La dura experiencia del cambio
Escrito por Víctor Maldonado C. | X: @vjmc   
Lunes, 28 de Septiembre de 2020 00:56

altMuchas son las aflicciones del justo, pero de todas ellas lo libra el SEÑOR

 

Salmos 34

¿Los venezolanos hemos aprendido? Luego de más de veinte años de borrascas y vientos en contra, seguro que sí. El saldo de experiencias nos ha transformado en algo totalmente diferente, no tanto por el crecimiento de nuestra virtud sino por el monto del trauma sufrido. Cientos de miles de muertos por violencia nos confrontaron con la ingrata sensación de reconocer que no somos tan pacíficos como siempre nos imaginamos, y que los fantasmas del cruento siglo XIX, con sus guerras civiles y sus insaciables ganas de matarnos, ha mutado hasta ser lo que somos hoy, tal vez con las mismas justificaciones. No hay país que pueda procesar tanto duelo, tanto dolor, sin que algo cambie en su esencia. 

Pocos, muy pocos, pueden intentar siquiera narrar su vida sin que se entrometa el miedo, que se ha transformado en el leitmotiv de todas nuestras decisiones. El argumento es variopinto, así como nos torturan las sinrazones. Un robo, un secuestro, el caerle mal al malandro del barrio, el sentirse perseguido debido a las convicciones políticas, la joven que simplemente desapareció, las víctimas de eso que llaman “enfrentamiento con la autoridad”, lo cierto es que la vida se nos ha convertido en puro azar. 

Los venezolanos compartimos, muy a nuestro pesar, una convicción universalmente compartida de que cualquier cosa nos puede suceder, como si todos jugáramos obsesivamente a la ruleta rusa, pero con todo el tambor del revolver cargado. Ya es un decir el advertirnos entre nosotros que cada uno tiene un número marcado en la espalda. Que a todos nos va a tocar, que tarde o temprano seremos engullidos por la voracidad depredadora del ecosistema criminal que necesita devorarnos sin compasión. Lo cierto es que la represión es ejercida sin atenuantes, y al final se nos impone la convicción, fatalmente ratificada por la realidad, de que no hay distancias entre el malandro y el policía, que ambas caras de la misma moneda responden a una lógica de sistema, que con intensa perversidad extiende su influencia más allá de lo razonable. Todos parecemos coincidir en que es cuestión de tiempo para que nuestra puerta sea tocada. 

Porque tenemos miedo y nos sentimos abrumados por la inseguridad descubrimos que todo es relativo, que la vida no tiene más valor que la muerte, que el futuro no es un regalo sino un resultado y que el coraje tiene un buen maridaje con la astucia. Porque estamos tan confrontados con las fragilidades de la vida, redescubrimos la valentía. Los que decidimos quedarnos en este país a pesar de todas las calamidades, y los que se aventuraron a la soledad del extrañamiento, en partes iguales diseccionamos la experiencia cotidiana del arrojo. Dejamos atrás el espejismo de una comodidad que tenía fundamentos muy frágiles y comenzamos a encarar la vida. 

Fuimos un país que vivió por muchos años la ilusión de una riqueza súbita, abundante y que parecía poder distribuirse como un derecho adquirido sin contraprestación alguna. Nos pretendíamos los privilegiados de toda América Latina, nos sentíamos con el derecho de mirar al resto como los desafortunados a los que había que ayudar, mientras nosotros exhibíamos el derroche como algo consustancial a nuestro papel en el mundo. Tanta obnubilación nos impidió presentir las embestidas inminentes de la pobreza, cada día más atroz, y el resentimiento de las clases medias que nunca comprendieron los porqué de ese rápido tránsito entre tenerlo todo y no tener demasiado. Ahora somos tan pobres como el país más arruinado de todo el hemisferio. Bastaron veinte años de socialismo compulsivo para acabar con reservas, riquezas y recursos. Ahora somos el absurdo de un país fallido con cerca de un millón de kilómetros cuadrados de recursos inconmensurables. Ya no somos el país petrolero, tampoco el energético, mucho menos el que bordeaba los confines de la soberanía alimentaria. Ahora somos apagones, escasez y hambre. Todo a la vez, como si la condena impuesta es vivir en nuestras propias ruinas para recordamos lo que fuimos pero que ya no somos. 

Al miedo como rúbrica indeleble del totalitarismo se suma la ansiedad. No es solamente que la vida se reduce al azar primitivo de una situación decidida por la lógica de la fuerza, totalmente desamparados de cualquier expresión de justicia, no es solamente que tememos por la vida, sino que también vivimos sin certezas algunas sobre el futuro. No sabemos si al final del día tenemos servicio eléctrico, o si podremos reponer el gas, o si el COVID19 se va a cebar en nuestras familias. No hay problema que tenga solución fácil. Todo carece de certezas y cada situación exige de cualquiera de nosotros un esfuerzo descomunal para salvar todos los obstáculos, reales y aparentes, que se hacen presentes para resolver lo que debería ser un procedimiento fluido y a favor. Ni el pasaporte, ni el entierro de nuestros seres queridos. Nuestros carceleros saben que el proceso de dominación requiere del miedo abrumador y de la angustia inatajable. Nadie puede escrutar el momento siguiente. Es como pedalear una bicicleta fija que no nos lleva a ningún lado.

Ahora los procesos y los resultados si nos importan. Si en algún momento llegamos a creer que nada era lo suficientemente importante como para preocuparnos, ahora sabemos que el tiempo juega un rol determinante en nuestra suerte. Algunos se quejan de nuestra capacidad de adaptación, y de parecer tan distantes de las falsas soluciones que algunos nos proponen. El aprendizaje es brutal: nada que nos genere suspicacia sobre su capacidad para resolver efectivamente merece nuestra atención. El tiempo nuestro, ese que no merece seguir siendo inmolado en el altar de la inutilidad nos ha convertido en ciudadanos más exigentes, y más sobrios, expuestos al sufrimiento sin que por eso dejemos de trabajar y de cumplir con nuestras obligaciones.  

Rafael López Pedraza relaciona depresión con lentitud. Lento es el que recorre poco, sin que eso signifique inmovilidad. Otros, que dicen ir más rápido, lo hacen en sentido contrario a nuestros intereses. El miedo y la ansiedad nos han deprimido, pero solamente en el sentido de que ahora lo realmente valioso, es lo único que efectivamente podemos hacer, y son pequeñas cosas. De la manía que nos provocaba la riqueza súbita e irresponsable, pasamos a la experiencia de la sobriedad por corrección, pero ahora somos más conscientes de los detalles, esos que la velocidad impedía apreciar. Son tiempos para el recogimiento, la modestia y la excesiva escrupulosidad. Sn tiempos de resistencia. 

Pero una cosa es la sobriedad y la lentitud y otra muy diferente el terminar envilecidos y rastreros, aceptando cualquier cosa, dejando pasar cualquier desafuero, perdonando cualquier exabrupto. Por primera vez estamos atentos a esas pequeñas cosas que hacen la diferencia. Y de la temeridad hemos pasado al cálculo y a la reserva. Sabemos que tenemos pocas fuerzas, y que el ecosistema criminal sigue depredando a los nuestros y haciendo pasar por aliados a los que son sus cómplices.  De allí la desafección brutal que ha sufrido la política y la dura transición que implica el deshacernos de lo anacrónico e inútil para dejar entrar aquello que es su alternativa. Son tiempos para esquilmar y dejar atrás lo excesivo. 

Algunos han huido en desbandada hacia cualquier forma de evasión. Otros han preferido el exilio interno, esa ausencia patológica de toda lívido imaginable. Otros han sido víctimas del pánico y se han querido adentrar en las aguas profundas solo para entender que el poder grotesco de las olas los devuelve a la playa, revolcados y humillados por el vano intento. Pero hemos aprendido también que las miradas pueden alternarse entre la firme exigencia a la política, el severo juicio moral que nos merecen los traidores y la compasión de los que no soportan tanta presión. 

Nos hemos humanizado. Y a pesar del sufrimiento y la crueldad de la que hemos sido objeto, hay algo presente en nuestra contemporaneidad que nos hace mejores. Ahora valoramos más la vida, porque se nos ha vuelto frágil y azarosa. Apreciamos lo que somos porque ya no tenemos que inventar otro mérito que el inmenso esfuerzo de seguir sobreviviendo al totalitarismo criminal que nos tiene como sus principales enemigos. Ya no confiamos en la benevolencia de un tipo de gobierno que ofrece todo y que al final nos encadena a su fatal arbitrio. Somos víctimas seriales del estatismo y de su traición. Ahora, en medio de las ruinas de un país que fue emboscado y abatido, e insisto, traicionado por los que pasaban por ser “sus mejores”, tenemos más claro que lo mejor que nos puede pasar es intentar la fundación de una nueva relación donde el gobierno tenga un tamaño, un alcance y un poder totalmente limitados. 

La pobreza atroz nos ha recordado lo ingeniosos que somos. Esa sagacidad que nos hace imbatibles y capaces de resolvernos con lo que tenemos a la mano. Si las condiciones son excelentes somos capaces de mandar cohetes a la luna. Y si son adversas vendemos bollos de carne y chicharrón con la sonrisa de siempre. Hemos enterrado a nuestras víctimas, nos hemos acostumbrado a la dispersión y al dolor compartido a la distancia. Lloramos y reímos desde el altavoz y hemos aprendido a rezar y a encomendar a la divina providencia de Dios a propios y ajenos, colocando nuestras manos en un celular y pidiendo por los que a través de las redes sociales piden a gritos compañía y ayuda. Son tiempos para los pequeños gestos, aunque estemos tan débiles que en ellos se nos vaya la vida. Son veinte años en los que, entre el yunque y el martillo, nos hemos forjado para la verdadera cooperación y la proximidad a pesar de las distancias. Y la lentitud, insisto, nos muestra lo maravilloso de lo esencial, la familia, los amigos, y la esperanza de los jóvenes, que todos los días buscan esas pequeñas razones para la realización del amor y la vigencia de la esperanza.  

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