Gadaffi por Julio César Rivas
Lunes, 28 de Septiembre de 2009 22:04

altÉsta es la gran, la imperecedera lección de esta huelga de hambre: para luchar sólo basta con hacerlo. Con una sola condición: a pecho descubierto, las manos limpias y hasta sus últimas consecuencias. Ya lo dijo Saint Simon refiriéndose a uno de sus más encarnizados y grotescos enemigos: difícil encajar una derrota con grandeza, con generosidad y humildad cuando se es un canalla. Lejos de este fablistan medirse con las galas de Saint Simon, pero la frase se me vino a la cabeza al ver el acto de prestidigitación mediática por medio del cual se nos birló el derecho a disfrutar hasta la última gota del elixir del doble triunfo del día: el de la vino tinto sobre Tahití y el Julio César Rivas sobre El Aissami. Los productores del “canal de todos los venezolanos”, aunque de los disfrazados de rojo infinitamente más que de los otros, esperaron pacientemente a que se asomara el recién liberado a las antenas de Globovisión para lanzar la cadena del presidente de la república con un señor disfrazado de beduino de Broadway y la 48, revenido, de ojos saltones aunque semi dormidos y de pelo falsamente ensortijado: ¡ya lo quisiera!

Imposible imaginar que la presidencia de la república permitiría que el país escuchara las emocionadas palabras de agradecimiento de un joven lleno de ideales, socorrido desinteresadamente por media centena de estudiantes universitarios, jóvenes venezolanos que tomaron en serio la bella sentencia del Ché Guevara, hoy extraviado en las marismas frankensteinianas del castro-chavismo: la humanidad ha dicho ¡Basta! Y echó a andar. Y estos echaron a andar hasta lograr lo que parecía impensable. Que el régimen cediera y la justicia se escapara de su jaula de oro e hiciera acto de presencia. Y lo hizo.

¿Un milagro? En absoluto. Una huelga que comenzó el jueves pasado con cinco muchachos ya se había convertido en un movimiento huelguístico de cincuenta universitarios de todo el país. Y amenazaba con crecer como una avalancha de nieve, empujada por la solidaridad de los propios presos políticos, que a su vez podían incendiar las cárceles de Venezuela, convertidas en infiernos vivientes. Un cuadro dantesco para quien acababa de celebrar un bonche planetario con todos sus amigotes, desde los impresentables africanos hasta los alcahuetes sudacas, despertando o la ira o el hazmerreír, según reportajes del New York Post, de El País y de otros medios del mundo.

De allí la necesidad de cortar por lo sano, al precio que fuera. Y la orden castrense: a ponerlo de inmediato en libertad y a callarlo. El problema para el régimen es que esta deuda no se paga de contado. Es un inmenso depósito de adrenalina que permanecerá y se acrecentará con el tiempo en las mentes y en los corazones de estos jóvenes universitarios que saben que son el reservorio moral de la patria, la dirección política, material y espiritual del futuro. La generación de recambio que trae un nuevo discurso para una nueva Venezuela. Como sucede con todas las grandes victorias. Así nos parezcan humildes y pequeñas.

Ésta es la gran, la imperecedera lección de esta huelga de hambre: para luchar sólo basta con hacerlo. Con una sola condición: a pecho descubierto y hasta sus últimas consecuencias. Por ello la necesidad de acallar esa gigantesca verdad que ya agarra los faldones del futuro y obligarnos a calarnos a un abotargado dictador que lleva cuarenta años de tiranía y se la pasa ensortijando el poco cabello para parecer más jóven y más desenfadado de lo que realmente es: un viejo dictadorzuelo sin otro futuro que el cementerio.

Se le agotan los trucos de prestidigitación. Intercambiar Julio César Rivas por Gadaffi fue un chiste malo. No le servirá de nada.


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