Los acontecimientos históricos tienen la particularidad de alinear en torno de ellos opiniones y puntos de vistas que antes de que emerjan de modo manifiesto se encuentran en estado latente. Así ha sucedido con el golpe que el día 28 de junio del 2009 tuvo lugar en Honduras y con los hechos que le siguieron. Tanto en los medios políticos como intelectuales ha tenido lugar frente a ese inesperado hecho, un más que interesante debate; muy importante a mi juicio, sobre todo si se tiene en cuenta que la polémica no es una de las distinciones principales de la cultura política latinoamericana. A partir de este debate será quizás posible que surjan nuevos posicionamientos, nuevas percepciones y nuevas formas de enfocar los temas políticos de nuestro tiempo.
No está mal: por discutir nadie se ha muerto. Más que analizar los acontecimientos hondureños “en sí”, dedicaré las líneas de este trabajo a analizar las diversas posiciones (a las que llamaré “partidos”) surgidas alrededor de ese golpe que más bien fue un “golpe de gobierno” pues todas las demás instituciones del Estado se conservaron intactas.
De un golpe que, a diferencia de muchos que han ocurrido en el continente, no surgió una dictadura ni una junta militar sino un gobierno interino que no sólo muestra su disposición a la negociación y al compromiso sino, además, asegura que abandonará ese lugar de acuerdo a la agenda prevista antes del golpe. Eso quiere decir que si el golpe en su ejecución fue muy tradicional, el escenario político después del golpe es un hecho inédito y por lo tanto invita a prestarle toda la atención posible.
En torno al golpe de gobierno ocurrido en Honduras creo percibir que se han formado cuatro “partidos” muy definidos. Ellos son a mi juicio: a) el partido “albista”. b) el partido golpista. c) el partido moralista y d) el partido del realismo político del cual me declaro, para que no quepan dudas, como un activo y disciplinado militante.
Al final de mi trabajo he introducido una suerte de decálogo político. Se trata más bien de los presupuestos que explican o dan sentido a mis argumentos, tanto en éste como en otros trabajos. Recomiendo leerlos al final del texto. Pero también podría ser posible leerlos al comienzo. O incluso, si a alguien no le interesan, no leerlos. En fin, no hay nadie más libre que un lector. 1. El partido albista Es imposible entender la posición del “albismo” frente al caso Honduras sin entender lo que es el ALBA. Surgida como un organismo de cooperación comercial entre Venezuela, Bolivia y Cuba, ha pasado a convertirse en una suerte de internacional latinoamericana del castro-chavismo cuyo objetivo central es expandir el llamado socialismo del siglo XXl, rimbombante slogan sin estatuto teórico pero, por eso mismo, altamente receptivo. Como he intentado destacar en otra ocasión, la estructura del ALBA semeja una fotocopia borrosa y en tamaño muy reducido de lo que fue una vez el imperio soviético. En su núcleo encontramos el eje La Habana- Caracas dentro del cual La Habana es su canal ideológico y Caracas su canal económico y militar. Enseguida tenemos a países satélites como Bolivia, Ecuador y Nicaragua. Luego vienen las zonas de influencia que abarcan hasta los países clientes. A partir de ahí el ALBA establece ramificaciones interregionales, aún en naciones que no forman parte de su esfera, a través de vínculos que se extienden a organizaciones no gubernamentales (por ejemplo, las casas del ALBA en Perú), a partidos políticos afines al castro-chavismo, a organizaciones terroristas como las FARC e incluso a casas editoriales y universidades. Desde esa perspectiva resulta comprensible que quienes más han sido afectados por el golpe de junio en Honduras son los líderes máximos del ALBA: Fidel Castro y Hugo Chávez.
Castro y Chávez han perdido, en efecto, una pieza geoestratégica clave en el espacio centroamericano. Y si se tiene en cuenta los problemas de legitimación que afectan al gobierno de Nicaragua, la pérdida de una ficha -que eso y no más es para ellos Honduras- resulta aún más dolorosa.
En cierto sentido la ideología de ALBA es, como destaca el escritor chileno Jorge Edwards, una “rémora de la Guerra Fría” (La Segunda, 24 de julio de 2009). Efectivamente: el rasgo esencial de los gobiernos albistas es su declarada enemistad en contra de los EE UU al que denominan unas veces “imperio” y otras veces “imperialismo”. Frente a ese enemigo universal todas las alianzas están permitidas aunque eso lleve a compartir un destino histórico con los gobiernos más macabros de la tierra (Bielorrusia, Zimbabwe, Irán, entre otros). Pese a ser una rémora de la Guerra Fría, ALBA ha alcanzado –para decirlo en los términos de Niklas Luhmann- una suerte de “dinámica autoreferencial” o, dicho más en castizo: algo que se ha autonomizado de sus causas originarias.
Dejaré para otra ocasión un análisis pormenorizado de esa unidad micro-imperial que es ALBA. Cabe sólo destacar que si bien hay diferencias entre los regímenes políticos que la conforman, hay al mismo tiempo semejanzas. Entre otras podemos mencionar el hecho de que ALBA ha enclavado preferentemente en países de economías desintegradas y con débiles estructuras políticas, propensos a irrupciones populistas, a histerias colectivas, y a la emergencia de caudillos presidencialistas con delirios de omnipotencia. En todos esos países tiene lugar un desmantelamiento de las instituciones públicas, la concentración estatal del aparato productivo, la manipulación de las elecciones como medio de acumulación del poder, las violaciones constitucionales (entre otras), y sobre todo, la realización de “golpes desde el Estado” dirigidos a destruir los reductos de la oposición. En fin, todo aquello que ocurrió en Venezuela y que ya estaba ocurriendo durante el gobierno de Manuel Zelaya en Honduras. El golpe de gobierno en Honduras fue una respuesta al “golpe desde el Estado” que sin atender a la correlación nacional de fuerzas (los poderes legislativo y judicial, el ejército, las dos iglesias cristianas, y la mayoría de la población activa) intentó llevar a cabo Zelaya a través de la introducción forzada de la ominosa “cuarta urna” (que fue su urna). Para que se entienda mejor: el golpe de Estado es una transacción al contado; el golpe desde el Estado se paga a crédito. El problema es que Zelaya no tenía fondos políticos para realizar ni lo uno ni lo otro. No obstante, después del golpe de gobierno que llevó al poder a Roberto Micheletti, el partido albista quedó muy bien posicionado para realizar una política de contraataque, y nada menos que en el lugar que menos le corresponde: en el del espacio democrático. La razón fue que los militares hondureños hicieron lo que siempre habían hecho cuando los presidentes se les han atravesado en el camino: lo sacaron a empellones del palacio y pusieron, en su lugar, a otro. En ese momento protestamos casi todos, y con razón. La verdad es que creíamos que ese tipo de golpes tan feos ya no eran posibles. Los golpistas de hoy día son, en cambio, más finos. Chávez por ejemplo, se hace elegir por medio de elecciones aplicando los medios más ilícitos, y así gana. Luego, desde el gobierno devora el poder poco a poco, como quien corta en lonjas un trozo de tocino. El tosco general Romeo Vásquez en cambio, no gozó siquiera del poder: los militares delegaron el gobierno a un civil para que restaurara las instituciones democráticas amenazadas por la alternativa re-eleccionista –tan de moda que está- y luego se retiraron, felices de la vida, a sus cuarteles. Y todavía no entienden porque casi todo el mundo los condena.
La verdad es que ese mundo –tan bienpensante- no critica tanto al golpe como a su forma. Digámoslo así: a los golpistas de Tegucigalpa les faltó sentido estético. Chávez, Morales, Ortega, en cambio, poseen una refinada estética golpista. Es la estética de la revolución de la “multitude” (como dicen los sociólogos cursis de hoy día), de las masas uniformadas, de los himnos marciales, del mito histórico, del pueblo-unido-jamás será-vencido, del pasado indígena, del imperio inca, del socialismo nativo, bolivariano, sandinista, martiano, marxista, marciano, cristiano, cualquiera cosa señor: póngale usté.
Los militares hondureños, que duda cabe, dominaban la “técnica del golpe de Estado”. Los golpistas del ALBA, en cambio, dominan el “arte del golpe de Estado”. La diferencia entre técnica y arte la conoce muy bien el gran pintor venezolano de nuestro tiempo: “Cuando Picasso está pintando Guernica no debe ser sustituido”, dijo una vez Chávez, abogando por su utopía de la infinita reelección. La destrucción de Guernica debe ser llevada a cabo hasta el final en medio de vítores y aplausos frenéticos de la “multitud cósmica” que lo rodea. De ahí que frente al golpe hondureño hasta los gatos se sintieron, de un día a otro, democráticos.
Por supuesto, es más fácil imaginar a Madonna de novicia que a Daniel Ortega o Raúl Castro luchando a favor de la democracia representativa. Pero así estaban las cosas a mediados del mes de julio del 2009. Sólo faltó que el Mono Jojoi desde algún video selvático nos diera lecciones democráticas. Y no habría sido extraño: el arte del neo-golpismo latinoamericano es definitivamente surrealista. No obstante, pasaría poco tiempo para que el partido albista mostrara su definitivo rostro. Ello ocurrió cuando EE UU no sólo no reconoció al nuevo gobierno hondureño sino que pidió por el regreso del destituido presidente. Más aún: EE UU favoreció la mediación del presidente Oscar Arias, arrancando así a Honduras de las garras de la OEA, organización que ha sido prácticamente secuestrada por el ALBA. Castro y Chávez percibieron entonces que no sólo habían perdido una ficha en el tablero internacional sino que estaban a punto de perder la perla más preciada del discurso albista: la perla radiante del antimperialismo.
No fue casualidad, por lo tanto, que el más inteligente (o el único inteligente) director del ALBA, que es Fidel Castro, reaccionara de inmediato atacando brutalmente a Arias, negando radicalmente toda posibilidad de negociación e induciendo a sus aliados a arrebatar la presa al enemigo imperial. Y es aquí, justo en este punto, donde se muestra el carácter más retrógrado y anquilosado del partido albista. La táctica utilizada por el viejo Fidel fue la misma que dio éxito al joven Castro durante la lucha contra Batista, táctica que después fue esquematizada por Regis Debray y su legendario “Revolución en la revolución”. Fue esa la misma que fracasó estrepitosamente en Bolivia; la misma que llevó a la derrota a tantos movimientos armados y desarmados de los años sesenta. Esa es la táctica del foco insurreccional, sacada hoy del baúl de los recuerdos más polvorientos del mito revolucionario del siglo XX para ser aplicada en esa, como dice Jorge Edwards, “guerra fría reinventada”. Y a la ejecución de esa táctica cuyas páginas están llenas de polillas y pulgas, se prestó Manuel Zelaya. ¿En qué consiste esa táctica? se preguntarán sin dudas los lectores más jóvenes. La respuesta es muy fácil, pues hasta los más tontos la entienden (de ahí su éxito)
Tú vas a un determinado lugar geográfico como Cristo a Samaria (perdón) con un grupo de apóstoles escogidos. Desde ahí te declaras en rebelión (foco) llamas a la insurgencia total, y las multitudes revolucionadas se levantarán, no para avanzar a Jerusalén sino para crear uno dos, tres Vietnams. Luego ese foco luminoso de la vanguardia auto-elegida iluminará desde las alturas más elevadas a las pervertidas ciudades donde llegarán las multitudes insurgentes con sus clamores de hambre y fuego a ocupar el palacio de gobierno y desde ahí se harán del poder hasta el fin de la eternidad para redimir a los humanos y reemplazarlos por el Hombre Nuevo, hecho a imagen y semejanza de quien ocupa el poder de turno. Para echar a andar esa táctica se requiere, por lo tanto, de un grupo no muy numeroso de chiflados con predisposiciones suicidas, de un líder absolutamente enloquecido (en este caso Zelaya) y, sobre todo, dinero.
En este punto habría que recordar la mil veces citada frase de Marx relativa a que la historia se repite: una vez como tragedia y otra como farsa. En lugar de eso citaré el párrafo completo ya que su sentido es plenamente analógico con la farsa que, a instancias del ALBA, puso en acción Manuel Zelaya en El Ocotal, en los límites que separan a Nicaragua de Honduras. El párrafo de Marx dice así: “Hegel observó alguna vez, que todos los grandes hechos de la historia universal y las personas se repiten. Olvidó agregar que una vez como tragedia y otra vez como farsa.
Causiddière por Danton, Louis Blanc por Robespierre, el Montagne de 1848-1851 por el Montagne de 1793-1795, el sobrino (Napoleón lll) por el tío (Napoleón) Y la misma caricatura en las condiciones en las cuales ha tenido lugar la segunda edición del 18 de Brumario” “(Marx Engels “Werke”, tomo 8, Berlin Oriental 1975, p. 115) Ahora bien, en el 18 de Brumario de Manuel Zelaya también se repiten personajes de los años sesenta pero como caricaturas de sí mismas. Véase: Micheletti por Batista, Chávez por Castro, Zelaya por Che Guevara.
Hugo Chávez, el Castro del siglo XXl, vencedor de mil batallas que nunca se dieron ni se darán, el héroe del Museo Militar (así como Castro lo fue del Moncada) intenta emular la gesta de su mentor y envía al hombre del sombrero (quien más se parece a Jorge Negrete que al Che) en lugar del hombre de la boina - pero no a la quebrada del Yuyo donde fue a pelear el Che, sino a la pacífica localidad de Las Manos y junto a él, el guerrillero heroico alias ministro del exterior de Venezuela: Nicolás Maduro, digno chofer del jeep de Zelaya. Al igual que el trágico Che, Zelaya padece de un incontrolado “complejo de divinidad” (Alfred Adler) e imagina que su sola presencia en los límites bastará para que las multitudes revolucionarias no sólo de Honduras, sino de toda América Latina, se levanten como un sólo hombre, dispuestas a inmolarse por el caudillo redentor que los conducirá a bañarse en los mares de la felicidad socialista. Y como el Gramma terrestre de Zelaya y Maduro, al igual que el marítimo de Castro y del Che, no dio resultados, la mayoría de los hondureños zelayistas decidieron que no vale la pena preocuparse tanto por un presidente que ya no lo es, y comienzan a volver a sus labores; a comer pupusas y nacatamales, o a beber el buen ron de caña que tanto abunda en el país, para al fin despertar bebiendo ese café de Olancho que vuelve fuertes a los más débiles y valientes a los más cobardes. Pero el combatiente heroico que es Zelaya no cejará; irá a las montañas – él lo ha anunciado- y desde ahí seguirá combatiendo por la libertad.
Ojalá –pienso yo- que el aire de las alturas le haga bien y vuelva de una vez por todas al lugar de donde nunca debió haber salido: a su Partido Liberal, a pelear verbalmente contra el Partido Nacional, y a ganar o perder elecciones, como corresponde a cualquier político de profesión, que eso y no más es Zelaya, y no – como lo convencieron sus protectores cubanos y venezolanos- un Mesías que baja a la tierra en gloria y majestad. 2. El partido golpista Si es verdad que en América Latina hay una (mini) Guerra Fría reinventada como postula Jorge Edwards, hay que tomar en cuenta que como también ocurre en el amor, para que funcione una guerra, fría o caliente, se necesitan por lo menos dos. Los actores principales de esa farsa que es la nueva guerra fría latinoamericana son como hemos dicho, Castro y Chávez. Uno es el ideólogo, el otro el ejecutor. Castro, programado por su propia historia no puede pensar de otro modo que no sea en términos bi-polares. Chávez, a su vez, está poseído por la ideología de su mentor hasta el punto que aparece como ejecutor del proyecto que dejó pendiente el primero: el de la revolución socialista continental. Antes de que se muera el padre, ha recibido ya un testamento. Ahora bien, las obsesiones del primero como las alucinaciones del segundo, han terminado por reactivar el polo contrario: el de la derecha golpista, aquella misma que hizo en el pasado del anticomunismo no una postura política sino que, casi, una religión. El golpe de gobierno de Honduras ha tenido la rara virtud de dinamizar ambos polos mostrando claramente que tanto el uno como el otro pertenecen a una sola unidad: la de la barbarie latinoamericana, entendida ésta no como ausencia de civilización sino como ausencia de democracia. Eso es lo que los dialécticos llaman: unidad de los contrarios.
A Hannah Arendt corresponde el mérito de haber analizado al estalinismo y al fascismo como dos partes contrarias de una sola unidad. Esa unidad era, para ella, el totalitarismo. Tanto el uno y el otro fueron vistas por la filósofa política como “revoluciones reaccionarias” frente a la ilustración, la democracia liberal y el ejercicio libre de las ideas, en fin, como una “contra-revolución” frente al avance de la modernidad política.
En la Guerra Fría “reinventada” que asola a Latinoamérica, otra pareja siniestra ha tomado también formas polares, y si recurrimos a usos tipológicos, tendríamos que convenir que en su expresión más pura esos polos unitarios no son el estalinismo y el fascismo como ocurrió en la vieja Europa, sino sus versiones criollas: el pinochetismo y el castrismo. Así como historiadores actuales han encontrado que entre Stalin y Hitler hay muchas similitudes de carácter, Chávez pareciera reencarnar, en la repetición farsesca de la historia trágica que estamos presenciando, la síntesis perfecta entre Pinochet y Castro: un verdadero clon histórico. Con Pinochet (así como con otros dictadores latinoamericanos de menor cuantía) comparte un instinto de poder y una astucia sin límites; casi animal. El lenguaje cuartelero, chabacano, procaz y hampón es, en ambos personajes, el mismo. De Castro, a su vez, ha recibido las obsesiones, el gigantismo, la omnipotencia, en fin, la locura ideológica. Y de los dos, le viene un acendrado militarismo, aquel mismo que mediante una inversión del postulado de Clausewitz considera que la política no es más que la continuación de la guerra por otros medios.
Ya llegará el día en que los historiadores latinoamericanos habrán de convenir en que esos dos fenómenos –los pinochetismos y los castrismos- no pueden ser estudiados de manera independiente el uno con respecto al otro. En cierta medida, el pinochetismo –en la no tan divina comedia latinoamericana- fue la reacción más virulenta en contra del castrismo que penetraba a la izquierda chilena. A su vez, el castrismo ha encontrado en la existencia real o potencial del pinochetismo, una justificación histórica, del mismo modo como en Europa el pretexto del anti-fascismo sirvió a los comunistas para cometer los peores crímenes que uno pueda imaginar.
Castrismo y pinochetismo son, efectivamente, las dos cabezas latinoamericanas de la legendaria hidra de Lerna. Una cabeza muerde a la otra, pero no pueden devorarse porque al fin y al cabo pertenecen ambas al mismo cuerpo: al de la barbarie como sistema. Así como Peter Schloterdijk escribió en su libro “Zorn und Zeit” (la Ira y el Tiempo) que el fascismo era “socialismo sin proletariado”, podría deducirse, en el mismo sentido, que el castrismo es “pinochetismo sin empresariado”. Ahora bien, ¿cómo se ha manifestado frente a Honduras la versión golpista de la derecha latinoamericana? Quien haya venido siguiendo con cierta atención los acontecimientos que siguieron al golpe, puede darse cuenta que esa derecha ha reaccionado, sobre todo en Venezuela, de la misma forma como ha reaccionado siempre frente a todo golpe de derecha. Y, por cierto, de tres modos: a) negando el hecho del golpe mediante utilización de trucos semánticos. b) confundiendo legalidad con legitimidad c) justificando los medios por los fines o lo que es igual: legitimando al golpismo como medio de acción política.
De acuerdo a la primera reacción, algunos publicistas de derecha hicieron suya la primera versión del gobierno de Micheletti relativa a que el golpe no fue un golpe sino una simple destitución constitucional. Que fue una destitución no lo niega nadie, pero que esa destitución tomó la forma de un golpe, es también innegable. No puedo en este punto sino recordar los primeros días después del golpe en Chile cuando los voceros de la Junta prohibieron que se hablara de un golpe debiendo decirse en su lugar: “pronunciamiento”. La verdad de las cosas es que jamás ningún golpista ha dicho que ha llevado a cabo un golpe. Pero si sacar a un presidente de su cama – por muy auto-golpista que sea, y Zelaya lo era- y arrojarlo como un bulto en cualquier avión no es un golpe, quiere decir que ni en Honduras ni en ninguna otra parte ha habido un golpe; ni de gobierno ni de Estado. Otro truco semántico de la derecha golpista ha sido presentar al golpe como resultado del derecho a la rebelión de los pueblos. Quienes así han hablado o escrito han confundido intencionalmente el hecho del golpe con sus consecuencias. El golpe, y hay que decirlo con todas sus letras, no fue producto de ninguna rebelión popular sino de una conspiración palaciega. Cierto es que Zelaya había bajado notablemente su popularidad, pero eso no había llevado todavía a ninguna insurrección popular. Ahora, que parte del pueblo hondureño, frente a las injerencias, insultos y amenazas del chavismo y sus albistas, haya reaccionado masivamente por medio de pacíficas demostraciones, tampoco puede negarse. Pero esa fue una reacción post-golpe. Hay en Honduras, por lo tanto, dos movimientos populares: el del clientelismo de Estado que construyó Zelaya y el civil democrático que surgió después del golpe en contra del regreso del “chavismo melista” a la nación. El pueblo está desunido y, por eso mismo, no puede ser vencido.
El segundo recurso de la derecha golpista, tanto hondureña como latinoamericana, ha sido la casi inevitable confusión entre legalidad e ilegitimidad. Las diferencias son bien conocidas: si bien no todo lo legítimo es legal, no todo lo legal es legítimo. En cualquier caso, una acción política, un golpe también, siempre será legítima para sus partidarios e ilegítima para sus contrarios. Pero un golpe no es legal, porque créanme, hasta ahora no conozco ninguna Constitución del mundo que consagre el golpe de Estado como medio de recambio gubernamental. Por supuesto, puede alegarse que el ejército actuó de acuerdo a una orden judicial. Mas, la destitución si es un acto judicial, debe llevarse a cabo en una corte judicial. Y si es político, debe ser llevado en el Parlamento. Zelaya tenía un mínimo derecho a defenderse jurídica o políticamente. Ese derecho le fue negado. Que le hubiera sido negado por razones de conveniencia práctica, ese es otro tema, y ese tema no puede ser tratado judicialmente.
Más político habría sido que Micheletti hubiera dicho: “Hemos quebrado la legalidad vigente, y estamos dispuestos a afrontar las consecuencias frente al mundo. Pero lo hemos hecho porque en un determinado momento lo que hicimos era la única posibilidad de evitar un mal peor: una dictadura”. No con esas palabras, pero diciendo lo mismo, habló el Cardenal Oscar Rodriguez, la voz más respetada de la nación. Más sincero aún que el Cardenal fue el Coronel Herberth Bayardo Inostroza: “Cometimos un delito al sacar a Zelaya. Pero había que hacerlo”. Mas, Micheletti es un político y los políticos no están comprometidos con la verdad. Mucho menos lo está la ultraderecha continental, cómplice de tantas violaciones a la ley, a la moral e, incluso, a la razón.
Más honestas- y este es el tercer punto- han sido aquellas justificaciones golpistas que no recurren a ningún tapujo moral ni leguleyo. Hay algunos comentadores que incluso han argumentado que frente al peligro comunista representado en este caso por Chávez y el ALBA, todos los medios de lucha son válidos. Así, para ellos, no es necesario usar ninguna artimaña legalista. Para ellos se trata de una lucha de vida o muerte, lucha que debe ser llevada hasta sus máximos extremos. Fue en las mismas páginas de la revista Analítica donde leí que un politólogo de la derecha golpista escribía dando gracias a Chávez por haber puesto claridad en los términos de la lucha. La razón era que Chávez, por su ningún respeto a las formas y a las normas, ha despojado al enfrentamiento político de todas las hipocresías que acompañan a una práctica política normal. En cierto modo, según la posición del articulista, Chávez ha simplificado las cosas. O se está en contra o a favor del chavismo; no hay términos medios. Y si pensamos que el “melismo” no es más que una exportación chavista en tierra hondureña, la postura del autor mencionado no carece de cierta lógica. En un sentido que algo tiene que ver con la teoría política de Carl Schmitt, Chávez, sin haber leído a Schmitt, ha llevado a la política a una situación radicalmente antagónica, a una donde no hay más adversarios sino sólo enemigos, a aquel lugar donde tú sólo puedes vencer o ser derrotado.
Hay efectivamente momentos en los cuales los espacios que separan a la política de la guerra son mínimos y en donde no nos queda más alternativa que ganar o perder. Y que Chávez encamina a Venezuela hacia ese momento, ya no me caben dudas. Chávez, frente a sus enemigos se ha despojado, efectivamente, de toda hipocresía. El mismo dice en sus discursos que su objetivo es “pulverizar a la oposición”; y yo creo que lo dice en serio. El problema es que esa hipocresía a la que renuncia Chávez tiene en el lenguaje político otro nombre: ese nombre es, democracia. O digámoslo así: sin un mínimo de hipocresía ni la democracia ni la vida social funcionan. Porque la democracia no es la política “en sí” sino sólo una forma - en occidente, la preferida- de la política. La democracia es y será siempre formal. Chávez no cuida las formas y Micheletti tampoco las respetó cuando expulsó a Zelaya del gobierno debido a que el presidente tampoco respetaba las formas. Los tres, cada uno de un modo distinto, han reducido a la política a una “cosa” informal.
Puede haber, por cierto, política sin democracia, pero democracia sin política no puede haber. La democracia es una forma de limitación de la política basada en la común aceptación de determinas reglas que no sólo protegen a la política de sus enemigos -principalmente militares- sino que, además, protegen a la política de un exceso de política. Un mundo donde todo es política o donde la política es todo, es definitivamente un mundo anti-político. Cuando la política cubre todo el espacio público, cuando las leyes ya no tienen más valor, cuando las formas mínimas de convivencia ya no se respetan, la política termina por destruirse a sí misma. Ha llegado entonces la noche del terror. En fin, la política puede destruir a la política cuando la política no tiene formas que la protejan de nosotros, o lo que es igual: de nuestra inmensa capacidad de odio y destrucción.
¿Qué puede extrañar entonces que en contra de la amenaza del totalitarismo castrista que representa Chávez en su país los golpistas de derecha, al justificar el golpe de gobierno en Honduras, terminen alabando a Pinochet por haber salvado a Chile del comunismo? El autor a quien ya me referí, escribió por ejemplo, lo siguiente: “Vargas Llosa afirmó recientemente en un artículo “la interrupción de la democracia por una acción militar no es justificable en ningún caso” ¿Cómo juzgar entonces el caso chileno de 1973? ¿Se salvó o no Chile del comunismo en esa oportunidad? ¿Es que acaso podía esperarse otra cosa del Chile de Allende? ¿Era preferible aceptar que Allende prosiguiese su pesadilla hasta que no fuese posible dar marcha atrás?” En otras palabras, dicho autor, al aceptar “la lógica de la hidra” capitula definitivamente frente a Chávez. Como en el caso de la gran novela de Orwell, termina identificándose con el agresor, aún antes de luchar contra él. El proceso de deshumanización de la política alcanza así su momento culminante, aquel que llevará en un determinado momento a decir: “el enemigo soy yo”. Porque convengamos: Pinochet no sólo fue quien “salvó” a su patria del comunismo, del mismo modo que tampoco Castro es sólo quien “salvó” a su patria del capitalismo. Pinochet y Castro significan mucho más que esas supuestas “salvaciones”.
Pinochet representa largos años de torturas, de miembros humanos destrozados meticulosamente, de cuerpos arrojados al mar desde helicópteros, de cadáveres que flotan en los ríos, de seres que desaparecieron para siempre sin que nadie sepa todavía donde yacen sus cuerpos, de mujeres violadas por la sádica soldadesca, en fin, el terror asesino del odio militar a todo lo que parezca civilidad, democracia, cultura o política.
Castro a su vez, significa paredón, fusilamientos en masas, incluso de quienes fueron sus propios aliados, mazmorras nauseabundas donde todavía se arrastran quienes fueron alguna vez disidentes y contestatarios. Significa cientos de náufragos ahogándose sin que nadie les tienda una mano. Y por si fuera poco, significa miseria social, embrutecimiento ideológico, pauperismo, hambre. Por último, significa entrega total de una nación el imperialismo más cruel de la historia universal: el soviético.
Los dos jerarcas, por cierto, ostentan trofeos de combate. Uno eliminó la inflación, diversificó las exportaciones y pacificó las calles. El otro disminuyó el analfabetismo, creó un sistema de salud pública aceptable, y mantuvo abierto el Tropicana para los turistas europeos. Pero ¿qué es eso comparado con tanta maldad, con tanto fanatismo, con tanto crimen cometido? En cualquier caso, convengamos: ni Micheletti es Pinochet ni Zelaya es Allende. Si dejamos claro este punto tan obvio, podemos entonces seguir conversando. 3. El partido de los moralistas Ni Micheletti es Pinochet ni Zelaya es Allende. Vale la pena hacer esta diferencia tan elemental. Si comparamos a Micheletti con Pinochet (como hizo el politólogo de derecha) hacemos un favor a la figura de Pinochet. Y si comparamos a Zelaya con Allende (como hizo Fidel Castro) insultamos la memoria de Allende. La diferencia, además, hay que hacerla si se toma en cuenta el hecho de que frente al golpe de gobierno de Honduras ha surgido con fuerza una posición que en aras de la proclamación de principios morales termina por negar toda diferencia entre éste y otros golpes; problema grave, pues sin diferencias no hay política. Bajo la premisa, “un golpe es un golpe y nada más”, la posición moralista no acepta reconocer las particularidades ni mucho menos las condiciones históricas que dieron origen al golpe de Honduras. Pocas veces, en verdad, un golpe de gobierno o Estado ha sido criticado con tanta unanimidad como ha ocurrido con el hondureño. Las razones son evidentes, pero también ambivalentes. Por cierto, hay que saludar el hecho de que en América Latina, continente testigo de tantos y tantos golpes de Estado, cada uno más sanguinario que el otro, haya por fin aparecido una suerte de sensibilidad refractaria a continuar esa más que terrible historia. De acuerdo a esa “nueva sensibilidad” algunos gobernantes han querido sentar un hecho precedente que se expresa en el lema “nunca más volverá a ocurrir lo que ocurrió”. Bajo ese lema se quiere significar, a su vez, que América Latina ha entrado, por fin, a la órbita de las naciones democráticamente organizadas. En ese sentido, el anti-estético golpe de Honduras sería una mancha que ensucia la nueva hoja de vida del continente. Ese fue, por cierto, el principal error de los golpistas de Honduras: no haber captado el nuevo espíritu del tiempo lo que, desde el punto de vista político, es un error inaceptable. El golpe de Honduras fue condenado y sentenciado el mismo día que ocurrió. La reacción fue espontánea y trascendió más allá del continente. La mayoría de las naciones de la tierra, aún aquellas cuyos gobiernos no son precisamente un ejemplo de democracia - sobre todo aquellas, diría yo- se apresuraron a emitir su posición de radical rechazo al golpe. Gracias a Honduras -una nación que sólo figuraba en los periódicos por sus altos índices de pobreza- el mundo pareció vivir, aunque sólo fuera por un momento, una verdadera fiesta de democracia. No sé si Corea del Norte condenó a Micheletti, pero si lo hizo Cuba, puedo imaginarlo. La paradoja del caso es que de todos los golpes de Estado habidos en el continente (y ha habido tantos) el de Micheletti parece ser, hasta ahora, el menos cruento de todos. La condena universal que se extiende sobre el nuevo gobierno de Honduras fue, repito, un signo de una nueva sensibilidad surgida en América Latina, y cualquier demócrata debe alegrarse de que así sea. No obstante, habiendo ya pasado muchos días después del hecho, ha llegado quizás la hora de entender los antecedentes que llevaron al golpe, lo que no quiere decir justificarlo. Esa tarea es muy importante si se trata de encontrar los dispositivos que puedan llevar a esa nación a encontrar el rumbo que extravió, no sólo en los días del golpe, sino mucho antes de su ejecución: durante el gobierno de Zelaya. Y eso no se puede lograr con simples declaraciones de principios. “Hay que estar en contra de todo golpe, venga de donde venga” es el lema de los moralistas de nuestro tiempo. No obstante, una declaración de principios no puede jamás sustituir a una política inteligente. Los principios, que duda cabe, son algo muy importante, tanto en la vida política como en la privada. Pero los principios han sido hechos, como la palabra lo dice, para principiar, o sea para comenzar a pensar o actuar. Los moralistas de la política, en cambio, comienzan con los principios y terminan con los principios. Y con eso convierten, quieran o no, cualquiera salida política en una imposibilidad porque, entre otras cosas, las soluciones políticas no ocurren de acuerdo a principios sino de acuerdo a compromisos, lo que es algo muy distinto. Los partidarios del moralismo político entre los que se cuentan algunos gobernantes son por lo general personas a las cuales el destino de una nación les interesa muy poco. Lo que más interesa a ellos es quedar bien ante la historia dejando testimonio de su virginidad política. Eso significa no arriesgar ninguna opinión peligrosa, nada que los pueda perjudicar o ensuciar; protegerse al máximo de todo lo que tenga que ver con la realidad, de modo que cuando llegue el momento de rendir alguna cuenta, puedan decir: yo ya declaré mis principios. Como escribí en un artículo anterior, los gobiernos de América Latina se dividen en dos grupos: los del ALBA (y sus simpatizantes) y los que “no se meten en política”. Estos últimos se contentan con hacer glamorosas declaraciones de principios. Los moralistas, al ser principialistas, sólo conocen el comienzo de cada cosa. Lo demás –en su irremediable narcisismo- no les interesa. Así, y del mismo modo como el partido de los golpistas niega la democracia en aras del cumplimiento de una política, los moralistas niegan la política en nombre de la democracia. Pero la democracia que ellos conocen no es la “democracia vibrante” de las que nos habla Hillary Clinton, sino una democracia estática, sin política, ajustada a principios morales que nunca se han cumplido y nunca se cumplirán. En fin, los moralistas le tienen pánico a la política. Está bien; cada uno tiene sus miedos. El problema es que ellos intentarán siempre convencernos que sus miedos son la mejor razón política del mundo. Y eso es, políticamente hablando: inaceptable. Mientras para la derecha golpista que hace de las diferencias el principio y el fin de toda política, para los moralistas no existen las diferencias. Ellos se limitan a condenar un hecho histórico de un modo casi notarial. Así, Pinochet y Micheletti deben ser medidos con la misma vara porque al fin, ambos son golpistas, y el anti-golpista condena a los golpes por principio, del mismo modo que para el creyente religioso no hay diferencia entre quien ha robado un millón de dólares y quien ha robado un par de centavos. Ambos han pecado; lo que importa es el hecho; no la cantidad. En otros términos: aquello que hacen los moralistas es llevar la lógica de la razón religiosa al espacio político; y eso es lo que nunca se debe hacer con la política sin pagar el precio de negarla en su razón más esencial: la deliberativa La democracia no es una práctica religiosa ni mucho menos el altar de la moral absoluta. La democracia es antes que nada una forma de hacer política a través de medios, valga la tautología, democráticos. Sin moral no hay política; mas, reducir la política al simple cumplimiento de dictados morales es profundamente inmoral. Para poner ejemplos: si sólo dominaran las razones morales, nunca habría podido ser posible la democracia en Chile. Los demócratas chilenos pactaron con el Ejército y eso no los convirtió en pinochetistas. Del mismo modo, los obreros de Solidarnosc, con Walessa a la cabeza, pactaron con el dictador comunista, el general Jaruselski, y eso no convirtió a Solidarnosc ni en comunista ni mucho menos en golpista. Mas, si alguien afirma que es necesario encontrar una salida en Honduras a través y no sólo en contra de Micheletti, los moralistas rasgan sus vestiduras y reaccionan indignados. Tampoco interesa a los moralistas de nuestro tiempo que una democracia pueda ser liquidada sin pasar por el hecho espectacular del golpe de Estado. Esos son “hechos internos”- fue la conclusión “genial” del Secretario General de la OEA- como si los golpes fuesen hechos “externos” (¡!). De acuerdo a la lógica del Secretario General de la OEA, Hitler nunca habría podido ser condenado políticamente pues cumplió con todas las normas que exige la democracia representativa. En una escala más baja, Fujimori y Chávez también lo han hecho. Nunca Fujimori dio un golpe de Estado, pero hoy casi nadie se atreve a negar que Fujimori fue un dictador. Chávez fracasó en un golpe de Estado, se convirtió después en candidato, ganó las elecciones, y desde ese momento no ha hecho otra cosa que propinar golpes desde el Estado a una amedrentada nación en donde él hace lo que le da la real gana, apoyado en un ejército que sólo él controla, desconociendo elecciones, encarcelando a sus adversarios, subordinando todos los poderes públicos a su simple voluntad y hoy, amordazando a la prensa de un modo que habrían envidiado los dictadores más golpistas de la historia latinoamericana. Por lo demás, los moralistas, por lo menos los que yo conozco, no son tan morales como quieren aparecer. Jamás les he escuchado alzar la voz para condenar los crímenes de un Fidel Castro frente a quien, si hubiera que hablar sólo en términos morales, Micheletti es un ángel celestial. Razón de más para pensar que hay una diferencia muy grande entre moralismo y moral. La diferencia fina la hizo Kant en su libro “Paz Perpetua”, agregando que si la política fuese sólo moralista, viviríamos siempre en un estado de guerra. 4. El partido del realismo político El partido del realismo político se diferencia de los tres anteriormente nombrados en un punto fundamental: carece de ideología. Esa es su principal debilidad. Pero también es su principal fuerza. Las ideologías son medios que sirven para protegernos de los peligros de la vida. En casos extremos las ideologías nos vuelven inmunes frente a la realidad y esa es su gran ventaja porque a diferencia de la realidad que está llena de errores - pues en ella actúan esos seres equívocos, erráticos e imprevisibles llamados humanos- las ideologías jamás se equivocan. “Sólo el error es fuente de verdad” dijo una vez Nietzsche; y parece que tenía razón porque para pensar hay que corregir y para corregir tiene que haber algún error. Pensar es, en buenas cuentas, corregir.
Pensar un hecho histórico de modo realista no significa prescindir de principios ni mucho menos asumir una posición neutral. En ese sentido hay que tener en cuenta que la política -a diferencias de la filosofía, el arte y la religión- es una práctica instrumental, es decir, está sujeta a la lógica medios- fines. No puede haber política sin objetivos políticos. Esa es la razón por la cual en el caso de Honduras, después que el golpe fuera condenado y “re-condenado”, se hacía necesario pensar acerca de las posibilidades de retorno a la democracia y en torno a ese objetivo, quienes pertenecemos al partido del realismo político, hemos ido articulando nuestras opiniones con el fin de encontrar algunas certidumbres.
Por de pronto, había que partir de una premisa común y elemental, y esa no puede ser otra que el reconocimiento y análisis de los actores reales y no ilusorios que participan en el juego. Así como nadie elige a sus vecinos, en la política nadie elige a sus actores. Hay que contar con ellos tal como son y no como quisiéramos que fueran. Esos actores se expresan en dos fuerzas históricas a las que llamaré provisoriamente, la fuerzas melistas y las fuerzas michelettistas. Dichas fuerzas no son sólo locales. Tienen, además, una expresión internacional. En ese contexto fue importante constatar que mientras el michelettismo es más fuerte localmente, el melismo es, o por lo menos era, más fuerte en la escena internacional. El michelettismo es más fuerte localmente no sólo por el apoyo del ejército, sino por el de los poderes públicos, de las iglesias, de las clases productivas, de los sectores intermedios e incluso, de vastos sectores populares. No obstante el melismo, gracias al clientelismo estatal practicado por el gobierno Zelaya, conserva fuertes posiciones sociales. Esas posiciones se expresan en el llamado “poder ciudadano”, más las organizaciones campesinas y sub-urbanas articuladas en torno a la figura presidencial, todas muy bien organizadas y, además, con una militante predisposición de lucha. Ahora, desde el punto de vista internacional, el apoyo que recibió originariamente Zelaya fue simplemente portentoso. Desde Cuba, pasando por Venezuela, los países a-políticos de América Latina, más la OEA, la ONU, la EU y, por si fuera poco, los EE UU, se pronunciaron a favor del regreso de Zelaya al poder. Demasiado para un país tan débil como Honduras y para un gobierno tan precario como el de Micheletti. Inmediatamente después del golpe parecía, efectivamente, que los días de Micheletti en el gobierno ya estaban contados. Mas, no fue así. Y la razón es muy simple. El enorme apoyo internacional que recibió Zelaya se encuentra muy dividido, y por cierto, no sólo entre bloques que son irreconciliables, sino que, además, se neutralizan entre sí. Esos bloques son, a mi juicio: a) el ALBA que a través de Chávez ha jugado la carta insurreccional, b) los países que favorecen una salida negociada, particularmente los EEUU, Brasil y quizás Colombia c) y los países indiferentes. Estos últimos, después que sus gobiernos manifestaron fogosos rechazos al golpe, se desentendieron lo más rápidamente posible del problema dejándolo en manos de los dos primeros. Para la dirección castro-chavista jugar la carta insurreccional era de importancia vital. De acuerdo a su estrategia general, Honduras se convertiría en un foco internacional donde sería librada una gran batalla entre el “imperio” y los “ejércitos libertadores” del ALBA. De este modo Chávez pasaría a erigirse como vanguardia continental en la lucha por la liberación de América Latina en contra de las oligarquías y del “imperio”. Una locura dirán muchos. Así es, pero si hablamos de Chávez hay que dejar los patrones de la lógica y de la cordura a un lado. Como escribió Joaquín Villalobos: “Chávez necesita muertos en Honduras”. En otras palabras: si no hubiera sido por la abierta intervención de Chávez en el caso Honduras, éste no habría pasado de ser un conflicto al interior de la clase política hondureña. Uno más de los cientos que ha vivido el país. Chávez y su séquito del ALBA lo convirtieron en un problema internacional de grandes magnitudes. Más todavía: cada vez parece estar más claro que si no hubiera sido por la abierta intervención chavista en el gobierno de Zelaya, el golpe de junio del 2009 nunca habría tenido lugar. El incendio tuvo lugar en Tegucigalpa pero el incendiario reside en Miraflores. Si Zelaya no se hubiese plegado incondicionalmente a la estrategia chavista, puede que ya hubiese regresado a Honduras, como presidente o no. Hoy en cambio aparece ante muchos hondureños ya no más como el gobernante derrocado sino como quien se puso al servicio de la intervención extranjera para invadir a su propio país. Al seguir a Chávez más que a la lógica liberal que alguna vez tuvo, ha firmado quizás el acta de su propia defunción política. El enorme costo humano que habría implicado la salida insurreccional buscada por Chávez, hizo que rápidamente la balanza internacional fuese inclinándose hacia la posibilidad de una salida negociada. Fue en esos momentos donde surgió la presencia mediadora de una de las figuras más prestigiosas del continente: el presidente de Costa Rica, Oscar Arias. Ese fue también el momento cuando Zelaya, impulsado por Chávez, dilapidó su enorme capital político internacional, y lo hizo como esos jugadores que en el casino se juegan toda su fortuna de una sola vez. Increíble. En un principio, como es sabido, intentó Zelaya acatar la mediación de Arias, pero rápidamente hubo de constatar que cualquiera salida negociada implicaba hacer concesiones que eran inaceptables tanto para él como para Chávez. En efecto, el regreso de Zelaya al gobierno si era negociado debía ser condicionado. Y la condición principal era renunciar definitivamente a la ilegal “cuarta urna”, es decir, a la reelección presidencial. En otras palabras, el rol que asigna el Plan Arias a Zelaya es el que corresponde a un presidente democrático, pero ese no era el rol que soñaban Chávez y Zelaya. Bajo las condiciones sugeridas por Arias, Zelaya habría retornado al gobierno por algunos meses a cumplir un rol administrativo que no habría sido otro que organizar las elecciones para el futuro gobierno del cual él no iba a formar parte. Cualquier político avezado lo habría aceptado de inmediato. Zelaya habría quedado así situado en una excelente posición política para después convertirse en el principal líder de oposición al futuro gobierno, cualquiera que hubiera sido. En fin, el Plan Arias, en sus siete puntos es un documento extraordinario; una verdadera joya política de nuestro tiempo. Pero tiene un pequeño problema: fue hecho para seres racionales; y en el caso Honduras están Chávez y Zelaya de por medio. Quizás sabiendo que si Zelaya se hubiese sometido al Plan Arias nunca lo habría cumplido, Micheletti, quien conoce muy bien a Zelaya, cerró cualquiera posibilidad de regreso del defenestrado presidente pero, y ahí demostró cierta habilidad política, no cerró de plano las negociaciones con Arias como ocurrió con Zelaya. Micheletti, evidentemente, necesita tiempo. Como el veterano político que es, sabe que si logra resistir a la presión externa puede ir preparando el camino para las próximas elecciones, lo que traerá consigo una disminución paulatina de esa presión ya que, con negociaciones o sin ellas, Honduras obtendría esa salida democrática que tanto necesita.
En fin: si después del golpe Micheletti aparecía como el problema y Zelaya como la solución, hoy Zelaya aparece como el problema y Micheletti, guste o no, es, por lo menos, una parte de la solución. Ese es el estado de cosas hasta el momento en que escribo estas páginas. Mañana puede ser distinto. Así es la política.
Quienes militamos en el partido del realismo político sabemos que la política siempre es y será una práctica provisoria y circunstancial. Esa es una de las razones que la hace tan fascinante. La política es definitivamente in- munda y no ex-munda. Es el lugar del mundo donde incapaces de eludir el “ahora” y el aquí”, formamos nuestras opiniones, alineamos nuestras fuerzas y mediante el uso de la palabra, polemizamos con nuestros adversarios y combatimos a nuestros enemigos. Así es y así será. 5. Un decálogo político El caso Honduras ha tenido la virtud de dividir de modo manifiesto las aguas políticas de América Latina. Mostrar esos límites ha sido el objetivo de este ensayo. Los argumentos y criterios los he desarrollado de acuerdo a puntos de vista que he adquirido a través de una ocupación larga y sostenida, ya sea con la filosofía política, ya sea con los temas políticos de nuestro tiempo. En cierto modo son, tales adquisiciones, el trasfondo que explican éste y otro trabajos que he escrito. Para simplificarlas, me he decidido a publicarlas bajo la forma de un decálogo, lo que no es más –entiéndaseme bien- que un simple recurso literario. Más aún: a diferencias con otros decálogos, este es absolutamente provisorio. Eso quiere decir que los diez puntos que expongo a continuación pueden llegar a ser, con el tiempo, muchos más o muchos menos. Decálogo del realismo político: l. La política es lucha por el poder (Max Weber). Puede ser el poder concentrado en un Leviathan (Hobbes), o el poder microfísico de las relaciones sociales (Foucault). En cualquier caso, sin lucha por el poder no hay política. En ese sentido el ser humano no es un animal político, como formuló Aristóteles. Pero sí es un animal de poder. Eso quiere decir que si la política es lucha por el poder, la simple lucha por el poder no es en sí, política. La diferencia es la siguiente: mientras la simple lucha por el poder busca la supresión del adversario, la lucha política busca el ejercicio de soberanía, o la hegemonía, o la supremacía sobre el adversario, pero sin suprimirlo. Con la supresión del adversario termina la política.
ll. La lucha por el poder se ordena de acuerdo a acontecimientos que van dando forma a los diversos partidos (partes). Los acontecimientos, para ser tales, tienen que ser imprevisibles e inesperados. En ese sentido la política llega siempre “con cierto atraso”. Primero ocurren las cosas, después llega la política.
lll. La política no es el lugar de las profecías ni mucho menos de las ideologías. Las profecías se definen de acuerdo a acontecimientos que no han ocurrido. Las ideologías, a su vez, se definen de acuerdo a acontecimientos muy lejanos. Tanto las profecías como las ideologías son las más graves patologías no sólo de la política sino también de las (mal) llamadas ciencias sociales.
lV. No hay política sin toma de posiciones políticas. Pero las posiciones en la política en la medida en que se van produciendo frente a acontecimientos siempre nuevos, son radicalmente inestables. De ahí que las luchas étnicas, religiosas y nacionales, al no ser intercambiables, no pueden ser políticas (Michael Walzer). La política, y para decirlo como diría Wittgenstein, es un juego de posiciones, y como ocurre en todo juego, son necesarias las reglas del juego.
V. La democracia es una forma de gobierno que regula y dicta las reglas del juego político. Puede haber, por tanto, política sin democracia. Mas, no puede haber democracia sin política. La política puede tener lugar bajo reglas teocráticas, monárquicas, y otras más. Confundir la democracia con la política es “democratismo” actitud que puede llevar a minimizar la acción política en función de la simple gobernabilidad. Esa es la principal crítica a la democracia liberal que ayer sustentó Carl Schmitt y que hoy, entre otros, mantienen autores como Chantal Mouffe y Claude Lefort.
Vl. La política no es tanto el espacio institucional de la política como sostienen, entre otras, las teorías “habermassianas”, sino el campo del antagonismo. Dicho de otro modo: el antagonismo político crea sus espacios de lucha y no los espacios de lucha al antagonismo.
Vll. A través de la acción política buscamos posibilidades de compromiso. Pero el verdadero compromiso sólo puede surgir de antagonismos que mientras más abiertos y reales, más políticos son. Aquellos que buscan el compromiso – por lo general en nombre de abstractos principios morales- sin reconocer los términos reales del antagonismo, desvirtúan la política en su razón más esencial. Política es, antes que nada, lucha de contrarios.
Vlll. Allí, justo allí donde asoma la violencia, termina la política. Mas, en toda guerra que no sea total existe la posibilidad de la reversión política (Kant) del mismo modo que en toda política se encierra la posibilidad de la guerra.
lX. La política no es una superestructura de alguna base material, como postula el economicismo marxista, ni tampoco es la simple administración de los bienes materiales, como postula el economicismo liberal. La política tiene una autonomía que, en términos finales significa lo siguiente: la política se explica sólo por la política.
X. “El sentido de la política es la libertad” (Hannah Arendt)
Fuente: analitica.com
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