Érase el espectáculo televisivo musical
Escrito por Guido Sosola   
Domingo, 28 de Agosto de 2016 07:37

altAún antes del arribo al poder de Chávez Frías, la programación musical venezolana – la estable o duradera -  había degenerado en nuestra televisión de libre señal,

porque el alto costo de la de suscripción privada impedía la masificación   que ahora se conoce, siendo un dato exclusivo el empleo de las parabólicas y ya fracasada la experiencia de Omnivisión (canal doce). Ésta, por cierto, estuvo bajo la lupa de la Comisión de Medios del Congreso en los ochenta, conformada solamente por diputados, ocurriendo algo semejante con Televén (canal diez), recién creado, en tiempos que el director de la oficialista Venezolana de Televisión (canal ocho), debía someterse a la frecuente interpelación e investigación, se llamara  Alberto Federico Ravell o Marta Colomina.

Digamos que era negocio traer a grandes cantantes y bandas al país, celebrando conciertos de un extraordinario empuje en los que se colaba algún artista del patio como telonero. Sin embargo, en las postrimerías del siglo XX, muy raras veces pisaron una planta de televisión en Caracas, y nos referimos a las más poderosas que podían pagarlos.

Además, plantas que estaban en un camino de reconversión de los géneros que ofertaban, pues, como ya ocurría con las telenovelas, a pesar de apuntalarlas, el fundamental empeño fue el de reducir los costos. Por ejemplo, en sus largas horas sabatinas, el canal cuatro (Venevisión), ya abandonados los espacios maratónicos por el canal dos (Radio Caracas), llevaba a sus estudios, con o sin público, al artista conveniente y preferiblemente venezolano, le simulaba una mediana o pequeña banda u orquesta,  y  el resto era doblaje: para eso estaba la pista musical de siempre y la baratura de una producción reutilizable que sorteaba a punta de luces y movimientos insoportables de la cámara, un momento de una medianía de sopores. Por cierto, esta disminuida calidad del espectáculo llegaba a lo que quedaba del espacio de las grandes premiaciones, pues, ya desaparecidos el Guacaipuro o el Mara de Oro, quedaba el Miss Venezuela o el de la Chica 2001 (obviamente promovida por el Bloque de Armas), como los únicos capaces de alcanzar la publicidad necesaria para que sobrase el movimiento de cámara, de luces y la coreografía que distaba también de los espectáculos del Oscar, del Tony u otro parecido, cuando los productos de Helena Curtis o Colgate nunca se mencionaron como “jelen cortis” o “colguéit”, por ejemplo.

Érase muy de antes el espectáculo televisivo nacional de la música, con quienes cantaban en vivo, gozaban de una buena coreografía y un simpático presentador, como Renny Ottolina que, al suceder a Víctor Saume a principios de los sesenta,  consiguió comprarle el espacio al canal dos el domingo en la noche y al mediodía de  lunes a viernes, hasta que se hizo incómodo a toda la industria. Perfeccionado Ottolina en el arte de producir y de presentar, estudió cercanamente la materia en el extranjero (principalmente a Ed Sullivan), contando con un estupendo equipo general del que también formó parte Gonzalo Pérez Hernández, en definitiva, su muy posterior heredero político.  Valga acotar,  apartando los espacios maratónicos de increíble plasticidad (musicales y, a la vez, de concursos, de debates insufribles y cuánto género sensacionalista cupiese, como el conducido por Amador Bendayán los sábados, con quien rivalizó Guillermo González u Orlando Urdaneta), en cuanto a la música se refiere, el Show de Renny, marcó  toda una pauta y, de un modo u otro, distantes, fue competido por De Fiesta con Venevisión  conducido  Franklin  Vallenilla, primero, y Gilberto Correa, después, y por Alfonso Álvarez Gallardo, en La Gran Revista de los Jueves, sin que tropezase la exitosa especialidad de Marco Antonio Lacavalerie, dedicado a los programas de concurso y a la radio deportiva.

Refrescamos un poco la historia del patio, ya que, al sentir limitada también la red de redes para nuestra distracción, la curioseamos hasta llegar a la estadounidense Dinah Shore, patrocinada desde los tempranos cincuenta por Chevrolet:, y que, como no ocurre con las películas de nuestra vieja programación televisiva, abunda el testimonio de sus programas en internet. Sirva de orientación para el contraste, no sólo  presentaba a grandes figuras del canto, como Ella Fitgerald, Frank Sinatra y a la propia Joan Sutherland, aunque no lograse a los Beatles o a los Rolling Stones de Sullivan, prefiriendo el jazz, sino  que los hacía cantar (y ella misma, cantaba) en vivo, con la orquesta en el estudio, con un excelente y espontáneo humor que no traicionaba el libreto de rigor: frescura que todavía se siente y que, superada en varias ocasiones, logró acá  Ottolina y, más atrás, Correa y Gallardo. La Shore me ha ayudado a lidiar con el insomnio de estos días, como quiera hacerlo con los venezolanos.


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