formas y modelos de castigos coloniales (torturas, pena de muerte) hasta la  “rehabilitación para la reinserción social”, obviando todo el período de la Ilustración, como trayecto histórico que si vivió Europa, producto de procesos reflexivos y lentos  para alcanzar el consenso colectivo que significó la imposición de la racionalidad  punitiva por un convencimiento madurado. Dicho sea de paso, esta afirmación no  implica necesariamente que la institución de la rehabilitación haya cosechado los  logros que se le atribuyeron en su diseño original en los países llamados desarrollados.


En el caso de Venezuela, la incluimos en la legislación con enormes contradicciones;  además, es frecuente en los discursos académicos y se ventila entre los políticos
compartiendo espacio, en general, con los discursos inscritos dentro de la tesis de la  “mano dura a la delincuencia”, todo depende de la ocasión y del auditorio. Pero, en
general, podríamos afirmar que ¡somos de los más rehabilitadores de la modernidad!  No obstante, esta práctica no ha implicado un trabajo en la conciencia colectiva del
venezolano, ni ha sido producto de procesos reflexivos intensos que involucren a  buena parte de la masa pensante del país: políticos, intelectuales y académicos. Para
agravar este cuadro, se piensa que el tema está teórica y éticamente resuelto, así la  sociedad venezolana se enmascara con los productos de la modernidad para
lucir moderna, y trata de “rehabilitarnos” para que seamos “como” europeos  (Contreras y López, 2.000: 85). Es predominante, por tanto, la tesis que afirma que,
en el tema carcelario, la solución al problema consiste en afinar elementos de tipo  operativo, y no es usual la práctica que intenta plantearse, quizá por primera vez,
una definición del rol social (político) de la cárcel en nuestro país.


Aunque no nos corresponde aquí realizar un tratado sobre la ciencia moderna,  quisiéramos incluir algunos elementos que sirvan de base a la reflexión que intentamos
presentar. Es un hecho cierto que en la ciencia moderna predomina el modelo de la  aplicación técnica. En efecto, la aplicación técnica es la forma social y la verdad
social de la ciencia moderna. Según el sociólogo jurídico Boaventura de Sousa  Santos (Santos,1991:12-13), el modelo de la aplicación técnica posee  características que lo han conducido a una crisis desde hace décadas y que hace  necesario el surgimiento de otro modo de pensar y hacer la ciencia, otro modelo  que él  denomina el modelo edificante de la ciencia. Resumamos algunas de las  ideas que sustentan su tesis, y su nuevo planteamiento.
En la ciencia moderna, afirma, la aplicación del knowhow técnico vuelve  dispensable y hasta absurda cualquier discusión sobre un knowhow ético.
La naturalización técnica de las relaciones sociales oscurece y refuerza los desequilibrios de poder que las constituyen. Así, la aplicación técnica de la  ciencia moderna asume como única la definición de la realidad dada por el grupo  social dominante y la refuerza. En la aplicación edificante, el científico debe  involucrarse en la lucha por el equilibrio de poder en los distintos contextos de  aplicación, y para eso, tendrá que tomar partido por uno de aquellos que tienen  menos poder. La aplicación edificante procura y refuerza, además, las definiciones  emergentes y alternativas de la realidad; para eso, vuelve ilegítimas las formas  institucionales y los modos de racionalidad en cada uno de los contextos. Este  proceso de ampliación de la comunicación y el equilibrio de las competencias  coadyuvarán a la creación de sujetos socialmente competentes. En el modelo de  aplicación técnica, el conocimiento es unívoco y su pensamiento es unidimensional, quien lo aplica está afuera de la situación existencial en que incide la  aplicación y no se afecta por ella. Aquí los saberes locales son normalmente  rechazados. La aplicación edificante, por el contrario, siempre tiene lugar en una  situación concreta en la cual quien aplica está existencial, ética y socialmente  comprometido con el impacto de la aplicación. No obstante sus críticas, Santos  afirma que el knowhow técnico es imprescindible, pero el sentido de su uso le es  conferido por el knowhow ético que, como tal, tiene prioridad en la  argumentación. Así, “es sólo posible a través de esta vía evitar tanto el activismo acéfalo, siempre vulnerable a la frustración y al abandono, como al teoricismoabstracto, en permanente fuga del desarrollo social en las tareas de transformación
emancipatoria de la sociedad” (Santos, 1991: 16).

Nosotros pensamos que, aunque buena parte de la Universidad venezolana no ha  logrado ni siquiera la tarea de la formación técnica de sus egresados, el esfuerzo
modernizador se ha centrado en aplicar el método de aplicación técnico, en vez del  edificante. Así, nuestra dinámica interpretativa para el análisis del fracaso de buena
parte de nuestras instituciones consiste en pensar que se trata simplemente de un  problema de afinamiento de las piezas; es decir, un problema de cómo organizar
eficientemente los medios para alcanzar los fines previstos. Se cree que para  ello se requiere desarrollar conocimientos y habilidades tanto en “tecnologías  duras” (“ingenierías”, en sentido tradicional) como en “tecnologías blandas”  (gerencia). Esta visión simplista y reduccionista de carácter instrumental -que  sobra decirlo, constituye la concepción dominante…pierde de vista la necesidad  de abocarnos a la comprensión del sentido social global de nuestras instituciones, lo cual implica entender el devenir histórico de los procesos de transplante”  (Centro de Investigaciones en Sistemología Interpretativa, 2003).

Repensar y reproblematizar una institución como la carcelaria “debe ser una práctica  educativa que nos permita tener un sentido de ubicación histórica; que nos permita  desplegar el sentido de lo que nos ocurre; que nos permita comprender, aunque  sea de modo general, como llegamos a ser eso que somos en el presente”
(Fuenmayor, 2001: 20), “…ese presente constituido por la confluencia histórica  de infinidad de riachuelos culturales que han desembocado y siguen desembocando  en este confuso mundo que habitamos… y que permita la infinita tarea de hacernos  dentro de esa comprensión. Porque somos nuestro saber, el cual es inseparable  de nuestro hacer” (Fuenmayor, 2001: 18).


Pero para no incurrir en la misma práctica del uso de modelos explicativos  foráneos sin, al menos, una contextualización básica, habría que advertir que el  pensamiento foucaultiano se desarrolló en sociedades industrializadas como lo  fueron las europeas y la nuestra nunca lo ha sido. No obstante, es mucho lo que  se puede tomar de su pensamiento. Por ejemplo Zaffaroni, comentando la obra  de Foucault, nos enseña que su epistemología institucional es casi indiscutible y  explica en buena medida la naturaleza de las respuestas a la deslegitimación en  nuestro margen latinoamericano, así como también algunas contradicciones positivas  entre un saber generado por agencias centrales y disfuncional para las periféricas  y, muy especialmente, resalta el hecho de que Foucault sugiere la posibilidad de  pensar (repensar) la “colonia” (“neocolonia” y “margen”) con el paradigma de la  “institución de secuestro” (10) (Zaffaroni, 1993: 47).  Foucault invita constantemente  a esa re-problematización  de la ciencia  porque, para él, el intelectual juega su  oficio específico a través de los análisis que lleva a cabo en los terrenos que le son  propios, en fin, participando en la formación de una voluntad política (desempeñando  su papel de ciudadano). El análisis foucaultiano puede ser útil cada vez que el  individuo sienta que es víctima de la función disciplinaria, que visualice la redes de  poder que se tejen a su alrededor. El problema político o esencial para el intelectual,  explica Foucault, “no es criticar los contenidos ideológicos que estarían ligados a la ciencia, o de hacer de tal suerte que su práctica científica esté acompañada de una  ideología justa. Es saber si es posible constituir una nueva política de la verdad” (11).


En este sentido, se pudieran postular en Venezuela una serie de preguntas que,  aunque de difícil respuesta, pueden iniciar una discusión de fondo sobre el  problema penitenciario. Es necesario indagar sobre cómo se administran los  ilegalismos hoy, si la cárcel tiene efectivamente que ver con las tácticas  emprendidas por el poder para normalizar, diferenciar y disciplinar a los individuos;  qué tanta participación tienen las leyes en su efectividad, cómo son, actúan y se  refuerzan esos dispositivos de control, qué tanto logran alcanzar la pasividad  tanto de los individuos considerados desviados como de los que no lo son. Es  evidente no sólo que los fines declarados de la prisión no parecen convencer; los  principios desde donde parte la actividad rehabilitadora, sus métodos y resultados,  han fracasado, pero más aún, la naturaleza misma de la noción rehabilitadora es  extremadamente difícil por las implicaciones filosóficas y éticas que conllevan.


Sin permiso de la “urgencia carcelaria” y sin ánimos de conducirnos al nihilismo,  al desánimo activista o a la desesperación, este trabajo ha querido, hacer una  invitación a la repregunta, al cuestionamiento, a la re-problematización del  tratamiento mismo del tema carcelario y de su teórica razón social (política)  de ser. Volverla a poner en cuestión es una iniciativa académica que suele ser  poco usual, y a veces, desestimada por no ofrecer “soluciones prácticas” a  “tan urgente y grave problema”. Estoy conciente de que no sólo estoy  proponiendo un parto, sino el aborto de una tesis dominante que se ha  engendrado, con semilla fuerte, en el vientre de nuestra academia. Invito a mis
colegas a trabajar en este colectivo parto.


Notas
(1): Entendemos aquí este derecho en su sentido más amplio y que excede la mera existencia humana. Nos  referimos al derecho a la vida  relacionada a su calidad y a su ejercicio abundante.

(2): “¿Qué clase de ser humano puede salir de ese ambiente?, ninguno. La cárcel animaliza al ser humano,  convirtiéndolo en despojo, en rastros de lo que en algún momento fue un ser humano… La reeducación para
la reinserción social es el eslogan máximo del positivismo criminológico, pero no cuenta en la actualidad con  ningún fundamento teórico válido que la sustente, por tanto, el marco teórico en que se sustenta nuestro
sistema penitenciario pasa a ser una negación del ser humano” (Yépez, Mirna en UCAB 2001: 89).

 (3): La banca tenía el privilegio de emitir billetes de Banco que le permitían prestar a un interés teórico del  9% y uno real del 27%, ya que sus operaciones de crédito eran hechas con billetes respaldados por la tercera parte de su valor oro.

(4):  En la gran propiedad coexisten las más diversas categorías de explotados; el peón raso, que casi siempre  trabaja a destajo, antes que a jornal; el conuquero (que en el Oriente del país es el propietario independiente de su parcela allí donde la alambrada latifundista no se la ha arrebatado); el colono, que trabaja en parte  como peón y en parte como arrendatario de una pequeña parcela cuyo canon paga en frutos de su cosecha;  el medianero; el pequeño arrendatario independiente (en Suárez, 1977: 250).

(5):  El sector propiamente obrero o proletario sólo existe en escasas fábricas, en las explotaciones petroleras y en los campamentos auríferos de Guayana, en las empresas de pesquería y en los centrales azucareros.

(6): El hacinamiento carcelario, por las características propias de la cárcel y de las personas que se encuentran  presas, violenta aún más la convivencia interpersonal y propicia la agresividad y violencia (Marcos  Martínez en UCAB, 2001: 36).

(7):   Con las transformaciones a que daría lugar la revolución mercantil en el mundo moderno y el advenimiento  de los Estados nacionales, la verdad pasa a establecerla el poder de un tercero que está “sobre” las partes.  La sociedad se militariza y el delito pasa a ser un daño al soberano. Así van surgiendo -o generalizándose-  las que Foucault llama “instituciones de secuestro” (la prisión, el manicomio, el asilo, el hospital, la  escuela, etc.) y la policía  (Zaffaroni, 1993: 46).

(8 ):  Entrevista con Madeleine Chapsal. La Quinzaine Littéraire, número 5, mayo de 1996, p. 34, en Michel  Foucault. Saber y Verdad. Madrid: Ediciones de La Piqueta.

(9):  El poder de diferenciar, normalizar y discriminar a los individuos parece justificar, y legitimar, la acción  de las instituciones de secuestro. Así, apoyado en un saber especializado, se diferencian los sanos de los  enfermos, los locos de los cuerdos, los delincuentes de los cumplidores de la ley, y se aplican las medidas  para proteger a la sociedad sin mayor asombro ni resistencia de sus miembros.

(10):  Las “instituciones de secuestro” generan una epistemología: la criminología, la psiquiatría, la clínica, la  pedagogía, los especialistas en “toxicodependencia” y, lo que es muy importante, cada institución genera  su propio saber al amparo de su micropoder (Zaffaroni, 1993: 46).

(11):  Verité et pouvoir. Entrevista con M. Fontana en rev. L´Arc, nº 70 especial. Págs. 16-26.

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Fuente: Revista Cenipec, ULA.
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