El millar de rostros que nos representan
Escrito por Iván R. Méndez | X: @ivanxcaracas
Jueves, 21 de Mayo de 2015 01:53

altYo soy el número 000 en la obra "IDENTIDAD Venezuela en 1000 Rostros", por lo menos así lo propone al inicio (en un papel tipo espejo para reflejarme) el periodista y productor audiovisual  Gil Molina,

 
Balseros del aire: la vida en una maleta
Escrito por Juan Guerrero | X: @camilodeasis
Jueves, 14 de Mayo de 2015 13:29

Lecturas de papel
Balseros del aire: la vida en una maleta
Juan  Guerrero (*)
Leer la novela Balseros del aire, (2014) del venezolano Abel Ibarra (Caracas, 1952) resulta poco menos que estremecedor. Si bien pudiera diferir sobre algunas marcas narrativas de su obra, debo reconocer dos aportes fundamentales a la nueva narrativa latinoamericana.
Una de ellas está referida al tratamiento del tema sobre el exilio visto desde la cotidianidad, eso que los europeos llaman sociabilidad y que se expresa en las pequeñas historias de seres aparentemente intrascendentes, que sin embargo adquieren, en el dibujo descriptivo de Ibarra, visos de trascendencia hacia una renovada forma de narrar eso venezolano que adquiere densidad literaria y se universaliza.
Y acá introduzco otro aporte que está referido a la fortaleza idiomática, ese español venezolano que en sus diferentes regionalismos se potencia y se hace consciente de una lengua dinámica, flexible y moderna que en boca de sus personajes, matizan, colorean las aventuras de unos personajes, entre reales y ficticios, que entre trago y trago colocan en un mismo plano narrativo tiempos y espacios que se desprenden de la memoria que fluye y se va ajustando a la dinámica escritural de un narrador que no tiene el menor interés en explicar dónde termina una historia y comienza la otra.
Si el escritor Adriano González León, maestro de la narrativa contemporánea y primero en mostrar la complejidad de los planos narrativos en su obra País Portátil, aparece mencionado en los Balseros… no creo sea por azar. Por el contrario, viene a ser quizá una deuda, una oculta y válida imitación de quien fue profesor y amigo de este excelente novelista venezolano.
El lector se enfrenta en las primeras páginas con el tema del exilio, de quien parte obligado por las circunstancias en un país donde hasta el olor de pinos huyó a esconderse entre lo más hondo de la venezolanía. Y hasta allá llega Ibarra para rescatar ese olor que es recuerdo, educación, familia y civilidad.
Si bien la historia se centra en unos cuantos personajes (el mismo Ibarra es uno de ellos mientras se escuda en un Pedro Pablo-Pier Paolo) quienes graban sus pequeñas historias, un fin de semana, en un apartamento cobijados por la tarde que se alarga en la noche. Mientras se van desprendiendo otras historias que calzan, se incrustan en la piel individual y aquella social. Esa donde todos cabemos pero que sin embargo, los tiempos del oscurantismo de sables y bayonetas pisotean toda libertad y todo progreso.
Mientras van pasando las primeras páginas, quizá un tanto tediosas, fáciles y redundantes, progresivamente la narrativa de Ibarra va cargándose de sentido merced al uso de un lenguaje denso, crudo, lacerante que desnuda el cuerpo y el alma. Cuerpo lacerado y torturado de Jesús María González (ese amigo del alma que todos hemos tenido) en aquellos tiempos de la Seguridad Nacional. Pero también existe esa otra tortura, tal vez más atroz, bárbara y cruel: donde aventado por la bruma de eso llamado neodictadura, esa del autoritarismo y el militarismo populistas, terminan por robarte hasta tu sentido de pertenencia al terruño, a la matria salvajemente vejada, un “país que quedó al arbitrio de un teniente coronel frustrado, ese pellejo prepotente que llegó al poder por un golpe bajo de la fortuna”
La historia en sí misma no parece tener fin. Ella gira alrededor de otras historias que a su vez se complejizan mientras fotografían la realidad de un país golpeado por un liderazgo político que siempre se aprovechó de sus ciudadanos. Esa realidad se refleja en personajes que muestran su particular vida segregada, en la aridez de pueblos y aldeas relegadas al olvido en los confines de un país que se fue formando con la mezcla de otros exilados quienes llegaron de otros confines del mundo, muchos de ellos trayendo como heredad solo sus recuerdos y una que otra maleta.
Hay un juego poético mientras Ibarra narra, describe los días de la niñez, de la juventud en la escuela, el liceo y la universidad. Son historias que suman personajes mientras la gastronomía paralela al paladar etílico dibuja ese otro lenguaje; ese de la comida que es lenguaje del olor y el sabor. O ese otro de los ademanes, de los gestos, de esa kinésis donde los venezolanos nos reconocemos mientras saboreamos ese pan universal, esa “reina pepiada” que es alimento espiritual en la lejanía del exilio. El país habla en boca de sus personajes, mientras acentúan su sentido de pertenencia en sus recuerdos: “Los orientales hablan rapidito porque se saben todo de memoria. La memoria está en el alma y ellos se la sacan con una exhalación escandalosa para demorar el fin del mundo.”
Ya antes Abel Ibarra publicó otros libros. Uno de ellos, Jorge Olavarría, historia de la baja pasión que lo condujo al knock out, (1990) así como Rulfo y el dios de la memoria, (1991) premio de Ensayo de Monte Ávila.
Este escritor egresado de la escuela de Letras de la Universidad Central de Venezuela ha ido construyendo un lenguaje que en modo alguno es complaciente. En momentos, y usando algún personaje, retrata la vida superflua, anodina y hasta decadente de un tipo de venezolano, muchas veces complaciente y hasta copartícipe de las desgracias de estos tiempos. Es demoledor cuando se refiere a la vida universitaria de muchos de los actuales burócratas del régimen: “Los ñángaras te venden la palabra como si fuera una bolsa de mercado para los pobres. Más aún, los marxistas son tan arrogantes (…) que los demás les parecemos unos imbéciles envenenados de ideología (…) o sea bróder, de falsa conciencia y se te quedan mirando como si quisieras robarle el aire a la bolsa del mercado. Y perdona si te jodí la parrilla.”
En ese anónimo apartamento en Miami los personajes se cuentan sus triviales historias hasta darse cuenta, que tanto historias como personas se van repitiendo entre rostros, perfiles, voces, gestos… pedazos de otros seres que se reconocen en una plenitud de la memoria que no deja de fluir, mientras desfilan nombres conocidos, como Susana Benko, Stefania Mosca, Lavinia Pinto. Es esta, otra manera de tener el país y su gente presentes, a la mano, sabiendo que ya el destino hizo un enorme agujero y separó todo. Pero queda la memoria. Lacerante, perpetua. Queda ese olor de pinos hasta donde regresan los pasos perdidos, por donde otros transitaron.
(*) Esta dirección electrónica esta protegida contra spam bots. Necesita activar JavaScript para visualizarla   Twitter @camilodeasis

altLeer la novela "Balseros del aire", (2014) del venezolano Abel Ibarra (Caracas, 1952) resulta poco menos que estremecedor.

 
“Número cero” de Umberto Eco o de cómo el periodismo se manipula a sí mismo
Escrito por Iván R. Méndez | X: @ivanxcaracas
Domingo, 26 de Abril de 2015 12:43

altUmberto Eco se desdobla en Colonna, un “perdedor compulsivo”, divorciado y  casi en quiebra que acepta asistir a Simei en la dirección de “Domani”, un impreso que no saldrá a la calle,

 
Salas 4DX , pero con pésimo servicio al espectador
Escrito por Dra. Daniela Izaguirre D.
Lunes, 13 de Abril de 2015 10:26

altCinex y Evenpro inauguraron recientemente su tercera sala en formato 4DX en la Gran Caracas, pero lastimosamente el servicio al espectador y la calidad de las salas convierten

 
Dardos en las palabras
Escrito por José Carlos García Fajardo
Lunes, 06 de Abril de 2015 01:41

Dardos en las palabras
En 2007, el profesor y filósofo, Emilio Lledó, recibió el premio Lázaro Carreter, ex Director de la RAE y admirable lingüista, que hizo muy popular su serie de artículos El dardo en la palabra, que todavía utilizamos periodistas y escritores como fuente de aguas frescas. El periodista Juan Cruz contaba que, a punto de cumplir 80 años, Lledó les había regalado un poco de su tiempo para poner sus propios dardos en las palabras que consideraba esenciales en la actualidad.
Los dardos sirven para reflexionar sobre las palabras, descubrir lo que ocultan o encierran como tesoros. El dardo es esa mirada hacia el espejo de la lengua en la que nos descubrimos, porque el lenguaje nos mira.
El fanatismo que aún persiste en tantas partes del mundo “es la capacidad de ‘no fluir’ mentalmente. La verdadera izquierda tiene que ver con los principios que unen a la humanidad, como la libertad, la justicia, la honradez, la piedad, la concordia, la lucha por la igualdad, la eliminación de las mitologías y el fanatismo. ¿Cómo se puede utilizar ese adjetivo, salvaje  (se refería a un artículo que calificaba de esta forma a la izquierda española) por parte de quienes no condenan de una vez por todas los asesinatos, los secuestros, las extorsiones, que corrompen cualquier posibilidad de verdadera libertad? Todos de alguna manera somos víctimas del terrorismo. ¿Desde qué extrañas mitologías, frases hechas, cegueras, fanatismos inquisitoriales ‘vengan de donde vinieren’ se puede aprobar la muerte del otro, la de aquel que han ‘convertido’ en enemigo?”.
Decía el maestro Lledó que la lectura es la posibilidad de dialogar con el pasado, y por lo tanto de enriquecernos en ese monólogo a veces vacío que llevamos con nosotros mismos. Es un gran regalo de la humanidad poder dialogar con otros seres que ya no son de nuestro tiempo. Ese diálogo lo tenemos gracias al surco de la escritura.
Recordaba Juan Cruz que el profesor Lledó se refería con emoción al término alumno cuya etimología es ‘alimentar’. El profesor tiene que dar alimento, pero para que el alumno crezca en sí, y por eso, aunque la etimología es ésa, a mí me gusta añadir otra: la luz, la claridad, el antidogmatismo.
Y añadía, “No tiene sentido la libertad de expresión si no buscamos la verdad de lo que expresamos. La verdad es una búsqueda, una posibilidad, y por tanto se presenta como alternativa, como elección. De ahí viene lo que dijo Antonio Machado, tu verdad no, la verdad, y ven conmigo a buscarla, la tuya guárdala… La tuya: sobre todo si no es verdad, si es un conglomerado de intereses, de ignorancias, de fanatismos, si responde al lenguaje de la vaciedad y el fanatismo que se escuda en las frases hechas para justificar la agresividad que mantienen los profesionales del engaño”.
Más que nunca en estos días del más grande descrédito de políticos, bánksters y entramados corruptos, Emilio Lledó ya lo describía como “degeneración de la mente. La especulación sobre lo público. No sólo había que declarar patrimonio de la humanidad a la Alhambra: habría que hacerlo con toda la costa española, asesinada por una especulación ignorante, avariciosa, insolidaria, egoísta. Y lo peor es la corrupción de la mente, ésa es la que lo corrompe todo”.
Sobre la miseria que padecen millones de personas en esta Unión Europea, rica e insolidaria: “En la que viven seres humanos relegados a la exclusiva búsqueda del sustento, dominados por una ansiedad de supervivencia que les impide todo desarrollo, toda educación, toda creatividad”.
El profesor Lledó ensalzaba el concepto de la auténtica ciudadanía como la construcción de un ser humano libre, fuera de manipulaciones irracionales, alimentado por los principios que constituyen la esencia de la vida, la capacidad de entender, de amar, de sentir; esa capacidad implica la educación de la sensibilidad para el arte, para la historia, para la ciencia.
Consideraba como piedra angular el conocimiento de la propia identidad: Lo que uno es consigo mismo. Para eso tenemos que saber qué nos constituye, quiénes somos; tenemos que ser libres para podernos mirar a nosotros mismos. Una identidad llena de vaciedades colectivas es una falsificación. La verdadera identidad de los seres humanos es la que se basa en principios de justicia, solidaridad, filantropía; es la identidad que permite sentirte parte del universo. Ésa es la verdadera identidad de la democracia.
Con estas líneas, y en un tiempo de mudanza que no puede desarraigarnos la esperanza, evoco las palabras del maestro y filósofo E. Lledó que nos conservó el admirado periodista Juan Cruz, amigo.
José Carlos García Fajardo
Profesor Emérito de Historia del Pensamiento Político y Social por la Universidad Complutense de Madrid (UCM). Director del Centro de Colaboraciones Solidarias (CCS)
Twitter: @GarciafajardoJC

altEn 2007, el profesor y filósofo, Emilio Lledó, recibió el premio Lázaro Carreter, ex Director de la RAE y admirable lingüista, que hizo muy popular su serie de artículos El dardo en la palabra,

 
Día memorioso
Escrito por Nicomedes Febres Luces
Jueves, 02 de Abril de 2015 18:22

DÍA MEMORIOSO
Nicomedes Febres
* Anoche cené con Anapina en casa de mis hermanos Zoraida y Carlos y con Alirio Rodríguez y Alicia y con Edgar Sánchez y Yolanda: todos viejos amigos y aparte de ser ambos premios nacionales de Arte y parte importante de la historia cultural de nuestro país, son además gente muy culta y reflexiva. Rememoramos viejas historias que son parte de la historia del arte venezolano, nunca publicadas, y que probablemente se pierdan, porque por alguna razón que ignoro, los jóvenes del mundo del arte de aquí no se interesan por la historia del arte de su propio país, ni siquiera lo estudian y están solo pendiente de lo que hacen sus compañeros de generación en Estados Unidos y Europa. Presumo que se debe a la tendencia efebocrática que rige la sociedad de consumo desde el progreso de la globalización y tuvo su arrollador comienzo en la década de los años 1960, cuando los jóvenes de entonces, como manadas, establecieron patrones de consumo de carácter generacional y gregario, que predominaron como el segmento con mayor poder de compra. Hablamos anoche también mucho de literatura, uno de esos amores, que debí deje de lado en algún momento de mi vida, pues siendo un niño, mi madre me enseñó el valor de la lectura, por lo que a los 15 años, junto a mis amigos, casi todos muertos jóvenes, nos intercambiábamos los libros. A esa edad ya había leído a Tomás Mann, Herman Hesse, Dostoievski, Ayn Rand, Dickens, a mis amados A. J. Cronin, Samuel Shellabarger, Wilde, Kipling, Hugo, los Dumas y pare de contar y que me pasearon por el tiempo y por la geografía. Luego caí en manos de la amante más exigente, dominante y posesiva que existe, que es la Medicina, que me prohibió leer a nadie distinto a ella, salvo algunas infidelidades ocasionales y fue así como cayeron en mis manos García Márquez, Cabrera Infante y Vargas Llosa por citar tres. Pero como la medicina vive conmigo en un mundo que es necesario conocer más allá de sus límites, me dediqué con ahínco y con interés cartográfico a estudiar Ciencias Políticas, mucho más tolerante que la bendita Medicina, que seguía exigiendo ser la “primera dama”. Todo esto junto al primer deber que me enseñó mi padre, que era vivir y luchar, que es infinitamente divertido y apasionante, por lo que siempre me he identificado más como un hombre de acción que como un “intelectual”, término que me produce cierta urticaria, pese a los regaños de mi entrañable amiga Soledad Mendoza. Para colmo de males, mi maestro el viejo Domínguez Sisco, me presentó una nueva amante que fue el Arte y como para el “viejo” la responsabilidad, era también una norma de vida, me pidió que lo hiciera con la excelencia que acostumbrábamos. Hace cosa de tres años, un día, deseoso de entretenerme y cometer una infidelidad, compre en Khalatos un libro llamada Kafka en la Orilla de un autor japonés llamado Haruki Murakami. La obra era sublime, pero por temor a su inmensa seducción y estando escribiendo el capítulo final de mi propio libro Crónicas de las Mujeres que inquietan a los Hombres, decidí con gran pesar suspender el libro de Murakami en el penúltimo capítulo como una forma de no dejarme atrapar de nuevo por la literatura, y por ello ignoro el final de ese maravilloso libro. Siempre me arrepentiré de esa decisión, pero es bueno ser polígamo, pero no tanto, porque eso sería orgiástico y afectaría a mi propio trabajo, tomando en cuenta además mis amores secretos con la Historia de Venezuela. Lo que sí creo que es que, quién lee vive el doble o el triple del que no lo hace y es más feliz. Además, como no sabemos cuánto vamos a vivir, lo seguro es que la vida dentro de la cultura es mucho más extensa que la juventud, y ser viejo e ignorante es sinónimo de dura sobrevivencia, pero no de vida. Por eso la felicidad plena solo es posible en un Estado de Bienestar Cultural.

altAnoche cené con Anapina en casa de mis hermanos Zoraida y Carlos y con Alirio Rodríguez y Alicia y con Edgar Sánchez y Yolanda: todos viejos amigos y aparte de ser ambos premios nacionales

 
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