Como un sacamuelas de feria |
Escrito por Manuel Caballero |
Martes, 01 de Septiembre de 2009 09:06 |
Héctor Navarro, doctor en fraudes intelectuales. Nota bene: He desarrollado mi actividad en tres áreas del quehacer intelectual: el periodismo, la docencia y la autoría de libros. En las líneas que siguen, cometeré tres pecados condenados en los respectivos ámbitos: brindaré a mis desocupados lectores un “refrito”; un “caletrazo”; y un “fusilamiento” o plagio; dando como circunstancia atenuante, uno, que el autor refritado, el docente caletreado y el autor fusilado soy yo mismo; dos, esta advertencia previa. Pero sobre todo porque allí denunciaba, hace varios años, el fraude intelectual cometido por un tal Héctor Navarro, el mismo que hoy es el brazo ejecutor de la condena a muerte de la educación venezolana por la peste militar. El artículo se titulaba “La palabra innuendo”, apareció en este mismo espacio, y aquí va: Escuché al ministro de Educación tratando de explicarle a Marta Colomina que estaba libre de culpa en cuanto al mamotreto racista y militarista que andaba circulando como texto en nuestros planteles. Como ya va siendo habitual en él, pretendió que era un contrabando que le habían metido una tal señora Marjorie Vásquez y unos cuantos oficiales del ejército; que él apenas se estaba enterando del asunto. La manía. Pero no es de su manía viciosa de escurrirle al bulto a las responsabilidades que queremos hablar hoy, sino de una curiosa manera de argumentar que lo descalifica como docente. Recordé al oírlo que en mis años de estudiante, vivía en nuestra pensión un joven llanerazo y embusterazo (de que los hay los hay: Páez decía, de alguno de ellos, “juró en falso, como buen llanero”). Su truco para hacernos tragar las más gruesas culebras era muy simple. Por ejemplo, nos contaba cómo una vez, en un billar de Barinitas, el esmirriado y temeroso “sute”, teniendo por arma sólo un taco de billar, había derrotado a doce robustos y borrachos marineros noruegos. Cuando uno de nosotros pretendía hacer la más simple de las preguntas sin querer dudar de su palabra, por ejemplo: “¿qué diablos hacía una docena de marineros noruegos en Barinitas?”, respondía acudiendo a un testimonio inapelable: “¡Testigo el difunto fulano!”. Esta vez, el ministro de Educación contó, poniendo como testigos a sus padres muertos, que Rómulo Betancourt había hecho quemar, entre los libros decomisados por la Digepol, un ejemplar de Venezuela: política y petróleo por considerarlo subversivo o casi. Ministro Navarro. El ministro Navarro miente como un sacamuelas de feria. Quiero aclarar varias cosas antes de sustentar esta afirmación nuestra tan rotunda. Una, no dudo que los jenízaros de la Digepol hayan quemado todo cuanto se les pusiera por delante. Dos, no es mi intención asumir la defensa de Rómulo Betancourt: políticamente lo adversé en su momento, con toda la vehemencia de que soy capaz. No tengo intenciones de reivindicarlo, porque sé que no es esa la tarea del historiador, sino la de comprender la actuación de los hombres en su contexto epocal e intelectual. Y además, porque sé, también que en política no existen dioses ni diablos, aunque esto no deba tomarse tampoco como la asexuada imparcialidad de algunos historiadores, que detesto. El problema aquí es de otra índole, que podríamos llamar metodológica aunque también de alguna manera deontológica. La forma como fue hecha la afirmación del ministro Héctor Navarro es lo que los ingleses llaman innuendo, palabra que no he encontrado en los diccionarios españoles. Es ese tipo de afirmaciones, generalmente inventada, que presenta como prueba y testigo algo o alguien inalcanzable. Un vicio. Ese es un vicio historiográfico que quienes hemos ejercido la docencia y llevado a cabo tareas de investigación, tratamos de combatir a muerte en nuestros alumni. Es la idea de creer que la simple afirmación sea prueba. Y peor aún, cuando se piden esas pruebas, apoyo fáctico, documental o bibliográfico, responder que “eso se dice por ahí” o, de nuevo, “testigo el difunto Fulano”. Hay algo más. De Rómulo Betancourt se puede pensar lo peor de este mundo y del otro. Pero hasta ahora no creo que haya alguien que se atreva a afirmar que el fundador de “Acción Democrática” haya sido un oligofrénico. Y sólo a una persona que se pudiese calificar de tal se le ocurriría mandar a quemar un libro de su autoría, pero particularmente uno así. Si uno quisiera pensar en Betancourt como un piromaníaco de sus propios libros, podría creer que hubiese mandado a quemar el Libro Rojo, pero Venezuela: política y petróleo, eso no se le ocurriría, como dice Juan de Mairena, ni al que asó la manteca. Empeño. ¿No es demasiado empeño gastar tanta cuartilla en lo que, al fin y al cabo, acaso no haya sido más que un gazapo del ministro Navarro? Poco nos importa que un ministro cualquiera diga babiecadas; al parecer, ellos fueron inventados para eso. Por otra parte, si el Jefe del Estado no pierde oportunidad para incurrir en el mismo vicio, ¿por qué reprochárselo a un subalterno suyo, por lambiscón que sea? Lo que preocupa es otra cosa: antes de ser ministro, Navarro dirigió los posgrados de la UCV. Si esta manera de afirmar que hoy comentamos la dejaba pasar, o la imponía, a sus estudiantes, entonces tienen razón quienes, con buena o mala intención, se quejan de la bajísima calidad de la enseñanza que allí se imparte. Y lo peor es que esa es una cadena sin solución de continuidad: con esos vicios de razonamiento, de argumentación, se salta a la vida profesional, y hasta puede darse que, en un gobierno de improvisados, se llegue a ser ministro de Educación, Cultura y Deportes… |
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