El decantamiento de los mejores
Escrito por Antonio Sánchez García | @sangarccs   
Viernes, 06 de Diciembre de 2019 00:00

alt“Los molinos de los dioses muelen despacio” – escribió Homero en La Ilíada. Y ajenos a la voluntad de los hombres, como hemos podido comprobarlo sufriendo

y compartiendo esta lenta y arrastrada travesía por la mayor oscurana de nuestros tiempos. Toda una generación menor a los veinticinco años – y pronto serán dos, si, siguiendo a José Ortega y Gasset le reconocemos 13 años de vigencia a cada una de ellas – no ha vivido en otro régimen que no sea éste, dictatorial, represivo y devastador, salido del maligno desvío de los peores genes de la nacionalidad. 

Pero como bien dice el refrán, no hay mal que dure cien años ni cuerpo que lo resista. De todos mis años de militancia opositora, ningún esfuerzo de unidad de pensamiento y acción emprendido para salir de la dictadura – así muchos de sus miembros tardaran todo el decurso de una generación para caer en cuenta de que Chávez, el chavismo y todos los sectores militares y civiles que lo integraban obedecían a una estrategia totalitaria que merecía oponérseles por todos los medios posibles – fue el que nos unió a la sociedad civil y a la sociedad política en la que llamáramos Coordinadora Democrática. 

Dirigida y coordinada por el entonces gobernador de Miranda Enrique Mendoza, quien le entregara todos esos años de su vida, e integrando a todos los partidos y a todos los sectores civiles posible, convivían veteranos políticos profesionales de inmaculada trayectoria, como Pompeyo Márquez, Alejandro Armas, Humberto Calderón Berti y Antonio Ledezma con jóvenes que recién iniciaban su andadura política, como Julio Borges y Juan Carlos Caldera. La entrega de todos fue tan total, que quienes formábamos parte de su Comisión Política – más de 30 personas – nos reuníamos diariamente, desde temprano en las mañanas hasta el mediodía, sin obedecer otra orden del día que la que íbamos determinando de acuerdo a los sucesos que íbamos viviendo. Para integrarnos después del mediodía a las distintas comisiones de las que formábamos parte. 

Participé en tres de ellas: la Comisión de Asesoría Política, que dirigía Alberto Quirós Corradi y en la que participaban Teodoro Petkoff, Cecilia Sosa Gómez, Pedro Nikken, Pedro Pablo Aguilar, Rosario Orellana, Agustín Berríos y yo, entre otros; la Comisión de Relaciones Exteriores, que coordinaba Humberto Calderón Berti, en la que participaban muchos de los anteriormente nombrados y otros expertos en la materia, como Maruja Tarre, Asdrúbal Aguiar y una serie de prestigiosos internacionalistas; y la Comisión de cultura, bajo mi dirección y coordinación. 

Para fortuna de la Coordinadora y de nuestros esfuerzos, los partidos no se recuperaban del eclipse en que los sumiera la irrupción del chavismo. La presencia de connotadas figuras políticas de los dos partidos hasta entonces fundamentales, AD y COPEI, era esporádica e intrascendente. La dinámica del grupo obedecía a las pulsiones de la sociedad civil, no existían ambiciones presidencialistas y los partidos mantenían una prudente distancia. Su mayor logro fue su fin: la realización del referéndum reprobatorio del 15 de agosto de 2004, la insólita paradoja de su inmenso éxito y su rotundo fracaso, ante la debacle que provocara el mayor, más brutal y desvergonzado fraude impuesto a sangre y fuego por el chavismo, por dicho acto convertido ya en una franca y desenmascarada dictadura. La renuencia de su máxima dirección por asumir el fraude como un desafío de vida o muerte, a la que se debió haber respondido con una insurrección popular – las condiciones estaban dadas – puso de manifiesto la ausencia de un autentico liderazgo, la incomprensión de la tragedia que se nos venía encima y la trágica falta de quienes fueran capaces de representar la soberanía que nos permitiera superar este devastador y prolongado estado de excepción.  

El impacto del fracaso y la impotencia fue tan demoledor, que se produjo un sálvese quien pueda. La Coordinadora Democrática, con sus inmensas virtudes y sus grandes logros, había llegado a su fin. El mayor esfuerzo auténticamente democrático llevado a cabo por la sociedad civil se desvaneció en horas, para darle paso a la recuperación de los partidos, su conducta hegemonizante, y, con ello, a la burocratización de los esfuerzos, al estalinismo de sus direcciones y a la particularización de los objetivos. Cada cual a lo suyo: el Poder. Venezuela podía dormir el sueño de los justos.

De algún modo, la aparición de Juan Guaidó pareció señalar una rectificación en esa ruta, una recuperación de la sociedad civil y un recomienzo de los esfuerzos de toda la sociedad venezolana por sacudirse las cadenas de la tiranía. Ha sido, por desgracia, junto a la experimentada por el fracaso de Henrique Capriles, la mayor frustración sufrida en estos  últimos años de esfuerzos anti dictatoriales. Si éste fuera producto del fracaso de Primero Justicia, el de Guaidó lo es del fracaso de Voluntad Popular. ¿Y ahora?

Contrariamente a lo que sostienen los defensores de Guaidó y la política de convivencia y cohabitación por el representada – Leopoldo López, Julio Borges, Freddy Guevara - , su caída en las simpatías populares no ha sido causada por ninguna otra razón que por su propio accionar. El cucutazo y el intento de golpe del 30 de abril fueron descarnadas manifestaciones del equivocado rumbo de su política. Una auto mutilación. Lo que de ninguna manera supone una catástrofe terminal, sino la expresión del ritmo real con el que se producen los cambios históricos. Pues como muy bien lo señalara Homero, “los molinos de los dioses muelen despacio”. La molienda aún no ha terminado.

Dicho en la jerga beisbolera, el juego no se acaba hasta que termina. Los ominosos sucesos de Cúcuta, que han derrumbado la parafernalia del último bateador y mostrado las vísceras de la corrupción enquistada en la vieja y nueva política venezolanas, abren un nuevo camino de esperanza. Desde luego: la plena conciencia del mal que nos gangrena, pero también la ganancia de un gran artífice político y técnico venezolano, Humberto Calderón Berti. Viene a sumarse a quienes estos duros años de combate han fraguado y convertido en la verdadera futura élite política venezolana. No necesito mencionarlos, porque además puede escapárseme más de un nombre. Pero ya todos los conocen. Los he bautizado como “los mejores”. 

Será la fuerza de las cosas la que nos imponga reconocer y llevar al poder a esos mejores. Entonces, y sólo entonces, la molienda de los Dioses habrá terminado.

            

 

            

 

            

 

 

 

 

 


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