El positivismo venezolano: sus cuatro evangelistas y el gomecismo
Escrito por Carlos Canache Mata | @CarlosCanacheMa   
Viernes, 22 de Julio de 2022 00:00

altEl positivismo es la doctrina expuesta por el filósofo francés Augusto Comte (1798-1857) que conceptúa la sociedad como un organismo vivo,

sujeta a la ley de los tres estados, conforme a la cual el estado teológico fue suplantado por el metafísico, y éste por el positivo. Su método es el método histórico, que relaciona el presente con el pasado con el objeto de formular leyes que permitan prever el futuro.

Según Arturo Sosa Abascal: “La presencia del positivismo es muy temprana en Venezuela…En sentido estricto, el positivismo como movimiento se difunde a través de tres etapas. La primera, la de los iniciadores, comienza en 1863 cuiando Adolfo Ernst es sombrado titular de la cátedra de Ciencias Naturales en la Universidad Central de Venezuela…Al poco tiempo (1866) Rafael Villavicencio enseña las teorías de Comte, Spencer y Littré sobre la historia ampliando los campos en los que se difunde la perspectiva positivista…Una segunda etapa es la de los positivistas durante el período liberal amarillo. Constituye la etapa de expansión de estas ideas a diversos campos del quehacer humano…Una tercera etapa en la que madura la expresión política del movimiento positivista. Los escritos de Arcaya, Vallenilla, Zumeta y Gil Fortoul, especialmente, nos dan una interpretación de la historia desde la perspectiva de un positivismo muy spenceriano que concluye en la justificación de la dictadura gomecista como la etapa necesaria  para asegurar el orden en el estadio de evolución del pueblo venezolano, insistiendo en la bondad de ese régimen porque está tomando las medidas económicas y sociales que asegurarán el paso al progreso” (las cursivas son mías, de CCM) (1). Por su parte, Elías Pino Iturrieta, también opina: “…En la reunion del caudillo y sus letrados estaba, pues, el eje para la fragua de un régimen idóneo. La incapacidad manifiesta de un pueblo que todavía continuaba en la prehistoria de la vida política imponía una conjunción de tal entidad, y obligaba a la instrumentación de un mandato enérgico que impusiese desde arriba  -sin la interferencia de los partidos y libre del brusco apetito de los personalismos menores-  las pautas de la nueva sociedad” (Elías Pino Iturrieta. “Positivismo y Gomecismo”. Caracas/2005. Pág. 63).

Para los cuatro evangelizadores del positivismo en Venezuela arriba mencionados –Laureano Vallenilla Lanz (padre), Pedro Manuel Arcaya, José Gil Fortoul y César Zumeta- hay ciertas claves que conducen a sus conclusiones: la evolución, la herencia, la raza, el medio geográfico y el descubrimiento de leyes sociales. Sobre la influencia de estos factores, dice Vallenilla Lanz: “Es ya un axioma de psicología social la influencia del medio físico y telúrico en los instintos, las ideas y las tendencias de todo género que caracterizan a cada pueblo en particular…La constitución geográfica, que impone las relaciones sociales y económicas de los hombres colocados en una región determinada; el régimen político y administrativo, la mezcla de razas originadas por la conquista y por la introducción de elementos extraños en calidad de esclavos, produciendo la disgregación de los caracteres somáticos y psicológicos de las razas originarias ; todos eos factores, fijados luego por la herencia en el transcurso del tiempo, han dado origen a los distintos conglomerados humanos que pasando de la familia al clan, del clan a la tribu, han llegado, atravesando por múltiples vicisitudes que forman la historia particular de cada pueblo, hasta constituir las naciones modernas, que son actualmente la última expresión de las sociedades” (2).

Fuera de toda duda, el positivismo venezolano, vestido con los arreos de una interpretación “científica” de la historia de nuestro país, tuvo como objetivos la justificación y la legitimación de la dictadura de Juan Vicente Gómez, al presentar a éste como “el gendarme necesario” y el “César democrático” que prepararía el camino para el advenimiento de un nuevo tiempo. “Yo compruebo, con la historia en la mano, que el caudillo ha representado entre nosotros ‘una necesidad social’ ”, se atrevió a decir Laureano Vallenilla Lanz en “Cesarismo Democrático”, su obra fundamental. A este respecto, es oportuno recoger la opinión de Rómulo Betancourt: “Con citas fragmentarias y argamasa suministrada por historiadores y sociólogos reaccionarios -  Hipólito Taine, Spencer, Le Bon- fabricó Vallenilla una tesis de circunstancia. Gómez era un producto telúrico, intrasferible, de un medio físico tórrido, de una raza mezclada y primitiva, de una economía atrasada y pastoril. Era el ‘buen tirano’, expresión fatal de ‘la necesidad de los gobiernos fuertes, para proteger la sociedad, para restablecer el orden, para amparar el hogar y la patria, contra los demagogos, contra los jacobinos, contra los anarquistas, contra los bolchevistas’ “ (3).

Con la muerte de Gómez en 1935, no desaparecieron las ideas positivistas en Venezuela. Tiene razón Arturo Sosa Abascal, cuando afirma: “Las ideas positivistas no son un capítulo cerrado en la historia del país a partir de 1936. En la ‘cultura sociopolítica’ venezolana permanecen, por largo tiempo, elementos sustanciales del paradigma de pensamiento positivista” (4). En efecto, creo que la negativa a recurrir al sufragio universal, directo y secreto, por parte del gobierno del general Isaías Medina  Angarita, para solucionar la crisis de la sucesión presidencial de 1945 (lo que precipitó la acción cívico-militar del 18 de octubre de ese año) fue un rezago del positivismo en la mente de los que ejercían el poder o de los que más influían en el presidente de la república.

Notas

1-Arturo Sosa A. “Ensayos sobre el Pensamiento Positivista Venezolano”. Ediciones Centauro. Caracas/Venezuela. 1985. Págs 13-15.

2-Obra citada. Pág. 19.

3-Rómulo Betancourt. “Venezuela, política y petróleo”. Fondo de Cultura Económica. Primera edición. 1956. Pág. 71.

4- Arturo Sosa Abascal, en “Diccionario de Historia de Venezuela”. Fundación Polar. Segunda edición. 1997. Volumen 3. Pág. 725.


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