Revolución e imperialismo |
Escrito por Augusto Trujillo Muñoz (El Espectador) |
Viernes, 11 de Septiembre de 2009 07:47 |
En un tono propio del siglo pasado, los presidentes Chávez y Ahmadinejad suscribieron, en días pasados, el compromiso de apoyar las ‘naciones revolucionarias’ y los ‘frentes antiimperialitas’ del mundo. No es claro el sentido de los términos, precisamente porque corresponden al lenguaje del siglo xx, en un contexto tan singular como el del siglo xxi. Me explico: ¿Cuáles son las ‘naciones revolucionarias’? Venezuela, cuyo gobierno construye un discurso altisonante y contradictorio que, tal vez por lo mismo, no resuelve los problemas que denuncia? Irán, cuyo gobierno ultraconservador insiste en una senda política que sitúa el futuro a sus espaldas? ¿Ecuador, Corea, Egipto que, como Venezuela e Irán, tienen tan pocas cosas en común, incluyendo su propio concepto de revolución? A Chávez y a Ahmadinejad los aproxima el propósito de combatir el unilateralismo expansionista de los Estados Unidos, sin importar los efectos de su postura sobre la idea de la integración con sus respectivos vecinos. Para ellos la prioridad es neutralizar la vocación intervencionista norteamericana, tan vieja como la doctrina Monroe o la del primer Roosevelt, y tan nueva como la doctrina Reagan o la del segundo Bush. Los gringos, como los romanos, tienen un concepto imperial de la paz. Pero quien se opone a una potencia o se alía con ella no se vuelve –sólo por eso- revolucionario, reaccionario, anti o pro-imperialista. Es lo que no aceptan los revolucionarios ni los imperialistas supérstites del siglo xx. No hay diferencia entre el trato que los gobiernos norteamericanos han dado a los pueblos latinos, sus vecinos del sur, y el que el gobierno chino continúa dando a la etnia uigur, sus vecinos del occidente. En ambas relaciones subyace la misma pretensión de abuso y se siente el mismo sabor a despojo. No sé si fue Alain Touraine o Norbert Lechner quien dijo que la idea de democracia reemplazó la de revolución. De hecho, la revolución es un paradigma moderno que, sin embargo, supone diversidad de procedimientos. La francesa y la soviética levantaron el nuevo orden sobre las cenizas del antiguo. La inglesa significó un tránsito gradual del absolutismo al gobierno parlamentario sin eliminar la monarquía; la nuestra –cuyo bicentenario estamos celebrando- no se hizo con ejércitos sino con cabildos locales. La revolución es dogma y la democracia es doxa. El fundamentalismo revolucionario del siglo xx ideologiza el conflicto y plantea una contradicción insuperable que no se resuelve el día de la justicia sino el día de la venganza. En cambio, dentro de un contexto más reflexivo, más democrático, más progresista, veo a dos jefes de Estado comprometidos en un propósito revolucionario, cada uno a su manera pero ambos –ellos sí- cabalgando sobre las complejas realidades del siglo xxi. El primero es Barack Obama, cuando desafía el peso histórico del conservadurismo norteamericano para impulsar –en el ámbito interno- una reforma en la salud, o –en el externo- ofrecer a Irán un “nuevo comienzo”. El otro es Evo Morales, cuando recoge en la constitución autonómica y comunitarista de su país, la realidad de unos pueblos milenarios, desdibujados por la modernidad durante quinientos años. Obama debe mostrar que está en capacidad de tender puentes para un diálogo de doble vía. Evo, que su nueva carta política es para la reivindicación y no para la vindicta. Si tales logros –en el siglo xxi- no sirven para la convivencia, no sirven para nada. El mundo de hoy es plural aunque sus líderes no se enteren. Por eso es más fácil ser como los Chávez que como los Obamas o como los Ahmadinejads que como los Morales. (*): Ex senador, profesor universitario. |
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