Recordando a Cortés de Madariaga, el presbítero liberal
Escrito por Antonio Sánchez García | @sangarccs   
Sábado, 21 de Abril de 2012 22:15

altMadariaga era, sin embargo, muchísimo más rebelde, soberbio e independiente que Bello. Rechazó a O’Higgings, su amigo de los tiempos de Cádiz


Nota: El escandaloso caso AA eclipsó la celebración de 19 de Abril. En homenaje a esa fecha fundacional, producto legítimo de la civilidad, escribí para la revista Zeta el artículo que publicamos a continuación.
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El peso abrumador de Simón Bolívar en la historia y en la historiografía venezolana ha venido a opacar las acciones de quienes, en su misma circunstancia, tenían otros anhelos y otras esperanzas, algunas de ellas antinómicas a las defendidas e impuestas a sangre y fuego por nuestro primer caudillo militar. Y cuya imposibilidad de entendimiento lastraría hasta el día de hoy el decurso histórico de la República. Yo resumiría, a muy grandes rasgos, esos anhelos y esas esperanzas en dos asuntos entonces cruciales y cuyo impasse llegaría a ser determinante en el nacimiento y desarrollo de la futura república: la importancia de la civilidad por sobre la milicia y del institucionalismo de corte anglosajón por sobre el jacobinismo revolucionario de impronta francesa.

Ambas perspectivas – siempre desde un acercamiento provisional y sin atender a los debidos matices y sus diferenciaciones, pues al fragor de una crisis de excepción de tal magnitud como la vivida entonces las posiciones se entremezclan y confunden - se expresaron a poco andar la República Independiente, primero, en las figuras de Francisco de Miranda, del lado del civilismo institucionalista y marcadamente anglosajón, y de Simón Bolívar, del lado jacobino, personalista, guerrerista y revolucionario, en la mejor tradición napoleónica. Dos hechos reafirman la disyuntiva y mediatizan, de manera dramática, el enfrentamiento mortal que asumió dicha encrucijada: en primer lugar, la traición de Bolívar a Miranda, un hecho ominoso en que incurrió Bolívar a cambio de ponerse a resguardo. Sólo la consideración post festum de los hechos puede darle justificación a lo que, indiscutiblemente, fue una estridente felonía. Todo indica que el freno impuesto a la indignación, falsa o verdadera, del derrotado capitán del San Carlos contra quien lo designara en el cargo, impidió que tal traición se consumara en un nefando hecho de sangre. Y que Miranda salvara con vida, así fuera para ir a morir de manera aún más ruin e indigna en La Carraca.

El segundo hecho, una vez liquidada la Primera República, a la que Bolívar le endilga el despreciativo calificativo de Patria Boba – siendo quien, en efecto, inaugura en Venezuela la artillería verbal como instrumento ilustrado del aniquilamiento metafórico de sus enemigos – es el intento del procerato oriental, con Santiago Mariño, Piar y Bermúdez a la cabeza, dirigidos política e ideológicamente por el presbítero Cortés de Madariaga, de salir al paso del vacío de poder dejado por la derrota de la Primera República instaurando una nueva de carácter parlamentario y civilista. Bajo la urgencia, según declara, del reclamo expresado por la propia corona británica y el liderazgo político y diplomático de los Estados Unidos, cuya asistencia para consolidar la Independencia reclaman. Es la iniciativa que pretende llevar adelante mediante el impulso del Congreso de Cariaco. Y el que Bolívar sirve en bandeja de plata al desprecio y al escarnio públicos calificándolo de congresillo, luego de afirmar indignado por el levantisco gesto del cura, pero en rigor dirigiéndose por mampuesto a Santago Mariño, a quien ve como su directo rival por el control de los acontecimientos: “aquí no manda el que quiere, sino el que puede”. Le sobraba razón. Él fue, en rigor, el único que pudo.

Tanto el Congreso de Cariaco como el fusilamiento de Piar se insertan en ese conflicto entre Bolívar y el procerato oriental. Detrás del conflicto, el jacobinismo de Bolívar y el institucionalismo liberal de Miranda y Madariaga. Y más importante aún: el militarismo desembozado de Bolívar y su rechazo en quienes, a pesar de ser hombres de armas, como Mariño y Bermúdez, consideran que la política es reservorio de estricta competencia política y civil, de la que los hombres de armas deben permanecer estrictamente al margen.

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Si bien Bolívar estaba consciente de la debilidad intrínseca de un régimen apuntalado en las bayonetas y del gran esfuerzo por ganarse a su causa al cura Madariaga y a los próceres orientales, lo cierto es que por entonces Mariño y Bolívar se encontraban en pie de igualdad, teniendo ambos el mismo derecho a reclamar el liderazgo de la causa independentista. De allí cierta soberbia que resuena en la carta con la que Madariaga responde a la respetuosa invitación del Libertador, en la que deja suficientemente en claro que sin una civilidad ilustrada no hay gobierno que se sustente. Y en la que insiste majaderamente en la necesidad de fundar una República sobre sólidas instituciones: “General, cada vez se toca más de bulto la imperiosa necesidad de restablecer el Gobierno en receso con la división legítima de sus poderes; sin este simulacro viviremos siempre desfigurados, menospreciados de todo el mundo, y, lo que es peor, vendremos a ser víctimas de la anarquía. Vos mismo reconocéis que ‘la fuerza no es el gobierno’ y no se os oculta la crítica que en esta línea actualmente sufrimos de nuestros propios amigos y la mordacidad de nuestros enemigos”.

Esa afirmación, perfectamente cónsona con la doctrina política de Francisco de Miranda, ha venido a reafirmar, sin embargo, un antimilitarismo programático tan radical, que ha de haber provocado la más profunda indignación de quien ya se consideraba entonces, muchísimo más que el primer político, el primer militar de la República. Consciente como estaba de que era el tiempo de la guerra, no de la paz.  Poco antes, en un manifiesto que Madariaga publicara en Margarita, a la que por su iniciativa y en honor a su patriótica belicosidad se le bautizaría desde el Congreso de Cariaco como Nueva Esparta, Cortés de Madariaga ha recomendado urgentemente “se estableciera un gobierno representativo emanado de la voluntad nacional, y que se proscribieran las autoridades militares que habían producido la guerra como otros tantos centros del más odioso despotismo” - según nos lo cuenta José Manuel Restrepo en su Historia de la Revolución de Colombia. No es, en consecuencia, muy disparatada la aseveración de que el Congreso de Cariaco, bajo inspiración y guía del presbítero Madariaga ·”reivindica el valor de la política por sobre el de la violencia de las armas, el del parlamentarismo por sobre el despotismo caudillesco, militarista y autocrático y, finalmente, el de la federación por sobre el centralismo que terminarían por imponerse a través de caudillos y montoneras por sobre la turbulenta y nunca resuelta historia de la República. Sentando un estigma que nos lastra hasta el día de hoy, 190 años después.” (Antonio Sánchez García, José Cortés de Madariaga, Biblioteca Biográfica Venezolana, El Nacional Bancaribe, pág.104, Caracas, 2007).

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El triunfo de las posiciones de Bolívar por sobre las de Madariaga y el pensamiento civilista, parlamentarista e institucional que representaba fue de tal magnitud, que desde entonces y muy posiblemente a su pesar, como dejan ver los últimos escritos del desencantado Libertador al presenciar el abismo de iniquidades que han sobrevivido a su paso por algunas de las naciones liberadas, el militarismo, el centralismo, el despotismo e incluso cierto monarquismo dinástico se harían dominantes en el discurso antropológico, político y cultural de la República. E incluso, de América Latina. Profundamente anclado en el inconsciente colectivo. Miranda, Madariaga, Roscio y todo el procerato civilista pasarían raudos al más sepulcral de los olvidos. Con ellos, posiblemente, la posibilidad de establecer una simiente liberal en un territorio que sería consumido por los caudillismos, las montoneras y los enfrentamientos fratricidas. El macondiano universo de los hombres fuertes: los gendarmes necesarios. Sin dejar a cambio el edificio institucionalista con el que soñaron nuestros primeros pensadores emancipados.

No deja de ser insólito que, en el mismo tiempo en que se eclipsa la personalidad del chileno Cortés de Madariaga, desterrado y escarnecido por el Libertador, sólo, desvalido y abandonado del mundo en los arenales de Río Hacha, en Colombia, el venezolano Andrés Bello, empapado del pensamiento constitucionalista y de la cultura política, artística y literaria inglesa que tanto admirara Francisco de Miranda, se haya convertido en el “intelectual orgánico” de una república profundamente institucionalista y anti caudillesca como la chilena. Los resultados, aún hoy, están a la vista.

Madariaga era, sin embargo, muchísimo más rebelde, soberbio e independiente que Bello. Rechazó a O’Higgings, su amigo de los tiempos de Cádiz, por haber instituido una orden de ribetes monárquicos. Santander quiso tenderle una mano. Era demasiado tarde. Murió antes de recibir la carta en que el presidente de Colombia le asignaba una pensión vitalicia declarándolo héroe nacional. Murió en el más espantoso abandono. Un triste sino.

PRESIDENTE POR 48 HORAS

EL CONGRESO DE CARIACO

“Así es como reunidos en Cariaco, el 8 de mayo de 1817, se constituye el congreso que lleva su nombre contando con la participación de Santiago Mariño, Francisco Antonio Zea, Diego Bautista Urbaneja, Luis Brion, Manuel Isaba, Diego de Vallenilla, Francisco Xavier Alcalá, Diego Antonio Alcalá, Francisco de Paula Navas y Manuel Maneiro. Francisco Xavier Mayz, diputado al Supremo Congreso de 1811 por Cuamaná, fue encargado de la Presidencia. La obra de Cortés de Madariaga fue asegurada por las palabras del general Santiago Mariño: ‘¡Conciudadanos! Jamás había experimentado satisfacción igual a la que siento en este momento al veros reunidos para tratar  de los medios más eficaces de asegurar la salvación del país de las críticas circunstancias políticas que han inducido a nuestro compatriota ilustre D. José Cortés de Madariaga a asumir el mando supremo. En su nombre, pues, tengo el honor de dirigirme a vosotros como segundo en el mando’. Dos días después, el 9 de mayo, se disolvía el congreso y se instalaba la sede del nuevo gobierno de la república en Margarita, bautizada como Nueva Esparta a instancia del cura chileno. La presidencia ejecutiva quedaba en manos de las dos cabezas visibles del liderazgo independentista: Santiago Mariño y Simón Bolívar, teniendo como suplentes a Francisco Antonio Zea, Cortés de Madriaga y Diego Vallenilla.Parecía un golpe de Estado civil contra la hegemonía militarista de Bolívar. Así jamás pretendiera serlo, suponía un desconocimiento de iure y de facto de su autoridad: “uno de los primeros objetivos que se propusieron los promovedores del llamado Congreso de Cariaco, fue el desconocimiento de la autoridad suprema conferida a Bolívar”, comentaría José Manuel Restrepo. No se equivocaba.

@sangarccs










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