De la cultura de las armas
Escrito por Luis Barragán | X: @luisbarraganj   
Lunes, 18 de Febrero de 2019 00:00

altSimple curiosidad, indagamos sobre la filosofía última de la problemática Asociación Nacional de Rifleros estadounidense.

Sin dudas, expresión de los sectores más conservadores o como queramos calificarlos, alega razonablemente que la defensa de los derechos individuales, entre ellos, a la propiedad privada, frente al Estado y a terceros, requiere de las armas domésticas.

Parecerá un sin sentido, pero hay visos de  legitimidad en el propósito. Sin embargo, pudiera derivar y deriva en un despropósito no sólo por las amenazas y peligros que comporta que todo el mundo literalmente esté armado, sino porque el arsenal particular puede alcanzar cotas indecibles e inaceptables. Y, por ello, el empleo de una determinada y eficaz concepción democrática y constitucional del Estado que lo impida, reconocida la posibilidad de una mínima autodefensa del ciudadano al fallar, algo – está demás aclarar – tremendamente riesgoso.

No apostamos en forma alguna por la libre disposición de la pólvora mortal en manos de las personas naturales, pero – convengamos – acá interesadamente desorganizamos el debate, en atención a la dictadura por un buen tiempo enmascarada, en el presente siglo;   y allá, con todas las implicaciones que acarrea la existencia misma de la referida asociación, está canalizada – al menos – la polémica. Ahora, con el soporte fundamental del cinismo, nuestro país  desarrolló una cierta cultura de las armas en manos de las minorías que resulta intolerable para las mayorías, sobre todo al tratarse de los colectivos que nos aterrorizan frecuente e impunemente.

Retrospectivos, antes y después de la explosión del Zumaque I,  por ejemplo, hubo la libre venta de revólveres y escopetas para que se defendiesen los comerciantes, o cultivasen su afición los cazadores de fieras, previo cumplimiento de las formalidades legales, incluyendo la prueba de sus necesidades y el debido control de los beneficiarios. Un par de avisos, tomados de El Universal de Caracas (11/02/1911 y 29/08/1999), demuestran la existencia de sendas armerías hoy inexistentes que nos remite a las bonanzas petroleras de los setenta y ochenta del XX, pues, una nota de distinción lo constituyó el porte lícito e individual de armas y también la aspiración a una credencial oficial que mejor lo facilitara, aunque no se fuese funcionario público, suscitando el correspondiente tráfico de influencias: valga la nota personal, en tiempos de universidad, nos sorprendió un amigo que adquirió una pistola debidamente acreditada y, creemos, sólo la utilizó para quebrar botellas en un terreno baldío, pero – sin dudas – la sola posibilidad de tenerla al cinto,  dejaba constancia inequívoca de la mayoría de edad del pacífico que no tardó en desprenderse del incómodo bulto.

Actualizados, desde principios de esta centuria, se hizo demasiado evidente el problema de las numerosas armas legales e ilegales en la calle y, ante el persistente reclamo de una ciudadanía ya aquejaba por la inseguridad, algo más que una sensación, Chávez Frías, cultor de la violencia a la vez que declamador por la paz, la burló insólitamente, pues, forzado a conversarla y a aprobarla, convino en una ley de control que dejó todos los espacios abiertos para la meta que perseguía. Ésta no fue otra que la de armar a los suyos y, comenzando por los llamados círculos bolivarianos, permitir el asedio y cohibición de los crecientes sectores que lo adversaban, por no citar el control social realmente ejercido a través de la delincuencia común, tolerando – incluso – el uso de un armamento sofisticado que hace palidecer al más modesto agente policial empeñado en hacer su trabajo.

Luego, esbozo para un posterior ensayo, la Venezuela Saudita en su doble versión (siglos XX y XXI), cuenta con una indeseable cultura de las armas, propia de quienes – ayer – las accedieron como un rasgo de distinción e influencia, o un acto de audacia del asaltante que asesinaba como suerte de último recurso que lo convertía en seguro protagonista de las páginas de sucesos; u – hoy – las garantiza el capitoste para sus guardaespaldas,  otro viso del estatus social alcanzado, siendo el timbre de identidad del delincuente que, inconmovible,  mata a sus semejantes, por un inaudito gesto deportivo, cuya recurrencia lo hace desaparecer de las páginas rojas.  Ya franca y demostrada la violencia del poder establecido,  ilegítimamente monopolizadas las armas de la República, por lícita que diga su exclusividad, además,  apegado a la doctrina de resistencia popular que lo anima, calcada de la dictadura cubana para un país todavía petrolero,  ha autorizado la agresión sistemática de la ciudadanía que lo protesta, tratando de amilanarla, a través de sendos grupos militares, policiales y paramiltares que coparon los estelares escenarios públicos de la represión, en 2014 y 2017, por no citar los casos de seguimiento selectivo.

En contraste con el pasado, son raras las veces que vemos a un niño jugar con una pistola de plástico o de agua, porque ya no la importamos o fabricamos y sobran las verdaderas para nuestra desgracia. Que no oferten la juguetería, como los cigarrillos, no impide la promoción de las armas, como la existencia de los fumadores.

Condicionados por esta dictadura hasta la saciedad, los venezolanos reaccionamos en rechazo del empleo de las armas y de la propia cultura que le es inherente, la de la muerte, para zanjar nuestras diferencias. La devoción rendida hacia la pólvora que ha legado Chávez Frías, busca su perfección con Maduro Moros, inevitablemente imitada  por el malandro o el azote de barrio que exalta la inexplicable adquisición y uso de la suya. 

Precisemos, hay una distancia astronómica respecto al constante debate estadounidense, en torno al empleo hasta hogareño de las armas o la misma industria militar. Y frente a la aspiración de una guerra civil o internacional de una dictadura inescrupulosa que desea eternizarse, como la que sostiene La Habana en Caracas, nos sabemos necesitados de la ayuda internacional para hacer que capitule y se vaya, permitiéndonos reconstruir la paz y la cultura que la explica. 

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