Los fantasmas de Cararabo
Escrito por Asdrúbal Aguiar (abogado)   
Lunes, 10 de Agosto de 2009 06:24

altLa masacre de Cararabo, conocida a través de las imágenes de TV que presenta el periodista José Vicente Rangel, el 26 de febrero de 1995 y saca del museo de la memoria por Hugo Chávez Frías para aliviar sus culpas, dada la denuncia colombiana sobre el uso por la narcoguerrilla de lanzacohetes AT- 4 suecos propiedad del Ejército de Venezuela, es de dolorosa recordación. Ahora más, puesto que se cuece sobre las ollas de una traición.

Ocho infantes de marina son brutalmente asesinados – degollados – en tanto que otros cuatro quedan heridos y tres desaparecen, por acción de guerrilleros de la columna Domingo Laín del llamado Ejército de Liberación Nacional (ELN). Practican éstos un ejercicio para su graduación: el “bautizo de fuego”. El puesto fluvial de Cararabo es el objetivo y al efecto disponen de unos setenta irregulares, apoyados por armas largas, morteros y cohetes. Tienen tantas que no necesitan de otras.

LA ACCIÓN CRIMINAL SOBRE EL PUESTO FRONTERIZO de nuestra Marina de Guerra, cercano a Puerto Páez, conmueve nacional e internacionalmente. La brutalidad es lesa. Les sacan la lengua a los jóvenes infantes dejándoselas colgadas a la manera de corbatas, luego de cortarles el cuello y de regarlos con más de una docena de tiros a cada uno. El demente Comandante Alexis, acompañante de los bautizados como guerrilleros, campesinos drogados, narra años luego desde la cárcel – a Roberto Giusti – que a varios de los infantes los encuentran llorando en el baño y otro, que yace escondido bajo la cama, lo despachan con fuego cerrado. El odio hacia Venezuela y sus soldados es mucho, y así se los demuestran.

De las partes de la época, unos dicen se trata de marinos sin preparación, bisoños, que sirven de obstáculo al libre tránsito de gasolina hacia Colombia, básica para la fabricación de la cocaína. Sus muertes e identidades – Colmenares, Armada, Ascanio, Graterol, Viloria, Contreras, Guarenas, Arenas - nada significan, por obvias razones, a quienes, gobernando hoy el país de espaldas a su historia, viven maridados con los victimarios de Cararabo; que a fin de cuentas – miembros de las FARC o del ELN - también son en el Cutufí, el Nula, los Bancos de Apure, la Sierra de Perijá, los Totumitos y etc.

Los partes también recuerdan que los irregulares se hacen de “dos lanchas, alimentos, medicinas, armamento y municiones”. En 2004, la periodista Patricia Poleo precisa que son “dos morteros, 20.000 proyectiles, varias subametralladoras y una lancha artillada de visión nocturna”. No se mencionan los AT-4 suecos.

¿Cabe preguntar, por ende, si tan grande es el poder de fuego del puesto fluvial atacado por el ELN, a un punto que - según Chávez - tiene lanza cohetes que le son “robados”, por qué no los usa para su defensa? ¿Se lo impide la sorpresa? ¿Cómo llega a manos de la Marina y luego del ELN un armamento comprado a Suecia en 1998 por el Ejército, tres años después de la masacre?

Las dudas y los engaños desbordan. Pero el uso y destino de los AT-4 consta en un simple documento, que no muestra el Presidente al declarar que los AT-4 venezolanos “en manos de las FARC” son los robados en Cararabo. Se trata del “certificado de uso”, suerte de partida de nacimiento que recibe cada arma desde cuando sale de su fábrica y en la que se relacionan su vida, su uso y sus seriales. ¿Consta que los AT-4 “robados” por el ELN, en Cararabo, se corresponden con los que le quita el Ejército colombiano a las FARC? ¿Y cómo pasan de manos del ELN a las FARC?

Releyendo sus confesiones, dadas a Agustín Blanco Muñoz, en 1995 y luego recogidas en el libro “Habla el Comandante”, Chávez recuerda que en 1976 hace patrullaje en la zona caliente del Cutufí y encargado como está de perseguir al ELN aprecia que la guerrilla colombiana es expresión del hambre y miseria padecida por Colombia. La ve y se ve a él en sus orígenes e inicia – lo explica – sus lecturas de marxismo para mejor comprenderla (pp. 50 y 51). Luego, comentando el cruento golpe de Estado que ejecuta contra Carlos Andrés Pérez, en 1992, habla sobre “el parque más grande del centro del país” situado en el Cuartel Páez, de donde llena – él mismo - “un autobús con todo ese cargamento”, (pp. 271 y 272). Y confiesa que civiles de la izquierda comprometidos “se llevaron las armas que le dimos de los cuarteles”.

Lo que preocupa, pues, no es lo sabido: el vínculo entre el Presidente de Venezuela y la narcoguerrilla vecina, que certifica con su firma, en 1999, el Capitán de Navío Ramón Rodríguez Chacín, su jefe de inteligencia, y que más tarde denuncia el Comandante Jesús Urdaneta Hernández ante el propio Blanco Muñoz. Irrita lo que son datos de una conspiración contra el país no investigada a fondo.

LOS ESCRIBANOS OFICIALES DE LA REVOLUCIÓN, Luis Bonilla-Molina y Haiman El Troudi, en su libro “Historia de la Revolución Bolivariana (Pequeña crónica 1948-2004)”, pasan al vuelo sobre la tragedia de Cararabo. Pero dicen suficiente en la ordenación de sus informaciones. Reseñan que en el municipio Páez “se produjo un alzamiento popular que, a pesar de no tener relación orgánica con el MBR-200, reivindica la gesta de los militares patriotas”. “Mujeres, hombres, jóvenes y hasta niños convirtieron a la población llanera en territorio liberado por una semana”. Revelan, en fin, que “bajo el pretexto de la incursión de columnas guerrilleras en el sector se da inicio entonces a una jornada de represión sin precedentes en la región”, por parte de las autoridades venezolanas.

¿Fue Cararabo una respuesta que llega en nombre y por cuenta del liderazgo bolivariano naciente? ¿Se trata, en concreto, de una reacción sangrienta a la denuncia de los supuestos abusos ejercidos por militares venezolanos contra la población de Puerto Páez, por simpatizante del comandante Chávez?

Son muchas las interrogantes que deja al paso el propio presidente y jefe supremo de nuestra Fuerza Armada con su explicación sobre el destino de los lanzacohetes AT4 vendidos por Suecia a Venezuela. Es tan elemental que no se aviene con su irascibilidad, la que le lleva al retiro del embajador y el personal diplomático acreditado en Bogotá. Si el asunto se reduce a un mero robo ¿por qué no se lo explica antes o después, por vía diplomática, al presidente Uribe?

¿Dónde están las armas de 1992? ¿Las cuida, según los mentideros, el líder sindical mudado en Canciller y que ocupa la Casa desde donde despacha a comienzos del siglo XX El Cabito, Cipriano Castro? ¿Las guarda su consorte? ¿Las tiene la guerrilla colombiana o Lina Ron?

Con molestia que no oculta – fingida o producto de su miedo, antes de ser electo y antes de que Uribe gobierne a Colombia – revela Chávez a Blanco Muñoz, por último, que “el presidente de Colombia y su ministro de defensa, señalan que un teniente coronel del ejército venezolano, que soy yo, participó en un ataque guerrillero y que está en conspiración con la guerrilla colombiana” (p. 285). Se trata de Cararabo. El acusador es nada menos que Ernesto Samper, cuyo gobierno es elegido con dineros del Cártel de Calí, y a quien, pocas horas hace, el mismo Chávez recibe con honores en el Palacio de Miraflores.


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