La maldición de Bolívar (Primera parte)
Escrito por Antonio Sánchez García | @sangarccs   
Lunes, 05 de Febrero de 2018 10:39

altEl proceso yace por los suelos, hecho ruinas. Bajo su influjo se cometió el mayor y más salvaje de los crímenes que hubiera podido imaginar en vida: la devastación de la República.

La historiografía se ha encargado de estudiar, analizar, desentrañar las causas y consecuencias de las grandes revoluciones y llegar a conclusiones y balances difícilmente discutibles. Lo único cierto y verdadero es que todas ellas han fracasado en el logro y la realización de sus propósitos iniciales y, como lo afirmaran los padres de la primera revolución de Occidente, la francesa, puestos de acuerdo ambos extremos políticos de la misma, el girondino Pierre Victurnien Vergniaud y el jacobino Jorge Jacobo Danton, guillotinados por órdenes de Robespierre: "la revolución, como Saturno, acaba devorando a sus propios hijos". Los mejores, apostrofaría León Trotski. A todas ellas, que comenzaran prometiendo los cielos y terminaran desatando los infiernos, les cabe el juicio sumario con el que Carlos Franqui sentenciara al último coletazo marxista,  la revolución cubana, por la que se jugó su vida en la Sierra Maestra: “es una verdad incontrovertible que el triunfo de la revolución castrista ha sido, y es todavía, el más trágico acontecimiento de la historia de Cuba”.[2]

No se abusa de su acierto si se lo aplica a todas las revoluciones que tuvieran lugar desde la revolución francesa hasta el presente. Han sido fracasos de trágicas consecuencias. El Libro negro del comunismo, que reúne investigaciones de un grupo de historiadores europeos, editados por Stephen Courtois,  cifra en cien millones los muertos por represión en los distintos regímenes comunistas. De ellos, dos tercios (65 millones de personas) perdieron su vida en China, especialmente durante las dos oleadas de represión masiva, La Revolución Cultural y el Gran Paso Adelante. Aconsejo respecto al fracaso de las revoluciones comunistas la lectura de la obra de François FuretEl pasado de una ilusión.[3] Y nos referimos no sólo a las revoluciones marxistas: también la fascistas. Como se deduce de la copiosa bibliografía dedicada a Hitler y el Tercer Reich, de la que reivindico por su brevedad y profundidad analítica las Anotaciones sobre Hitler, de Sebastian Haffner. [4] Así como la también copiosa bibliografía que merecieran la revolución de Octubre y la Revolución China. Lo único cierto de todas ellas al día de hoy, es que, salvo la de Hitler, que fuera exterminada de raíz al costo de decenas de millones de muertes y la más devastadoras de las guerras de la historia de la humanidad, las revoluciones de Lenin, Mao, Kim Il Sun y Fidel Castro aún languidecen en una tenaz agonía, sea negándose a dejar la escena, ya convertidas en fantasmas hamletianos, como la cubana, en caricaturas sangrientas, como la de Kim Il Sun, sea  metamorfoseadas en algo difícilmente vinculable a sus orígenes utópicos y mesiánicos, como la rusa o la china. Sea como fuere, continúan pesando en el imaginario, inciden en el curso del proceso histórico vital y actúan desde el inconsciente colectivo de nuestra cultura. Llegaron para quedarse y nos legan, en herencia, problemas irresolubles. Como lo venimos experimentando luego del reciclaje del castrocomunismo en América Latina, debida al fenómeno venezolano. Que debe haber costado hasta hoy, en términos globales de muertes por la desatada violencia del hampa prohijada por el régimen chavista y las consecuencias de la crisis humanitaria en que ha desembocado, no menos de medio millón de muertes. Y el derroche y saqueo de millones de millones de dólares, la destrucción de la infraestructura económica y un daño posiblemente irreparable a nuestro tejido social. Tantas como las provocadas por las revoluciones venezolanas del Siglo XIX. Si la revolución china ha logrado sobrevivir metamorfoseada en el el más salvaje de los capitalismos de Estado, la soviética continúa ejerciendo su nefasto influjo desde los subterráneos del Kremlin y el reinado del último discípulo de Stalin, Vladimir Putin. No hablemos de la revolución bolivariana, un esperpento digno de Valle Inclán. Lo cual no obsta para que la ilusión mesiánica, a pesar de los espantosos costos que trae consigo, siga alimentando el imaginario de las izquierdas latinoamericanas. E incluso de los gobiernos que se niegan a rebelarse contra el signo de Bolívar en automática solidaridad con una pertenencia ficticia.

La única revolución nacida por efecto del impacto de la revolución francesa y los efectos de la revolución norteamericana, que jamás fuera verdaderamente cuestionada por la posteridad, que triunfara en toda la línea y continúa determinando, para bien o para mal,  el curso de todo un subcontinente y que, tabuizada, se resiste al más mínimo cuestionamiento, es la revolución independentista sudamericana. Nadie se ha planteado la pregunta acerca de lo que pudo haber devenido de la América Española, si no se hubiera independizado de España o hubiese sido derrotada en sus inicios. Lo que parecía un hecho después de la derrota de Bolívar en Puerto Cabello, la capitulación consiguiente de Miranda ante Monteverde, la expulsión del liderazgo insurreccional de territorio venezolano en julio de 1812 y el regreso de Fernando VII al trono de España. Una revolución que nació en defensa del secuestrado soberano, llamado por ello el “Deseado” y pudo finalmente imponerse ante la crisis terminal e irreparable provocada por la infinita mediocridad del liderazgo monárquico. En una suerte de teoría carlyleleana invertida, como lo enseña el historiador inglés Max Hastings respecto de la Primera Guerra Mundial,  las crisis terminales parecen deberse en gran medida a la trágica confluencia de graves problemas estructurales con la ausencia de grandes hombres capaces de resolverlas. Son, en esencia, crisis de liderazgos. ¿Alguien lo duda en el caso de Venezuela?

Nadie ha osado tampoco imaginarse, ni siquiera en una literario juego de hipótesis,  qué hubiera sido de las colonias si en lugar de trenzarse en una carnicería de muy cuestionables resultados, se hubieran acomodado a los cambios que la corona, acéfala y apuntando a una obligada liberalización acorralada por las guerras napoleónicas, intentara efectuar a través de las Cortes de Cádiz al borde del cataclismo que sufriera luego del secuestro de Fernando VII y la concatenación de declaraciones de las provincias americanas en su respaldo, que al cabo de los días y ante la debacle manifiesta de la corona dieran paso a las declaraciones de Independencia, comenzando por la de la provincia de Venezuela en 5 de julio de 1811 y terminando con la expulsión de las tropas españolas por Bolívar y Sucre luego de Junin y Ayacucho. Imposible ocultar la principal responsabilidad de Bolívar, Sucre y el mantuanaje caraqueño en esos hechos de dimensión histórica y global. 

Los intereses de las oligarquías criollas que se apropiaran violentamente del Poder en toda la región, sumidas en las vorágines desatadas por sus feroces apetencias de Poder, y consumidas, si no devastadas por sus propios enfrentamientos internos, supieron, en medio del caos y la desintegración,  sumar fuerzas para legitimar sus repúblicas y legitimarse ellas mismas. Consumidas en las guerras intestinas, el caos y la anarquía, desapareció la capacidad de auto análisis y las debidas correcciones, procediendo a mistificar sus propias orígenes. Es el motivo primordial de lo que el historiador venezolano Germán Carrera Damas definiera como “el culto a Bolívar”. 

Bolívar, sin ninguna duda el caudillo primordial del vasto proceso que culminara con el fin de la dominación colonial y el establecimiento de las repúblicas, se vio obligado, no obstante, a hacer el balance de sus más de veinte años de guerra y la imposición por él al mando de sus tropas invasoras de la Independencia en cinco republicas: Venezuela, Colombia, Ecuador, Perú y Bolivia. Que no fueran antecedidas, oportuno es recordarlo, de la debida maduración socio política de las condiciones indispensables para hacerlas sustentables. Fue un proceso injerencista puro y duro, motivado por un voluntarismo de la más cruda especie, pues en rigor las invasiones de Colombia, Ecuador, Perú y Bolivia no obedecieron a un proceso de germinación social generalizado y emancipador. Ni fueron los respectivos pueblos los que solicitaron ser invadidos por las tropas bolivarianas. Fue la Doctrina Bolívar, que antecedió y preparó las condiciones para la doctrina Monroe: América para los americanos. Como quedara brutalmente expuesto con la Declaración de Guerra a Muerte: “Españoles y canarios, contad con la muerte, aun siendo indiferentes, si no obráis activamente en obsequio de la libertad de la América. Americanos, contad con la vida, aun cuando seáis culpables.”[5] Pues si el odio a la realeza movió a la revolución francesa, el odio a la burguesía motivó la soviética y el odio a los judíos motivó la hitleriana, el odio a los españoles motivó la revolución Independentista. ¿Cómo legitimarla con el amor a la República, si la República era una ficción, una ilusión óptica para las belicosas huestes que la llevaran a cabo en pos de sus propios intereses?

La conclusión extraída por Bolívar, ya a punto de ser arrebatado por la tuberculosis y morir en la Quinta San Pedro Alejandrino, en Santa Marta, Colombia, en diciembre de 1830, fue trágica y desoladora. Tanto, que sus idólatras apenas la mencionan, si bien constituye un documento de extraordinaria importancia. Se trata de su artículo Una Visión de la América Española, que ha permanecido al margen del conocimiento del gran público, a pesar de su extraordinaria importancia, así esté a la vista de todos, como la carta de Edgar Allan Poe. Se duda incluso de su autenticidad y autoría. Sobre todo en Venezuela, que necesitada urgentemente de alguna narrativa fundacional y mitológica que le diera forma y consistencia a su permanente estado de disolución, elevara su figura, luego de repudiarla y prohibirle oficialmente el regreso a su Patria incluso bajo la amenaza de acabar con su vida, a las alturas de un inmaculado e inmarcesible culto legendario. Convertido en semi Dios. Reinando sobre el panteón de lares y penates de la primera religión política del continente. Fue el primer caso de la dialéctica amor-odio que ha lastrado a todas las figuras políticas descollantes de Venezuela: todas han sido adoradas para terminar en el fango del repudio y la denigración. 

El Culto a Bolívar que, una vez muerto, traspapelara el Odio a Bolívar, comenzó a doce años de su muerte, con el traslado de sus restos a Caracas por orden del general José Antonio Páez – el protagonista de la Cosiata, que cerrara el capítulo propiamente bolivariano de la historia venezolana y lo amenazara con la persecución y la muerte - durante su segundo gobierno, el 28 de octubre de 1842. Hasta ser elevado al Panteón Nacional por el dictador Antonio Guzmán Blanco, hijo de Antonio Leocadio Guzmán, treinta y cuatro años después, el 28 de octubre de 1876. 

Cumpliéndose al pie de la letra sus temores de ver su nombre y su prestigio ultrajados por quienes lo convirtieran en instrumento de sus ajenos propósitos, sus restos serían profanados por quien se considerara su más legítimo heredero, Hugo Chávez. En un gansteril ritual de macumba y brujería, de santería y primitivismo afrocubano televisado en vivo y en directo por sus últimos adoradores, el 16 de julio de 2010, sus restos manoseados y disminuidos volverían a su interrumpido descanso. Su maldición caería implacable sobre sus profanadores:  al poco tiempo moriría una primera camada de bolivarianos de la primera hora, como el mismo Hugo Chávez, William Lara, Luis Tascón, Alberto Müller Rojas, Clodosbaldo Russian y Robert Serra. De quienes observaron la profanación de sus restos sobreviven la ex Fiscal General de la República, hoy en el exilio, Luisa Ortega Díaz, y el tercer factótum del régimen, tras Maduro y Diosdado Cabello, Tarek El Aissami. El proceso yace hecho ruinas, ya al borde del precipicio. Bajo su influjo y desfigurado facialmente hasta el escarnio se cometió el mayor de los crímenes que hubiera podido imaginar en vida: la devastación de la República. Chávez le dio vida al monstruo de un Bolívar zambo. Venezuela, la madre de la Independencia americana,  está exangüe y desvalida. Ha sido la maldición de Bolívar. ¿Cumplirán el propósito de conducirla a su extinción? Culpables y cómplices lo están negociando. Esperemos que las nuevas generaciones sean capaces de impedirlo.

Notas

[1] Iniciamos una serie de recapitulaciones sobre la vida de Bolívar. Serán publicadas en este medio de la web, en días sucesivos. 

[2] Carlos Franqui, CUBA, LA REVOLUCIÓN: ¿MITO O REALIDAD? Memorias de un fantasma socialista. Península, Barcelona, 2006, Pág.417.

[3] Francois Furet, El pasado de una ilusión, Fondo de Cultura Económica, México, 1995.

[4] Sebastian Haffner, Anotaciones sobre Hitler, Galaxia Gutemberg, 2002.

[5] Cuartel General de Trujillo, 15 de junio de 1813. Simón Bolívar.

 

 


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