Campo minado y puntos ciegos
Escrito por Víctor Maldonado C. | X: @vjmc   
Viernes, 04 de Septiembre de 2015 08:03

Campo minado y puntos ciegos
Por: Víctor Maldonado C.
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Vivimos una dictadura del siglo XXI. Su caracterización es útil. Un régimen militar, de militares radicales, empeñados en practicar un socialismo utópico, cultores del estatismo heroico,  enemigos declarados del libre mercado y que han condicionado todos los derechos y garantías a la satisfacción de una codicia insaciable que los hace brutales a la hora de hacer todo lo posible para mantenerse en el poder, disfrutar de los privilegios y negar cualquier posibilidad de ofrecer un buen gobierno al resto de los venezolanos.
La dictadura del siglo XXI, totalitaria y radical, nunca ha temido pasar por el escrutinio electoral. Lula, a todos los efectos, un tonto útil de su propia avidez, decía que por eso mismo somos la democracia más perfecta del mundo. Para él, una democracia será más perfecta en la misma medida que tenga más elecciones. Su tesis debería llamarse “teoría cuantitativa de la democracia”. Tan sencillo como calibrar la calidad de los regímenes políticos por el número de veces que se consulta al pueblo. Nada de sutilezas cualitativas. No importan las trampas, la hegemonía comunicacional,  las opacidades, la violación del secreto del voto, el voto asistido o que se usen los recursos públicos para montar una aplastante maquinaria de movilización el día de las elecciones. No es relevante si las FFAA se proclamen chavistas y revolucionarias a la vez que tienen el encargo de ser los custodios –y algo más- de los centros de votación. No son apreciables las horas que se suman entre el cierre de las mesas y la proclamación de los resultados, tampoco el silencio espeso que en esos momentos nos aplican. Menos importante resulta ser que se manoseen las directivas de los partidos, y se pongan a jugar a favor y en contra. O que el orden de presentación de las opciones en el tarjetón sea injuriosamente inequitativo. Y que poco a poco se vayan rebanando las mejores opciones, inhabilitando líderes, extorsionando a otros o manteniendo la cuota de presos políticos a los que además se condenan al aislamiento. No olvidemos tampoco que se niega sistemáticamente la observación internacional y que los eventuales acompañantes son siempre partidarios contumaces del oficialismo. No puede ser peor el ventajismo autoritario que practica la dictadura del siglo XXI. Y no pueden ser más necios los que niegan este componente de la realidad política venezolana.
Nadie controla totalmente la realidad. Ni el gobierno ni su alternativa. El gobierno no ha podido atajar la crisis de legitimidad y de satisfacción que le aqueja. La alternativa no termina de significar políticamente la insatisfacción creciente. Ninguno ha querido –o ha podido- establecer una relación de causa-efecto que enganche emocionalmente al pueblo. Ninguno señala un camino. Ninguno muestra la luz al final del túnel. Ninguno asume los riesgos de la diferenciación. El régimen luce vencido y entrampado en lo que ellos creen es un legado sagrado. Sus adversarios no se atreven a contradecir las tres bases macabras de la debacle venezolana: el populismo que reparte lo que no se produce, el patrimonialismo que se hace representar en un estado fuerte, extendido y activo en todas las áreas,  y el caudillismo que personaliza las relaciones políticas en la misma medida que derrumba cualquier intento de institucionalizar las bases de la república civil.
Mientras tanto la agenda se bandea entre las crisis reales y las confrontaciones ficticias. Inflación, escasez, inseguridad, desanimo inversionista se alternan con conspiraciones internacionales, provocaciones guerreristas, delirios paranoicos y anuncios de intentos de magnicidios. La realidad se niega sistemáticamente –no hay cifras porque el gobierno se ha encerrado entre las vertientes de un secretismo inútil- mientras que la ficción usa el último escándalo para encubrir las falacias del anterior. El régimen juega sus cartas y la alternativa las suyas. En estas circunstancias ¿qué es un trapo rojo, una distracción, un peine? ¿Y cuál porción de la realidad debería merecer nuestra atención?  Dicho de otra forma ¿con cuál parte de la realidad podemos quedarnos y cuál deberíamos negar o desechar? ¿Cuál es una ruta falsa, una calle ciega y no provoca consecuencias?
En los últimos dieciséis años el régimen se ha especializado en rebanar las posibilidades de su alternativa practicando el ventajismo autoritario, y también con lo que algunos –con algo de miopía- llaman trapos rojos. La perplejidad por la variopinta agenda de posibilidades del gobierno siempre termina deshilachando a la oposición.  Quien tiene la iniciativa mantiene la ventaja. Por esa misma razón de lo que se trata es de tener la capacidad para tener muy claro el foco y capacidad relacionar para darle significación a la coyuntura. Pero eso se logra si renunciamos al juego de las vanas ilusiones, pensar que ya todo está ganado y que hay una conversión automática de la insatisfacción social en el desplome político del régimen. Se observa un afán para que no ocurra nada antes del 6D, para que nada perturbe la marcha al triunfo que algunos creen tener asegurado. Pero faltan 100 días de combate estratégico.
Hay desbalances obvios. Pero tal vez el más importante es el que caracterizó Chuo Torrealba recientemente: “el Partido Socialista Unido de Venezuela (Psuv), posee una gran maquinaría clientelar representada en cada una de la instancias de gobierno, la cual solo puede ser derrotada con el concurso de todos los factores de la sociedad”. De un lado hay recursos, capacidad de movilización e impudicia en el uso de las ventajas del poder. Del otro lado hay una expectativa de movilización voluntaria que es en este momento que se está constituyendo, sin tener claridad –en términos de los precedentes- hasta dónde puede llegar ese apresto operacional montado sobre el voluntarismo. Max Weber decía que “a una organización sólo podía oponérsele otra organización, unidad social que de manera continua y sistemática logra unos objetivos previamente definidos…” Léase bien, el politólogo alemán no dijo que frente a una organización iba bien la improvisación, sino que debía contraponérsele otra, tan o más poderosa. De eso se trata, de contraponer organización, discurso, estrategia, mensaje y significación de la realidad que resulte ser más poderosa que su contrincante.
El gobierno no las tiene todas consigo. Esta hundiéndose en la trampa montada por la suma de todos sus fracasos y también porque no resulta fácil mantenerse compactos si lo que hay que compartir es la decepción. Hay una evidente ventanilla de oportunidad que debe ser aprovechada desde una conducción política que además de contrastar con esplendor ni caiga en la tentación del triunfalismo. Tal vez deberían hacer y leer menos encuestas e invertir el tiempo y los recursos en lo que de aquí en adelante puede ser esencial: maquinaria para ganar elecciones, fortaleza moral para defender el posible triunfo, y un plan para arrebatar la conducción del país de la inercia destructiva hacia senderos de paz y progreso.
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altVivimos una dictadura del siglo XXI. Su caracterización es útil. Un régimen militar, de militares radicales, empeñados en practicar un socialismo utópico,

cultores del estatismo heroico,  enemigos declarados del libre mercado y que han condicionado todos los derechos y garantías a la satisfacción de una codicia insaciable que los hace brutales a la hora de hacer todo lo posible para mantenerse en el poder, disfrutar de los privilegios y negar cualquier posibilidad de ofrecer un buen gobierno al resto de los venezolanos.

La dictadura del siglo XXI, totalitaria y radical, nunca ha temido pasar por el escrutinio electoral. Lula, a todos los efectos, un tonto útil de su propia avidez, decía que por eso mismo somos la democracia más perfecta del mundo. Para él, una democracia será más perfecta en la misma medida que tenga más elecciones. Su tesis debería llamarse “teoría cuantitativa de la democracia”. Tan sencillo como calibrar la calidad de los regímenes políticos por el número de veces que se consulta al pueblo. Nada de sutilezas cualitativas. No importan las trampas, la hegemonía comunicacional,  las opacidades, la violación del secreto del voto, el voto asistido o que se usen los recursos públicos para montar una aplastante maquinaria de movilización el día de las elecciones. No es relevante si las FFAA se proclamen chavistas y revolucionarias a la vez que tienen el encargo de ser los custodios –y algo más- de los centros de votación. No son apreciables las horas que se suman entre el cierre de las mesas y la proclamación de los resultados, tampoco el silencio espeso que en esos momentos nos aplican. Menos importante resulta ser que se manoseen las directivas de los partidos, y se pongan a jugar a favor y en contra. O que el orden de presentación de las opciones en el tarjetón sea injuriosamente inequitativo. Y que poco a poco se vayan rebanando las mejores opciones, inhabilitando líderes, extorsionando a otros o manteniendo la cuota de presos políticos a los que además se condenan al aislamiento. No olvidemos tampoco que se niega sistemáticamente la observación internacional y que los eventuales acompañantes son siempre partidarios contumaces del oficialismo. No puede ser peor el ventajismo autoritario que practica la dictadura del siglo XXI. Y no pueden ser más necios los que niegan este componente de la realidad política venezolana.

Nadie controla totalmente la realidad. Ni el gobierno ni su alternativa. El gobierno no ha podido atajar la crisis de legitimidad y de satisfacción que le aqueja. La alternativa no termina de significar políticamente la insatisfacción creciente. Ninguno ha querido –o ha podido- establecer una relación de causa-efecto que enganche emocionalmente al pueblo. Ninguno señala un camino. Ninguno muestra la luz al final del túnel. Ninguno asume los riesgos de la diferenciación. El régimen luce vencido y entrampado en lo que ellos creen es un legado sagrado. Sus adversarios no se atreven a contradecir las tres bases macabras de la debacle venezolana: el populismo que reparte lo que no se produce, el patrimonialismo que se hace representar en un estado fuerte, extendido y activo en todas las áreas, y el caudillismo que personaliza las relaciones políticas en la misma medida que derrumba cualquier intento de institucionalizar las bases de la república civil.

Mientras tanto la agenda se bandea entre las crisis reales y las confrontaciones ficticias. Inflación, escasez, inseguridad, desanimo inversionista se alternan con conspiraciones internacionales, provocaciones guerreristas, delirios paranoicos y anuncios de intentos de magnicidios. La realidad se niega sistemáticamente –no hay cifras porque el gobierno se ha encerrado entre las vertientes de un secretismo inútil- mientras que la ficción usa el último escándalo para encubrir las falacias del anterior. El régimen juega sus cartas y la alternativa las suyas. En estas circunstancias ¿qué es un trapo rojo, una distracción, un peine? ¿Y cuál porción de la realidad debería merecer nuestra atención?  Dicho de otra forma ¿con cuál parte de la realidad podemos quedarnos y cuál deberíamos negar o desechar? ¿Cuál es una ruta falsa, una calle ciega y no provoca consecuencias?

En los últimos dieciséis años el régimen se ha especializado en rebanar las posibilidades de su alternativa practicando el ventajismo autoritario, y también con lo que algunos –con algo de miopía- llaman trapos rojos. La perplejidad por la variopinta agenda de posibilidades del gobierno siempre termina deshilachando a la oposición.  Quien tiene la iniciativa mantiene la ventaja. Por esa misma razón de lo que se trata es de tener la capacidad para tener muy claro el foco y capacidad relacionar para darle significación a la coyuntura. Pero eso se logra si renunciamos al juego de las vanas ilusiones, pensar que ya todo está ganado y que hay una conversión automática de la insatisfacción social en el desplome político del régimen. Se observa un afán para que no ocurra nada antes del 6D, para que nada perturbe la marcha al triunfo que algunos creen tener asegurado. Pero faltan 100 días de combate estratégico.

Hay desbalances obvios. Pero tal vez el más importante es el que caracterizó Chuo Torrealba recientemente: “el Partido Socialista Unido de Venezuela (Psuv), posee una gran maquinaría clientelar representada en cada una de la instancias de gobierno, la cual solo puede ser derrotada con el concurso de todos los factores de la sociedad”. De un lado hay recursos, capacidad de movilización e impudicia en el uso de las ventajas del poder. Del otro lado hay una expectativa de movilización voluntaria que es en este momento que se está constituyendo, sin tener claridad –en términos de los precedentes- hasta dónde puede llegar ese apresto operacional montado sobre el voluntarismo. Max Weber decía que “a una organización sólo podía oponérsele otra organización, unidad social que de manera continua y sistemática logra unos objetivos previamente definidos…” Léase bien, el politólogo alemán no dijo que frente a una organización iba bien la improvisación, sino que debía contraponérsele otra, tan o más poderosa. De eso se trata, de contraponer organización, discurso, estrategia, mensaje y significación de la realidad que resulte ser más poderosa que su contrincante.

El gobierno no las tiene todas consigo. Esta hundiéndose en la trampa montada por la suma de todos sus fracasos y también porque no resulta fácil mantenerse compactos si lo que hay que compartir es la decepción. Hay una evidente ventanilla de oportunidad que debe ser aprovechada desde una conducción política que además de contrastar con esplendor ni caiga en la tentación del triunfalismo. Tal vez deberían hacer y leer menos encuestas e invertir el tiempo y los recursos en lo que de aquí en adelante puede ser esencial: maquinaria para ganar elecciones, fortaleza moral para defender el posible triunfo, y un plan para arrebatar la conducción del país de la inercia destructiva hacia senderos de paz y progreso.  

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