Los militares en la encrucijada
Escrito por Antonio Sánchez García | @sangarccs   
Domingo, 28 de Agosto de 2016 07:39

altLlegar a Venezuela aventado por los militares golpistas chilenos, ensañados en una guerra mortífera y total contra los sectores populares y sus partidos políticos,

y capaces de horrendas prácticas de sevicia, persecución, acorralamiento y muerte de los sectores democráticos – poco importan las razones, que la vileza y la inhumanidad no tienen justificación – me produjo un muy hondo impacto emocional. La misma noche de mi llegada, el último lunes de junio de 1977, viví la insólita experiencia de compartir con mis compañeros filósofos llegados hacía algunas horas de Europa, los Estados Unidos y Latinoamérica para participar en un Seminario Latinoamericano de Filosofía organizado por el Dr. Ernesto Maiz Vallenilla, él mismo un filósofo de gran renombre, entonces fundador y rector de la Universidad Simón Bolívar y uno de los más destacados intelectuales latinoamericanos, un muy grato intercambio coloquial nada más y nada menos que con el propio presidente de la República, Carlos Andrés Pérez. En la conversación estábamos Marco Aurelio García, brasileño, luego asesor de Lula y Dilma, y yo, ambos militantes del MIR chileno. ¿Imaginable algo parecido en el Chile del general Augusto Pinochet Ugarte y su feroz dictadura militar, que ya había prácticamente exterminado a los líderes históricos de nuestro partido?

Venezuela era por entonces una ejemplar democracia social, refugio de los perseguidos por las feroces e inhumanas dictaduras militares del Cono Sur y  Brasil, y desde su misma constitución democrática luego del derrocamiento del general de ejército Marcos Pérez Jiménez y su dictadura militar, la única alternativa estratégica a las dictaduras de ambos signos, contra las cuales Rómulo Betancourt empuñó a riesgo de su vida la letra y la espada: las de la extrema derecha y las de la extrema izquierda. Enfrentando incluso la tolerancia del “Imperio” con las de derecha. Era una democracia centrista, asediada y combatida, como todas las democracias de la región, por el asalto inclemente del castroguevarismo, al que el modelo betancouriano era la única alternativa posible. Y por lo mismo sujeta a actos reprobables como interrogar hasta darle muerte a quienes se habían propuesto liquidarla de raíz. ¿O es que Jorge Rodríguez, el padre de dos de las figuras más emblemáticas de la reinante dictadura venezolana y responsables del asedio, percusión, encarcelamiento, tortura y asesinato de los demócratas venezolanos y de la crisis humanitaria a la que han empujado a treinta millones de venezolanos, pretendía otro proyecto que esta misma siniestra asfixia de nuestra libertad, nuestra prosperidad y nuestro progreso, secuestrando a empresarios como al norteamericano presidente de la Owens Illinois de Venezuela y asesinando a soldados venezolanos en sus invasores ataques guerrilleros? Ángela Zago, una de las guerrilleras de entonces, lo ha reconocido con la hidalguía de que no son capaces los Rodríguez hijos: quien a hierro mata que no pretenda morir a sombrerazos.

Sus fuerzas armadas habían combatido exitosamente esa siniestra tenaza desde ambos extremos montada para asfixiar los afanes libertadores del continente, habían defendido el Estado de Derecho venezolano, seriamente amenazado por militares golpistas de derechas y por la insurrección de las guerrillas castrocomunistas de extrema izquierda. ¿Cómo no sentir auténtica admiración por unas fuerzas armadas que servían con profesionalismo y gran espíritu constitucionalista al mantenimiento del orden jurídico e institucional en el que por ese y otros motivos – dos sólidos partidos democráticos de centro, AD y COPEI – eran perfectamente capaces de sostener una verdadera democracia social? Que, más allá de sus imperfecciones, representaba una magistral alternativa al delirio insurreccional del castrocomunismo en el que por entonces militábamos. ¿Cómo no entender, asimismo, el odio recalcitrante de Fidel Castro hacia Rómulo Betancourt, odio que trasminara a la intelectualidad latinoamericana, tal cual nos lo cuenta Mario Vargas Llosa en su prólogo al admirable e imprescindible escrito de Leopoldo López, Preso pero libre: “Yo recuerdo el odio que teníamos a Betancourt los jóvenes de mi generación cuando creíamos que la verdadera libertad estaba en Marx, Mao y en la punta de un fusil”. El dictamen del propio Vargas Llosa ante esta insólita ceguera del más servil fanatismo filo cubano no tarda un segundo: “Vaya insensatos y ciegos que fuimos. El que veía claro, en esos años difíciles, fue Rómulo Betancourt.”[1] Y muy por supuesto: no nosotros.

Si los resabios de antimilitarismo con el que cargaba por esos años necesitaran de un último empujón para rendirse ante el hecho más que evidente de que los soldados venezolanos eran de otra estirpe, en muchos sentidos admirable, la experimenté al convivir y rozarme con algunos de ellos. Pude disfrutar de la amistad de Mario Iván Carratú Molina, de Huizi Clavier y de los generales Fernando Ochoa Antich y José Antonio Olavarría, entre algunos otros. Que un civil de procedencia marxista pudiera departir con tanta confianza y cordialidad con uniformados de alto rango era una experiencia, por lo menos en aquellos años de la guerra de los militares chilenos contra los demócratas, absolutamente inimaginable. No creo que esa realidad haya cambiado un ápice. Los militares, marinos y aviadores venezolanos eran, en el mundo uniformado del hemisferio de entonces, clase aparte. Demócratas, de extracción popular y profundamente comprometidos con la democracia. En cuya defensa no trepidaron en dar sus vidas.

Algo muy profundo, muy pervertido y muy propio de nuestro pecado original, al decir de Tocqueville - el militarismo caudillesco -, debió brotar por esos mismos años para que ese perfil democrático, constitucionalista, sacrificado, profesional y leal al sentido nacional de los militares venezolanos se revirtiera hasta alcanzar el colmo de la traición al sagrado juramento a la bandera: permitir que la Patria fuera asaltada, conquistada y poseída, sin disparar un solo tiro, por las fuerzas extranjeras representada por los ejércitos cubanos. Y que uno de los suyos llegara al extremo de entregar nuestra soberanía a una isla miserable, tiranizada desde hacía más de medio siglo, y preferir exhalar su último suspiro bajo el cielo de esos sátrapas, lejos de su tierra, sus querencias y sus seguidores. Legándoles las riquezas de sus mayores a través de un agente al servicio de esa abyecta tiranía.

¿Cómo entenderlo? ¿Cómo no sentir confusión y asombro ante tamaña villanía? ¿Qué siente un alto oficial venezolano cuando se entera de los horrendos crímenes cometidos en la más absoluta impunidad por cientos de poderosas bandas organizadas que secuestran, asesinan y asaltan a diario, con armamento sofisticado y propio de nuestras fuerzas armadas, sin que ni siquiera tales hechos abominables trasciendan a los medios nacionales, secuestrados de facto por el dinero, el poder y la sevicia de los gobernantes, a los que sirven? ¿Para qué entonces nuestras fuerzas armadas? ¿Para reprimir a su pueblo y bajar la testuz ante el invasor extranjero y el hamponato impune?

¿Qué sienten al ver la Patria devastada, expoliada y escarnecida por la barbarie castrocomunista a la que en un giro absolutamente incomprensible y aberrante respaldan y sin cuyo respaldo desaparecería de la faz de Venezuela en asunto de días? Es una pesada factura de la que deberán rendir cuenta más temprano que tarde. ¿O alguien cree que esta dictadura es eterna y no tiene los días contados?


[1] Leopoldo López, Preso pero libre, Caracas, 2016, pág. 14.


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