Sufragio, ergo sum
Escrito por Antonio Sánchez García | @sangarccs   
Miércoles, 22 de Febrero de 2017 00:00

altVotar, qué duda cabe, constituye uno de los más entrañables rituales de la democracia. Pero ni es su principal condición de existencia ni la definitoria.

Muchísimo menos su condición suficiente. Sin excepción ninguna, en todas las dictaduras también se ha votado. Hayan sido o sean de izquierdas o de derechas. De Lenin en adelante. Incluso en la cubana. Y, desde luego, en la de Pinochet. No se diga en la de Adolf Hitler, que aunque no llegó al poder en andas de una mayoría electoral – una lección que nuestros sufragistas debían, por lo menos, conocer, asunto respecto del cual tengo las más serias dudas – sino empujado por la trémula decisión de un decrépito, vencido y aterrado Von Hindenburg, a pocos meses de haber asaltado el poder en andas de sus colectivos y disponiendo a sus anchas del atronador poder del estado alemán, todos los medios económicos a su alcance y el implacable terror callejero se haría cómodamente de la mayoría parlamentaria. Para no soltarla jamás. Por cierto: desde el incendio del Reichstag y cuando oponérsele era prueba de un inconsciente heroísmo. Después vino lo inevitable: gobernaría 13 años en andas de un decreto “de defensa del pueblo alemán” y con el respaldo del 99,99% de los ciudadanos. Hasta su muerte. Fin de la farsa.

Muy por el contrario: en uno de sus más lúcidos ensayos, el jurista coronado del Tercer Reich, mi admiradísimo Carl Schmitt, sostuvo que bajo las coordenadas de la democracia liberal las elecciones solían ser una farsa consumada, pues ¿cómo vencer en elecciones limpias y transparentes a posiciones? Toda elección, sostuvo entonces, es un juego tramposo, como un partido de fútbol en una cancha inclinada. Desde luego, a favor del equipo que detenta el poder imperante. Es claro: lo dijo antes de febrero de 1933, cuando en Alemania reinaba la democracia burguesa de Weimar y los nazis se veían obligados a romper el hechizo a punta de golpizas, ensañamiento y terror. Que de otro modo hubieran sido incapaces de vencer a ultraderechistas, liberales, cristianos de centro, socialdemócratas y comunistas, cómodamente instalados en el seno del movimiento obrero y de las clases medias de la primera y más culta potencia industrial del continente europeo. Era exactamente lo que también pensaba Lenin, para quien la única forma de alzarse con el poder era por vías insurreccionales, de ningún modo electoreras. Pronto se cumplirá un siglo del acontecimiento que, tras el fin de la primera Guerra Mundial, abriría los portones al siglo de los totalitarismos. En todos los cuales se ha ejercido el derecho al voto. 

Lo insólito es que después de haber vivido la consumación de la tragedia a punta de fraudes electorales, compra de votantes y arrinconamiento de los opositores – todo lo cual a partir de un golpe de Estado, por frustrado que haya sido ante la insólita incapacidad y carencia de profesionalismo de sus implicados – todavía se pavonee nuestra menguada dirigencia esgrimiendo como máxima bandera del democratismo insurrecto la realización de elecciones. Veo en las frentes de Julio Borges, Henrique Capriles, Manuel Rosales, Henry Ramos Allup, Henry Falcón y su coro de asesores y paniaguados una frase como sacada de la teología política cuarto republicana: sufragio, ergo sum. Voto, luego existo.

Va acompañada de un asco reverencial a la violencia y un temor indiscriminado al Poder, esa máxima estrella que orienta con su irrefrenable magnetismo todos los flujos y reflujos, mareas y contramareas de la política. Es la memez de la estólida parsimonia sufraguera, el peor legado de ese milagro que fuera la democracia liberal enraizada en el Pacto de Punto Fijo y parida a tajo abierto por los militares y civiles que el 23 de enero de 1958 se insurreccionaran y desalojaran del poder a la dictadura de Pérez Jiménez. En la que también se votaba. Si bien utilizando mecanismos fraudulentos infantiles y gazmoños comparados con los inaugurados por ese modelo de sádica perversión y maquiavélica obscenidad políticas llamado Jorge Rodríguez. A quien la muerte de su padre en medio de los interrogatorios de la policía política por estar comprobadamente involucrado en el violento e interminable secuestro y desaparición del ejecutivo en Venezuela de la norteamericana Owen Illinois, William Niehaus, le otorgara patente de corso para ser un redomado terrorista político electoral.

Cuando observo con qué fruición los secretarios generales, sus corifeos y demás administradores de la MUD pavonean su falso orgullo desafiante empinando la consigna del “te sacaremos con votos”, se me patentiza la triste y esperpéntica estolidez reinante. Unos pigmeos dándole pescozones en los tobillos al cíclope que los mantiene encadenados. No saben nuestros sufragistas a ultranza que reducirse y arrinconarse en los acartonados tarantines de votación, como tras las celosías de un confesionario,  puede degenerar en un onanismo trágico. En eso perseveran. Dios nos libre.


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