Apartheid como Depuración |
Escrito por Luis Antonio Sánchez |
Martes, 25 de Noviembre de 2014 10:00 |
Amigos, les envío el siguiente artículo para su consideración y publicación.
Saludos cordiales.
Apartheid como Depuración
¿Cuándo puede confundirse ineptitud con sabotaje? La pregunta gravita en el centro mismo de las especulaciones lanzadas desde el Gobierno. Los graves problemas que padecemos en el país, producto de la mala administración de un Estado que no sabe sino crecer, pretenden ser explicados por la penetración del enemigo. Ya su acción no la ubican fronteras afuera de la épica revolucionaria (imperio invasor, oposición apátrida, capitalismo salvaje), sino en sus propias entrañas. La vigilancia exige ahora atender no sólo a aquel opuesto abiertamente al gobierno, sino al camarada del partido, al funcionario activo, al miliciano marchante. Después de todo, es posible que sus errores sean producto de algo más que ineficiencia y falta de ética democrática.
De la vigilancia se pasa a la sospecha, terreno del que nadie escapa. El nuevo hombre que promete el socialismo, todo compromiso, todo probidad, debe demostrar su pureza. Pero, y he aquí lo curioso, en la práctica la pureza no se refiere al mantenimiento de una conducta responsable en el ejercicio de las propias funciones y ante los demás. Pureza para los revolucionarios significa no cuestionar los designios de los jerarcas del Estado, permitiéndoles que imaginen y diseñen el paraíso para nosotros.
Una de las particularidades de este razonamiento queda al desnudo tras la más reciente persecución anunciada por el gobierno: se busca a los “traidores” al gobierno, no a los maulas o incompetentes pero aún sumisos a su mandato. La lealtad que se exige es a la cúpula gobernante, nunca a la democracia, o en última instancia al pueblo o al país. En pocas palabras, si Ud. viola leyes, malversa fondos públicos, organiza grupos para-estatales, arrasa con instituciones democráticas, ignora procedimientos constitucionales, ataca a la iniciativa privada, todo en nombre de la revolución, está a salvo. Incluso si alguna de esas fallas fueran producto de la indolencia o la ignorancia. El delito o la traición que no se perdona, para el cual se han habilitado mecanismos de denuncia y persecución, es ir contra las órdenes gubernamentales. El perjuicio al país no se mide por el costo de las malas decisiones en políticas públicas, por su efecto en
la devastación de lo que sobrevive de la economía nacional, o por el deterioro de lo poco que nos va quedando de convivencia ciudadana. El perjuicio al que únicamente se teme es a restar apoyo al gobierno.
La revolución vuelve sobre los pasos de la historia y se convierte en su propio cadalso. De nada sirven los muchos ejemplos que pone a nuestro alcance: Robespierre condenado por el mismo Comité de Salvación Pública que dirigió durante la Revolución Francesa, Trotski perseguido y asesinado por el servicio de inteligencia de la Revolución Rusa, el largo encarcelamiento y exilio de Huber Matos por cuenta de la Revolución Cubana que él mismo impulsara, o, más cercano aún, el desplazamiento del poder que sufre Rómulo Gallegos y demás adecos a manos de militares, compañeros de aventura en la Revolución de Octubre de 1945.
El denominador común de todos estos casos es que la política pierde su propósito como mecanismo para dirimir conflictos sociales. De manera paulatina se instaura con mayor fuerza el convencimiento en el poder gobernante, de que sólo sus apreciaciones son las correctas y oportunas. El saber que existen formas distintas de entender la realidad, que los intereses diversos son legítimos, y que las posibilidades para enfrentar y dirigir la vida social son tan numerosas como válidas, queda relegado al olvido. Esta consciente obnubilación lleva no sólo a negar e invisibilizar los intereses y opciones sociales distintas al discurso gobernante, sino a las mismas personas que las impulsan. Se crea de hecho una práctica de exclusión, un sistema de apartheid, donde el grupo excluido va perdiendo su esencia humana, a la vez que es señalado como amenaza al grupo que se acopla al discurso oficial.
Lo insólito es que, bajo esta lógica, sean quienes difieren los que representen una amenaza a la vida social, y no quienes atenten contra la Constitución y los DDHH, aquel pacto voluntario que debería ser guía para la vida de todos. Así razonan las revoluciones.
Luis Antonio Sánchez
Sociólogo
@luisantoniosanz ¿Cuándo puede confundirse ineptitud con sabotaje? La pregunta gravita en el centro mismo de las especulaciones lanzadas desde el Gobierno. Los graves problemas que padecemos en el país, producto de la mala administración de un Estado que no sabe sino crecer, pretenden ser explicados por la penetración del enemigo. Ya su acción no la ubican fronteras afuera de la épica revolucionaria (imperio invasor, oposición apátrida, capitalismo salvaje), sino en sus propias entrañas. La vigilancia exige ahora atender no sólo a aquel opuesto abiertamente al gobierno, sino al camarada del partido, al funcionario activo, al miliciano marchante. Después de todo, es posible que sus errores sean producto de algo más que ineficiencia y falta de ética democrática. De la vigilancia se pasa a la sospecha, terreno del que nadie escapa. El nuevo hombre que promete el socialismo, todo compromiso, todo probidad, debe demostrar su pureza. Pero, y he aquí lo curioso, en la práctica la pureza no se refiere al mantenimiento de una conducta responsable en el ejercicio de las propias funciones y ante los demás. Pureza para los revolucionarios significa no cuestionar los designios de los jerarcas del Estado, permitiéndoles que imaginen y diseñen el paraíso para nosotros. Una de las particularidades de este razonamiento queda al desnudo tras la más reciente persecución anunciada por el gobierno: se busca a los “traidores” al gobierno, no a los maulas o incompetentes pero aún sumisos a su mandato. La lealtad que se exige es a la cúpula gobernante, nunca a la democracia, o en última instancia al pueblo o al país. En pocas palabras, si Ud. viola leyes, malversa fondos públicos, organiza grupos para-estatales, arrasa con instituciones democráticas, ignora procedimientos constitucionales, ataca a la iniciativa privada, todo en nombre de la revolución, está a salvo. Incluso si alguna de esas fallas fueran producto de la indolencia o la ignorancia. El delito o la traición que no se perdona, para el cual se han habilitado mecanismos de denuncia y persecución, es ir contra las órdenes gubernamentales. El perjuicio al país no se mide por el costo de las malas decisiones en políticas públicas, por su efecto en la devastación de lo que sobrevive de la economía nacional, o por el deterioro de lo poco que nos va quedando de convivencia ciudadana. El perjuicio al que únicamente se teme es a restar apoyo al gobierno. La revolución vuelve sobre los pasos de la historia y se convierte en su propio cadalso. De nada sirven los muchos ejemplos que pone a nuestro alcance: Robespierre condenado por el mismo Comité de Salvación Pública que dirigió durante la Revolución Francesa, Trotski perseguido y asesinado por el servicio de inteligencia de la Revolución Rusa, el largo encarcelamiento y exilio de Huber Matos por cuenta de la Revolución Cubana que él mismo impulsara, o, más cercano aún, el desplazamiento del poder que sufre Rómulo Gallegos y demás adecos a manos de militares, compañeros de aventura en la Revolución de Octubre de 1945. El denominador común de todos estos casos es que la política pierde su propósito como mecanismo para dirimir conflictos sociales. De manera paulatina se instaura con mayor fuerza el convencimiento en el poder gobernante, de que sólo sus apreciaciones son las correctas y oportunas. El saber que existen formas distintas de entender la realidad, que los intereses diversos son legítimos, y que las posibilidades para enfrentar y dirigir la vida social son tan numerosas como válidas, queda relegado al olvido. Esta consciente obnubilación lleva no sólo a negar e invisibilizar los intereses y opciones sociales distintas al discurso gobernante, sino a las mismas personas que las impulsan. Se crea de hecho una práctica de exclusión, un sistema de apartheid, donde el grupo excluido va perdiendo su esencia humana, a la vez que es señalado como amenaza al grupo que se acopla al discurso oficial. Lo insólito es que, bajo esta lógica, sean quienes difieren los que representen una amenaza a la vida social, y no quienes atenten contra la Constitución y los DDHH, aquel pacto voluntario que debería ser guía para la vida de todos. Así razonan las revoluciones. (*): Sociólogo @luisantoniosanz |
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