El engranaje
Escrito por Víctor Maldonado C. | X: @vjmc   
Lunes, 05 de Abril de 2010 15:09

altErnst Kaltenbrunner quien llegó a ser Director de la Oficina de Seguridad del Reich, pintó a un Hitler que ante cualquier comentario adverso, no escuchaba, golpeaba con ambos puños sobre la mesa

“Era demasiado vehemente, le faltaba autocontrol”
Wilhelm Frick

“Te haces duro cuando cumples esas órdenes”. Eso era todo lo que tenía que decir Rudolf Höss, teniente coronel de la SS y Comandante en Jefe del campo de concentración de Auschwitz para explicar cómo había podido organizar y supervisar el exterminio de millones de judíos sin que en algún momento sintiera la necesidad de impugnar esas órdenes. Contrario a esa posibilidad, concentró todas sus destrezas en mejorar el proceso y hacerlo más eficiente. Él fue el que primero experimentó con el gas Zyklon-B. “Lo intenté con gente que estaba condenada a muerte en sus propias celdas, y así es como surgió. Yo no quería más fusilamientos, y en su lugar utilizamos las cámaras de gas”.

“La falta de moderación de Hitler era un defecto”. Wilhelm Frick fue su ministro de relaciones interiores durante los doce años que duró el III Reich y con esta sucinta caracterización del carácter de su líder quería dar razones para justificar por qué su gobierno no había durado los mil años que ellos habían previsto. “No admitía límites”, insistía, “ni siquiera volvió a recibir a sus ministros”. Sin embargo, ese aislamiento no fue un obstáculo para qué este trabajara afanosamente en la construcción de un Estado autoritario. Lo mismo pensaba Baldur Von Schirach, máximo dirigente de las juventudes hitlerianas y Gobernador de Viena a partir de 1940. Cuando su esposa y él pasaron unos días de 1943 en la casa de Hitler en Berchtesgaden, se llevaron la sensación de que la locura de su máximo líder no podía descartarse. Los invitados tenían que seguir el horario de Hitler respecto de las comidas, que siempre dependían del capricho del anfitrión. No importaba si el desayuno se servía a las tres de la tarde, y el almuerzo cerca de la media noche. Allí notó Schirach que Hitler ya no escuchaba. “Era impermeable a las influencias externas, incluso en una conversación”. Las circunstancias variaban desde el silencio absoluto que además era impuesto al resto, a soliloquios que entre plato y plato podían durar hasta una hora, como si estuviese hablando en público. “Complicado e insoportable” fue el juicio final de aquel encuentro.

Ernst Kaltenbrunner quien llegó a ser Director de la Oficina de Seguridad del Reich, pintó a un Hitler que ante cualquier comentario adverso, no escuchaba, golpeaba con ambos puños sobre la mesa y cerraba la boca de quien había hecho el comentario. “A Hitler no se le podía hablar con objetividad. En otras palabras, el Estado Autoritario es bueno si su máximo dirigente es objetivo, pero no lo es si es de ese tipo de hombres que se enfurece cuando se le contradice. Y desde luego, no funciona si el líder desconfía de todos o si sus deseos exceden su juicio y acaban por superarle”.

Carl Gustav Jung se refirió a todos ellos como un borracho que se despierta con resaca al día siguiente, sin saber lo que habían hecho, y sin quererlo saber. “Todos ellos, ya fuese consciente o inconscientemente, contribuyeron a los horrores. No sabían nada de lo que estaba pasando pero aun así lo sabían, como compartiendo un secreto”.  Algunos de ellos sabían que “el genio” de Hitler residía precisamente en sus desequilibrios. Otros obedecieron ciegamente el mandato de solucionar definitivamente la cuestión judía, o colaboraron, pensando en su salvación. Herman Göring, el segundo hombre al mando, se defendía diciendo que de haber investigado todos esos rumores de exterminio sistemático “solo me habría valido para sentirme incómodo, cuando de todas formas, podía hacer muy poco para evitarlos”. Prefirió ignorarlos.

No hay respuestas fáciles a todas las preguntas que pueden hacerse. ¿Por qué siguieron hasta el final? ¿Cómo practicaron tanta crueldad? ¿Cómo terminaron siendo tan irracionales? Jung creía que había sido la obra del demonio, el único que podía transformar al hombre en un ouroboros (comedor de su propia cola) tan perfectamente absurdo. Para el psicólogo suizo,  Napoleón fue el primer ejemplo perfecto de esta especie, pero no el último. Hitler, por supuesto, está en la lista, pero con él no concluyó, aunque bajo el nacionalsocialismo la presión de los demonios fue tan grande que pusieron a seres humanos bajo su control y los hincharon hasta obtener superhombres lunáticos. Concluye diciendo que el poder de los demonios solo se puede combatir a través de la persuasión hombre a hombre. Ese es el camino, no el silencio o la indiferencia moral frente a las injusticias que se cometen teniéndonos a nosotros como espectadores cercanos.

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