El monólogo y el silencio |
Escrito por Karl Krispin |
Sábado, 10 de Abril de 2010 12:03 |
La lengua es un organismo vivo y evoluciona con el tiempo. Los diccionarios se enriquecen con los nuevos términos que el habla común incorpora. Si fuese siempre la misma, seguiríamos hablando latín, sánscrito o el idioma gruñón de la caverna. Esta evolución no se apareja a progreso porque los pueblos utilizan su lengua y su arte para fijar grandezas o miserias. El destino de la Inglaterra victoriana se vinculó con sus vigorosas creaciones literarias así como la riqueza de las repúblicas italianas del Renacimiento permitió la existencia de un Petrarca o un Maquiavelo. Charles Dickens o John Ruskin pudieron desarrollar sus talentos en sociedades que se los reconocieron. El siglo VIII, el más oscuro de la cristiandad, coincide con la invasión árabe en la península ibérica y la fragmentación lingüística de los pueblos que hablaban latín. La Alemania nazi no produjo ni un verso. A la muerte del generalísimo Franco, España tuvo su boom literario cosa que no sucedió durante los años totalitarios (El propio caudillo utilizaba con convicción el término). A la libertad de creación la anteceden al menos la prosperidad y un sistema político que garantice la expresión de esa libertad, especialmente en nuestros tiempos. La literatura y el arte son un lujo y se adquieren en el último anaquel del supermercado social. Pero cuando se ofrecen, las sociedades festejan sus máximas posibilidades. Al momento en que las dictaduras arrecian sus controles, los intelectuales, creadores y cuantos participan en el juego de las ideas tienden a callar. No creo en esa concepción subalterna de que el artista es prolijo en épocas de oscuridad. La mordaza cumple cabalmente con su cometido. Durante la tiranía perezjimenista no se publicó una sola obra de contundencia continental desde Venezuela. Los artistas plásticos pudieron hacer vida, no cabe duda, pero gracias a factores como Carlos Raúl Villanueva para quien el arte era el arte y no se le pedía carné de afiliación a nadie. El general Marcos Evangelista y sus office boys, Vallenilla y Estrada, sólo exigían silencio, nada más. No hablar, no opinar, no llevar la contraria. Al que no se metía con el Gobierno no le pasaba nada, pontificaban hasta hace poco las doñitas en los abastos, recordando también el cruel olvido de Gómez de quienes mandó a podrirse en La Rotunda. Olvido doble porque los venezolanos tuvieron que reaprender la política después su muerte en 1935. Y la pérdida de una destreza se paga caro. Si no, examínense las consecuencias del 18 de octubre de 1945. Esas mismas doñitas y doñitos pedían antes de 1998 una cachucha. Los complacieron hasta con el uniforme. Lo que no se comunica, no existe. El silencio es la nada. Y las voces únicas se convierten en tormento. Llegamos a mejorías o caídas a lo largo de la historia con la palabra como realización humana. El lenguaje es liberador o negador. Los problemas de toda sociedad y del mundo son producto de una falta de comunicación y a la postre no otra cosa sino dificultades lingüísticas. Cuando hay monólogo, se rompe el vínculo con los demás. He sostenido anteriormente que en nuestro país ha existido ejercicio de la libertad de expresión. Hoy no me atrevo a ser optimista porque comienza a notarse el vigor de los candados. La voz única no es la voz del pueblo porque ni la monofonía o la monotonía (la palabra asocia el tono único con lo cansón) jamás serán polifonía, ni los muchos se reconocen en lo único. Quieran las cosas que no vayamos a retroceder, que venzamos el silencio y hagamos sentir nuestras muy diferentes voces frente a este engañoso tiempo de ruido solitario. Nadie ha pensado cuán aburrido y monótono ha debido estar Dios para haber creado el mundo. No tenía con quien conversar. Esta dirección electrónica esta protegida contra spam bots. Necesita activar JavaScript para visualizarla |
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