Los sapitos de Ángel Rama
Escrito por Rodolfo Izaguirre   
Domingo, 22 de Mayo de 2022 00:00

altA Salvador Garmendia le tocó, no sé por qué, recibir en el aeropuerto de Maiquetía a Ángel Rama,

el escritor y ensayista uruguayo la primera vez que visitaba el país. Salvador fue a mi casa a pedir prestado mi automóvil para bajar al aeropuerto con la promesa de devolverlo y presentarme al uruguayo. En efecto, horas mas tarde, hacia las diez de la noche, se presentó con mi Fiat Millecento y con Ángel Rama como único pasajero. Yo era por así decirlo, el primer intelectual, hombre de letras y de cine que Rama estaba conociendo en el propio país venezolano.

Alcanzó renombre como escritor, crítico literario, editor y autor de obras de importancia como Transculturación narrativa en América Latina, de 1982 y La ciudad letrada, de edición póstuma, sobre las relaciones entre las letras y el poder, sobre los mundos urbanos que se fueron organizando desde la Conquista, hasta la fundación de ciudades como Brasilia, lo que Rama llama ciudad revolucionada y ciudad soñada. Fue, además, gran conocedor y estudioso de la literatura venezolana y vivió en Venezuela vinculado a la Fundación Biblioteca Ayacucho de la que fue activo promotor, director literario y miembro de su consejo directivo. Después supe y me negué a leerlos que había escrito avinagrados comentarios sobre los venezolanos que le dieron abrigo y afecto. Dejó de ser santo de mi parroquia

Murió el 27 de noviembre de 1983; a los 57 años en Mejorada del campo camino del aeropuerto de Barajas, Madrid, en accidente aéreo junto a Marta Traba, argentina-colombiana, su segunda esposa y crítica de arte; el escritor mexicano Jorge Ibargüengoitia y el poeta peruano Manuel Scorza, cuando viajaban de París a Colombia a un Encuentro o Congreso de escritores.

Cuando Salvador me presentó a Rama yo estaba entonces recién mudado al edificio Nueva Andalucía, al apartamento de Belén Lobo, frente a la sede de Fedecámaras, en la urbanización El Bosque, un edificio de esquina y pocos pisos rodeado de césped que da hacia la calle. Aquella  pequeña zona verde se poblaba en las noches de minúsculos sapitos invisibles que viven bajo tierra y en lugar de croar, "cantan" , incansables, reiteradamente, sonidos que enloquecen y no dejan dormir a quienes tienen que escucharlos. 

Los expertos dicen que “de acuerdo al tamaño del territorio donde viven tienen que croar mas fuerte para defenderlo y evitar a los depredadores o para atraer a las hembras; explican que al igual que los humanos producen sonidos cuando el aire de los pulmones hace vibrar las cuerdas vocales situadas en la laringe y que una boscosa vegetación rompe más fácilmente las frecuencias altas de los sonidos, lo  que no ocurría en el Nueva Andalucía porque solo había grama; per, afirman también que hay sapos que croan o cantan hasta 10.000 u 11.000 veces por hora.  Era justamente lo que me enloquecía y no me dejaba dormir poco acostumbrado como estaba en esa época a escucharlos. Hoy, no sé si persisten porque me acostumbré a no oírlos, a no escucharlos. Mi hijo Boris desde Madrid cuando llama por teléfono y los oye dice que le producen emoción y nostalgia. Terminé mudándome a Santa Eduvigis y pasando una vez en mi automóvil frente al Nueva Andalucía, Boris que tendría cinco o seis años vio el edificio y dijo: "¡He dejado allí mis mejores recuerdos! 

La mitología urbana sostiene que fue el urbanista y musicólogo Inocente Palacios (yo los llamo sapitos "inocentes"), quien extasiado por el sonido de unos pequeñísimos sapos que escuchó croar o "cantar" en alguna isla del Caribe se trajo un par de ellos, un casal que soltó en el jardín de su casa sin imaginar que iban a reproducirse con mas desvergüenza que los conejos y no tardaron o vacilaron en invadir no solo a Caracas sino a todo el país e instalarse en el edificio Nueva Andalucía para que Ángel Rama en compañía de Salvador Garmendia me viera, enloquecido y empijamado, a las diez de la noche, matando sapitos con una bomba o extinguidor en las manos como si rociara flit para matar zancudos y sosteniendo en la boca la luz de una linterna . 

Al verlo descender de mi Fiat Millecento que cariñosamente yo llamaba Pocaterra porque lo compré con el dinero del premio homónimo propuesto por un jurado integrado por Antonio Márquez Salas y Guillermo Meneses a mí novela Alacranes (1968), detuve la masacre, me quité la linterna de la boca y tartamudeando, traté de explicar al escritor uruguayo mi alocada o disparatada y alevosa conducta, pero Rama ya había visto con sus desconcertados ojos a un frenético intelectual rociando sustancias venenosas sobre la grama de un edificio matando invisibles sapitos que en lugar de croar emiten sin cesar agudos sonidos, y antes de que Garmendia hiciera la presentación de rigor escuché a Rama decirse a sí mismo: "¡Llegué a Venezuela!".

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