Escupiendo al cielo: El estado de excepción
Escrito por Antonio Sánchez García | @sangarccs   
Jueves, 27 de Agosto de 2015 00:33

ESCUPIENDO AL CIELO: EL ESTADO DE EXCEPCIÓN
Pero por si toda esa infamia fuera poca, agregan una guinda a la monstruosa, gigantesca torta que ponen cerrando la más importante, la más viva, la más provechosa de nuestras fronteras: quien debe ejecutar la medida por órdenes de aquellos a los que sirve es, según todos los indicios y sospechas, nacido en Colombia, como su progenitora.
Que quien así escupe al cielo no se sorprenda. Le caerá en el ojo.
Antonio Sánchez García @sangarccs
Dice la sabiduría popular que no se puede servir a dos señores. Ante la disyuntiva, Maduro, el sátrapa, ha optado por servir a quien lo sacó del anonimato, lo enrieló a su servicio y lo puso en el cargo, luego de ese sórdido episodio digno de Alejandro Dumas y el Conde de Montecristo que terminara con la vida de su antecesor, también sacrificado, como ahora Maduro, en el altar del castrismo cubano.
El otro señor al que dice servir – Venezuela – ha sido brutalmente pisoteado, no sólo en sus legítimas reivindicaciones soberanas – el caso Guyana – sino en lo más íntimo de sus pretensiones históricas. Al usar el patrón venezolano de Maduro, el teniente coronel Hugo Chávez,  al Libertador y convertirlo en pieza maestra de su árbol de tres raíces, asumió a plenitud el continentalismo bolivariano y su base nacional: la Gran Colombia. Causa y razón de todas sus desgracias. Por seguir esa utopía se alienó el respaldo de los suyos que decidieron, poniendo a la cabeza de sus reivindicaciones estrictamente nacionales al general José Antonio Páez, declararle la guerra y expulsarlo para siempre de su patria.
Desde entonces el país se dividió entre paecistas y bolivarianos. Entre venezolanistas y grancolombianistas. Cuenta en sus Memorias Proscritas el ex presidente Carlos Andrés Pérez, que cuando contaba con diez años de edad, en 1932, y vivía en las entrañas de Los Andes venezolanos, en Rubio, estado Táchira, hoy tan proscrito como el caudillo socialdemócrata, era un furibundo paecista.  Nada de raro que su mortal enemigo, Hugo Chávez, padre putativo de Nicolás Maduro e hijo putativo de Fidel Castro, fuera todo lo contrario: un antipaecista furibundo y un devoto practicante del culto a Bolívar. ¿A Colombia? ¡Ni con el pétalo de una rosa!
Tan prostibularia y canalla es esta historia chavo madurista, que quienes se rasgaron las vestiduras por Bolívar y corrieron a echarse a los brazos de las FARC colombianas, que cedularon ilegalmente a cientos y cientos de miles de colombianos indocumentados, o los trajeron por cientos de miles para engrosar el REP con su carne de cañón electoral fraudulenta, ahora sacan el espantajo xenófobo y anti colombiano para ver si prenden el cabito de vela que sobrevive de lo que un día fuera la antorcha de la pasión chavista. Arrasan con sus bienes, arrastran con sus niños, mujeres y ancianos, echan abajo sus modestas viviendas con retroexcavadoras y en el colmo de la ignominia, cercan con alambradas de púas el puente que en la realidad y la metáfora une al Táchira con Colombia y que, para mayor INRI, lleva el nombre del Libertador. En una palabra: ya inservible a sus fines dictatoriales, estrangulan a Bolívar con unos alambres de espino.
Pero por si toda esa infamia fuera poca, agregan una guinda a la monstruosa, gigantesca torta que ponen cerrando la más importante, la más viva, la más provechosa de nuestras fronteras: quien debe ejecutar la medida por órdenes de aquellos a los que sirve es, según todos los indicios y sospechas, nacido en Colombia, como su progenitora.
Que quien así escupe al cielo no se sorprenda. Le caerá en el ojo.

altDice la sabiduría popular que no se puede servir a dos señores. Ante la disyuntiva, Maduro, el sátrapa, ha optado por servir a quien lo sacó del anonimato,

lo enrieló a su servicio y lo puso en el cargo, luego de ese sórdido episodio digno de Alejandro Dumas y el Conde de Montecristo que terminara con la vida de su antecesor, también sacrificado, como ahora Maduro, en el altar del castrismo cubano.

El otro señor al que dice servir – Venezuela – ha sido brutalmente pisoteado, no sólo en sus legítimas reivindicaciones soberanas – el caso Guyana – sino en lo más íntimo de sus pretensiones históricas. Al usar el patrón venezolano de Maduro, el teniente coronel Hugo Chávez,  al Libertador y convertirlo en pieza maestra de su árbol de tres raíces, asumió a plenitud el continentalismo bolivariano y su base nacional: la Gran Colombia. Causa y razón de todas sus desgracias. Por seguir esa utopía se alienó el respaldo de los suyos que decidieron, poniendo a la cabeza de sus reivindicaciones estrictamente nacionales al general José Antonio Páez, declararle la guerra y expulsarlo para siempre de su patria.

Desde entonces el país se dividió entre paecistas y bolivarianos. Entre venezolanistas y grancolombianistas. Cuenta en sus Memorias Proscritas el ex presidente Carlos Andrés Pérez, que cuando contaba con diez años de edad, en 1932, y vivía en las entrañas de Los Andes venezolanos, en Rubio, estado Táchira, hoy tan proscrito como el caudillo socialdemócrata, era un furibundo paecista.  Nada de raro que su mortal enemigo, Hugo Chávez, padre putativo de Nicolás Maduro e hijo putativo de Fidel Castro, fuera todo lo contrario: un antipaecista furibundo y un devoto practicante del culto a Bolívar. ¿A Colombia? ¡Ni con el pétalo de una rosa!

Tan prostibularia y canalla es esta historia chavo madurista, que quienes se rasgaron las vestiduras por Bolívar y corrieron a echarse a los brazos de las FARC colombianas, que cedularon ilegalmente a cientos y cientos de miles de colombianos indocumentados, o los trajeron por cientos de miles para engrosar el REP con su carne de cañón electoral fraudulenta, ahora sacan el espantajo xenófobo y anti colombiano para ver si prenden el cabito de vela que sobrevive de lo que un día fuera la antorcha de la pasión chavista. Arrasan con sus bienes, arrastran con sus niños, mujeres y ancianos, echan abajo sus modestas viviendas con retroexcavadoras y en el colmo de la ignominia, cercan con alambradas de púas el puente que en la realidad y la metáfora une al Táchira con Colombia y que, para mayor INRI, lleva el nombre del Libertador. En una palabra: ya inservible a sus fines dictatoriales, estrangulan a Bolívar con unos alambres de espino.

Pero por si toda esa infamia fuera poca, agregan una guinda a la monstruosa, gigantesca torta que ponen cerrando la más importante, la más viva, la más provechosa de nuestras fronteras: quien debe ejecutar la medida por órdenes de aquellos a los que sirve es, según todos los indicios y sospechas, nacido en Colombia, como su progenitora.

Que quien así escupe al cielo no se sorprenda. Le caerá en el ojo.

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