¿En qué creen los que no creen en la libertad?
Escrito por Víctor Maldonado C. | X: @vjmc   
Lunes, 27 de Junio de 2016 05:43

altTratar de resolver ese interrogante es crucial.  De buenas a primeras se puede pensar que una buena respuesta sería que aquellos que no creen en la libertad

tienen poca compasión por los otros, esperan mucho de sí mismos porque se sobrevaloran, y confían morbosamente en las cualidades taumatúrgicas del poder enfilado contra los supuestos entuertos de la humanidad. También se me ocurrió que los que no creen en la libertad tampoco confían demasiado en el pluralismo, y en el fondo, la suspicacia es su elemento constituyente.
 
Isaiah Berlin se dedicó a escrudiñar la idea de la libertad. Para él “seremos libres en la medida en que otros no nos impidan hacer lo que podríamos hacer si no nos lo impidieran”. Lo contrario a la libertad es la opresión o la coacción, situaciones especialmente indeseables por las que la voluntad ajena, ejercida arbitrariamente, aplasta cualquier posibilidad de ser o de hacer. El autoritarismo, los personalismos, los caudillos y sus montoneras, todos ellos terminan siendo las entidades que tarde o temprano amenazan la libertad de los ciudadanos. Pero hay un problema. Los ciudadanos a veces se confunden y pretenden ser libres en la misma medida que se entregan a las fauces de un tirano. Y así no funciona la libertad. Esa promesa populista de pueblo empoderado y libre porque el tirano ha metido en cintura a los otros, los enemigos, los que desde siempre los oprimieron, termina siempre en una tragedia en la que todos sin distinción terminan encadenados y sometidos a la voluntad inapelable del dictador. Ni el hambre ni la seguridad discriminan. La libertad no es la que unos pueden ejercer contra los otros, sino la que todos practican sin obstaculizar la de los otros.  Por eso mismo, la única restricción deseable a la libertad así concebida es la ley.  Pero como aquí sabemos de sobra, la ley no puede ser cualquier redacción hecha para satisfacer el capricho del poderoso o para satisfacer la voracidad de los que practican el totalitarismo. Una ley buena garantiza los espacios que requieren los ciudadanos para ser y hacer, y las malas los obstruyen. Aquí en Venezuela estamos intoxicados de malas leyes que niegan la libertad de unos y de otros. Las buenas leyes son a favor de los ciudadanos. Las malas leyes concentran el poder y le otorgan capacidad para cometer arbitrariedad al dictador.
 
Pero incluso hay una exigencia más. Isaiah Berlin sostenía en la misma línea de libertarios tales como Locke y  Mill, en Inglaterra, y Constant y Tocqueville, en Francia, “que debía existir un cierto ámbito mínimo de libertad personal que no podía  ser violado bajo ningún concepto, pues si tal ámbito se traspasaba, el individuo mismo se encontraría en una situación demasiado restringida, incluso para ese mínimo desarrollo de sus facultades naturales, que es lo único que hace posible perseguir, e incluso concebir, los diversos fines que los hombres consideran buenos, justos o sagrados”. Los que no creen en la libertad tampoco piensan que se deba respetar frontera alguna. Para ellos no hay vida privada que sea inviolable y no hay espacio en el que no se pueda entrometer la autoridad pública. Donde no rige la libertad hay presos políticos, expropiaciones, leyes que amenazan constantemente la libertad de expresión, se interviene la educación, se tergiversa la historia y se constituyen sociedades militarizadas. Los que no piensan en la libertad creen que tienen que dirigir los proyectos de vida de los demás. Creen que están a cargo para imponer sus propios puntos de vista y usan el poder para aplastar al resto.
 
Mientras los libertarios creen en la dignidad inviolable de la persona humana, en el respeto a su vida y reputación, en que hay que garantizar sin condiciones la propiedad privada, y que la justicia debe ser igual para todos, respetuosa de todos, con debido proceso y presunción de inocencia, los que no creen en la libertad condicionan todas estos derechos y garantías a su propia supervivencia como proyecto, proceso y modelo de estado. Para los que no creen en la libertad la suerte de la revolución está por encima que cualquier derecho ciudadano.
 
Los que no piensan en la libertad creen que la política es confrontación y eliminación del adversario. Vienen “a por lo suyo”. Creen que deben concentrar todo el poder y piensan que su papel es el de robar a unos para entregar a otros. Asumen que son revolución -aunque terminen siendo involución- e invocando la voluntad del pueblo -al que nunca consultan- arremeten contra la paz y deforman la justicia hasta hacerla irreconocible. Los que no creen en la libertad piensan que deben practicar la estridencia electoral. Una elección tras otra vacía de sentido cualquier tipo de consulta, y el abuso de la mayoría ejercida contra las minorías transforma cualquier certamen de consulta en una pantomima. Para los que no creen en la libertad las elecciones son un antifaz. Si los resultados son favorables los exacerban. Pero si son adversos los vacían de capacidad transformadora. La trampa esta siempre a la disposición para cometer fraude y pasar al campo de la fuerza pura y dura para hacer entender por las malas si alguien no lo entiende por las buenas.
 
Los que no creen en la libertad creen que la historia comienza con ellos. Ellos son la frontera esclarecida entre un antes y un después. No creen en la idea del progreso entendida como “la evolución de las ideas” ni valoran los atributos culturales que nos han hecho una civilización exitosa: propiedad plural, recto comportamiento, respeto de las obligaciones asumidas, el intercambio comercial, la competencia y el respeto a la propiedad privada. Contrario a esto tienen una visión negativa de las realizaciones humanas y pretenden “comenzar de cero”, fundar la república, intentar un nuevo pacto social con ellos a la cabeza, que se pretenden perfectos, impolutos y providencialmente llamados a torcer cuanto entuerto haya acumulado la humanidad.
 
Los que no creen en la libertad no creen en los procesos de aprendizaje social que se transmiten a través de la tradición. Invalidan una y otra vez que somos el resultado de un amplio entramado de tradiciones aprendidas. Ellos son la alternativa. Todos ellos terminan escribiendo sus propios libros sagrados. Libros rojos o azules terminan siendo antecedentes sangrientos de persecuciones, sectarismo y fanatismos criminales.
 
Los que no creen en la libertad no creen en el mercado como ordenador social. Repudian con escozor exaltado la “mano invisible del mercado”. No logran entender ni respetar la lógica subyacente al funcionamiento del orden extenso que por millones de causas ordenan las preferencias de la demanda y de la oferta, permitiendo de esa forma el cálculo económico a través del precio. Lo de ellos es manoseo, expoliación, intervención y dictadura económica. Ellos destruyen el sistema de mercado para imponer un costoso modelo de fraude, violencia y privilegio. Ellos piensan que controles de divisas, costos, precios, salarios y la inamovilidad laboral son las palancas del desarrollo social. Ellos piensan que toda autoridad -legitima o no- debe tener atribuciones para ir contra la libre empresa a la que siempre acusa de especular y acaparar en base a oscuros intereses.
 
Los que no creen en la libertad piensan que hay que imponerle a la sociedad un gobierno grande, supuestamente poderoso, costoso y burocrático. Creen que cada quien debe tener un ministerio que lo empuje. Cree que economía y sociedad necesitan espalderos. Asumen que nada es posible si no tiene un ministerio. Terminan agobiando al país, omnipresentes sin que eso haga la diferencia en resultados y un estorbo para todos. Aquí en Venezuela los que no creen en la libertad tienen un presidente -su primera combatiente y al parecer toda su familia- seis vicepresidentes, treinta y cuatro ministerios y por lo menos ciento ochenta y tres empresas públicas. Todas ellas pesan en términos de costos y ausencia de realizaciones, obligándonos a todos a financiar esa inmensa mole sin que queramos o siquiera sepamos qué hacer con ellos.
 
Los que no creen en la libertad no creen en el libre emprendimiento. Ellos presumen que la riqueza está mejor manejada en manos del gobierno. Por eso mismo “se reservan” la riqueza del país para ellos distribuirla. Al final terminan repartiéndose ellos la mejor parte, dejando al resto las migajas. PDVSA y el resto de las empresas públicas muestran la tragedia de un país de ciudadanos excluidos porque los que no creen en la libertad se han reservado para si toda la riqueza del país. Ellos viven en divisas mientras fracasan en el ridículo intento de lavarse la cara repartiendo inhumanas bolsas de comida.
 
Los que no creen en la libertad dicen que los libertarios son egoístas y ambiciosos. Que ellos -los revolucionarios- piensan en la reivindicación de los excluidos y en la solución de la pobreza. Pero eso no es cierto. Los libertarios creen en la gente, respetan sus derechos, no creen -por ejemplo- que los pobres sean ignorantes o incapaces, ni renuncian a la opción de la filantropía, opción de la empresa privada exitosa, mucho antes de que los izquierdistas inventaran la responsabilidad social empresarial. Los libertarios repudian la servidumbre, ni se prestan a practicarla ni se la exigen a nadie. Los libertarios asumen la tradición moral de occidente, con todo lo que ha traído consigo de tolerancia, pluralismo, alternabilidad en el ejercicio del poder y creación de riqueza.
 
Los que no creen en la libertad necesitan perdedores y pobres irredentos. Ellos solo progresan cebándose en las esperanzas de los menos favorecidos a quienes hacen creer en sus mensajes populistas. Los que creemos en la libertad apostamos a la capacidad del hombre para resolver problemas, prosperar y generar riquezas. Apostamos a sus capacidades y repudiamos los gobiernos que sean obstáculo y censura. Los que no creen en la libertad usan intensamente la demagogia, pero al final se estrellan contra la realidad. Los libertarios siempre venimos después a resolver los estragos de los populistas. Los que creemos en la libertad no tenemos complejo de culpa, sabemos que la causa de la pobreza y la servidumbre es la fatal arrogancia del político socialista, que se cree héroe o semidiós, y que al final termina siendo un brutal dictador, corrupto y sanguinario como todos los que piensan que su proyecto y sus ideas son más importantes y definitivos que el progreso que la humanidad se ha dado a través de miles de años de experiencia vital.
 
Los que no creen en la libertad tienen nombre, apellido, proyecto y fracaso a la vista.
 
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