De la pasión hemerográfica
Escrito por Luis Barragán | X: @luisbarraganj   
Jueves, 30 de Enero de 2020 05:45

altDisculpándonos por el tono personal, todo comenzó de niño al imitar el álbum de recortes de mamá.

No olvidamos un libro grueso, publicitando a la industria eléctrica del Estado, en el colocaba las piezas que le llamaban la atención de los periódicos y revistas, fuese la de alguna vieja crónica familiar, versos como los de  Pablo Neruda o llamativas recetas de cocina, entre  otras con las que quiso retener el recuerdo.

Una vez la imitamos y, de los pleitos escolares por el béisbol, tijerábamos (nos gusta más  que “tijereteábamos”) la sección deportiva del periódico quizá para probar en el recreo alguna proeza del equipo que tenía a César Tovar, Víctor Davalillo, Musulongo Herrera y Larry Howard en su alineación, con Delio Amado León y Carlos Tovar Bracho en la narración radial  Un cuaderno “Caribe”, pulcramente forrado, pero que la goma de pegar y el trazo de los gruesos marcadores manchaba, fue nuestro primer Libro de Recortes, según la consolidada denominación hogareña. No obstante, si la memoria no falla, un buen día preferimos guardar ejemplares enteros o deconstruidos, como los referidos a la celebración del  sesquicentenario de la Batalla de Carabobo, publicados en el diario  El Nacional, que, por cierto, movilizó a la familia orgullosa de su valencianidad a los actos oficiales al pie del consabido Arco.

Al pasar el tiempo, en carpetas y cajas, fuimos guardando aquéllos recortes que, por una razón u otra, llamaron la atención del adolecente así fuesen  de incomprensible lectura, aunque de muy atractivos titulares. Abandonamos el afán de comprar, con ahorros de la modesta mesada, uno que otro ejemplar de las revistas “Sport Gráfico” o la una fallida empresa, “Béisbol”, e hicimos de toda nuestra juventud una lectura regular de “Resumen” y “SIC”, sistematizada en la adultez que sobrevivió.

Vienen a nuestra memoria dos anécdotas, pues, en una ocasión, cursando  el tercer año de bachillerato, un profesor nos pidió que hiciéramos una cartelera sobre la industria petrolera en tiempos de nacionalización y fueron tantos los recortes que tuvimos que engraparlos un poco forzadamente, casi  por lotes; por cierto, junto a otros centenares, con el paso del tiempo, los donamos a una biblioteca ubicada en Parque Central distinta a la que nos entusiasmó en el Museo de Arte Contemporáneo.  En otra ocasión, incrédula, la profesora de historia de cuarto año nos desafió, porque era costumbre citar en los exámenes algunas cosas que leíamos, como los párrafos de “Venezuela, política y petróleo” de Rómulo Betancourt que nos prestó la bibliotecaria del liceo, o “Cambio político y reforma del Estado” de Charles Brewer Carías que compramos con las remesas guardadas, por supuesto, enredadísimo a los ojos del imberbe: decidimos probarlo y, antes de culminar las dos horas de clases, junto a un compañero, fuimos a buscar los ejemplares y mostramos en el aula la colección de dos cajas de la revista de El Cigarral y la de Gumilla, dejando la falsa convicción de que absolutamente todo el material lo habíamos leído y, sobre todo, comprendido.

Comenzando la universidad, decidimos tomar nota en todo lo posible de la prensa diaria en sendos cuadernos, añadida la vieja que se hizo hábito en la Hemeroteca Nacional, antes de Mucubají, con esporádicas visitas a los archivos del viejo edificio de El Nacional, constituyendo el fotocopiado un extraordinario recurso, pues, ya no quedaba el  espacio razonable en casa para tanto papel de estorbo. Hasta mediados de los ’90 del ‘XX acumulamos más de ciento y tantos cuadernos de letra pequeña que, inadvertidamente, junto a las planas infantiles, no pocas de castigo, disciplinó un poco nuestra caligrafía: la computadora se hizo una inmensa promesa, aunque han sido notables las pérdidas de datos, como ahora ocurre con los agotados instrumentos de escaneo.

Pasado un muy largo tiempo, no sabemos cómo apreciar esa afición:  quizá para honrar a la madre que meódicamente la cultivó, quizá porque – desde siempre – ha quedado pendiente hacer un libro meticuloso de nuestras vicisitudes históricas, aunque no tenemos una consumada formación académica en la materia; o, posiblemente, queda perdido en el inconsciente el archivólogo o el periodista que pudimos haber sido, junto al arquitecto en ciernes o el novelista que alguna vez quisimos en reemplazo del  militar que animó también los sueños infantiles.  Lo cierto que,  incluyendo la evocación de no pocos papeles y libros perdidos, nos empinamos sobre el único legado que dejaremos.

 

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Puede decirse que esta nota es preterintencional, yendo más allá de dos recientes circunstancias que la motivaron. Por un parte, gracias a un momentáneo intercambio de WhatsApp, Iván Méndez, calificó nuestra afición como la de una pasión hemerográfica e, irremediablemente, debo concederle la razón: es inmensa la cantera representada por la vieja prensa, inexplorada por investigadores y tesistas de los más diversos ámbitos y especialidades que, además, permite vivenciar  otras épocas insospechadas en un XXI que prometió muchísimo, menos la barbarie en la que nos encontramos; y, por otra, el ejercicio es útil para la propia recreación que tiene la prestancia de los hechos históricos, como es el caso del Club Cataluña.

En efecto, fruto de las recurrentes visitas hemerotéticas, cuando las ocupaciones políticas las permiten, hemos hecho caso de las secciones de aviso de los periódicos y, en una oportunidad, constatamos la existencia del Club Cataluña en Caracas hacia 1906 . Siempre acucioso, Nicomedes Febres observó que el citado club no era todo lo que supusimos, pero – además – coincidió con el hallazgo de una prueba contundente que abonó a la caracterización ludopática de aquél club.

Luego, la pasión hemerográfica también es recreativa. Y, sobre todo, con las redes digitales desesperadas por novedades reales. 

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