De una aristocracia de la tragedia
Escrito por Luis Barragán | X: @luisbarraganj   
Lunes, 27 de Febrero de 2017 02:48

altEn varias ocasiones, hemos constatado que las nuevas generaciones conocen poco, muy poco o nada de la célebre explosión social de 1989,

quizá porque la sostenida versión publicitaria del gobierno ha cumplido cabalmente con su propósito, facilitando la más interesada versión; quizá porque se ha perdido la misma tradición oral en la familia, ansiosa  por olvidar momentos muy amargos. Lo cierto es que, los más viejos, insistimos en un testimonio histórico y personal como si fuese de universal y aún palpable conocimiento, pues, por ejemplo, citando a una entidad defensora de los derechos humanos de  inmenso mérito, como COFAVIC, rápidamente se  pierde en  la jungla de las siglas que nos atormentan.

Nunca antes, una tragedia social,  la que sospechamos intencionada y planificada en buena medida, había rendido tan altos dividendos políticos, ya que El Caracazo sirvió e intenta servir todavía de pretexto para los golpistas de 1992 que, a la postre, construyeron un régimen que dejó muy atrás los motivos para la inesperada explosión de marras. Y, por siempre, dispuestos a la más cruda y masiva represión ante cualquier descontento, por modesto y legítimo que fuese.

Grosso modo, el aumento del precio de la gasolina en 1989 fue no sólo módico, sino que aún no se había implementado, mientras que hoy el costo se ha multiplicado inútilmente, pues, antes hubo un programa de ajuste y reestructuración y ahora constituye una ofensa que le pidamos a Maduro Moros rectificar; era un motivo de escándalo que alcanzáramos un nivel de 100% de inflación, mas pretenden ocultar las cifras oficiales que nos conducen en el presente siglo a una pavorosa hiperinflación ya de largo sentida con sus redondos cuatro dígitos;  décadas atrás, el desabastecimiento de algunos rubros básicos  fue circunstancial, contrastando con una prolongada crisis humanitaria como la que sufrimos, suficientemente advertida desde 2014; la tasa anual de muertes prematuras y violentas, cercanas a las treinta mil personas, no tiene comparación con las cotas alcanzadas en todo el siglo XX, incluyendo las guerras y escaramuzas civiles que terminaron con la batalla de Ciudad Bolívar de 1903.  Por donde se le mire, algo que no puede contentar a nadie, hay mayores razones para una explosión social que, desde diciembre próximo pasado,  ha sido objeto de un desmedido,  brutal y contraproducente atajo gubernamental.

A la hora de suscribir la presente nota, no resistimos la tentación de citar un par de títulos que bien pueden iniciar y orientar una investigación tan urgida para contrarrestar los efectos de la mencionada y sistemática campaña publicitaria en desmedro de la genuina memoria histórica. En uno de ellos, Nelson Villasmil compara los resultados de sendos estudios de opinión que ameritan de una concreta actualización (“La opinión pública del venezolano actual febrero 1989 / marzo 1994”, UCAB-KAS, Caracas, 2001); y, el otro, un ensayo de Aníbal Romero que, asomándose igualmente al colapso de la URSS, ofrece pistas para profundizar el debate (“Disolución social y pronóstico político”, Panapo, Caracas, 1997).

A veintiocho años de El Caracazo, aún es necesario estudiarlo para que no se repita tan lamentable tragedia, ni las condiciones e intenciones que la abonaron.  Sus más fervientes aprovechadores, directos o indirectos, añadidos a los que saltaron a la fama por una estupenda reseña fotográfica, a la postre se convirtieron en una suerte de aristócratas de la desgracia, pues, creyéndose por siempre con una gran autoridad moral, esta vez, sacaron provecho del único gobierno que hemos tenido en el siglo XXI, inhabilitados para cualquier pontificación – incluso – ética.


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