La literatura, Dios y nosotros
Escrito por Antonio Sánchez García | @sangarccs   
Viernes, 05 de Junio de 2009 09:28

Debo confesar mi admiración por tres clásicos de la literatura moderna: Marguerite Yourcenar, Joseph Conrad y Jorge Luis Borges. Quisiera tener la potencia mnemotécnica de Funes, el memorioso para llevar conmigo El corazón de las tinieblas y  las Memorias de Adriano y poder disfrutar de ellas en cualquier momento

 


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“Cuando oramos, hablamos con Dios; Mas cuando leemos, es Dios quien habla con nosotros”
San Agustín
“Vivimos igual que soñamos: solos”
Joseph Conrad

Debo confesar mi admiración por tres clásicos de la literatura moderna: Marguerite Yourcenar, Joseph Conrad y Jorge Luis Borges. Quisiera tener la potencia mnemotécnica de Funes, el memorioso para llevar conmigo El corazón de las tinieblas y  las Memorias de Adriano y poder disfrutar de ellas en cualquier momento. Un mágico conjuro para volver a mí mismo, en estos tiempos de permanente alteración. En cuanto a Borges, llevado por las circunstancias o el ánimo que me acompañe echo mano permanentemente de cualquiera de los cuatro tomos de sus Obras Completas editadas por EMECÉ. Me basta una página, no importa cuál,  para recibir una ofrenda de perfección. Un ritual necesario, una prueba de humildad. Inclusive en aquellas de sus marginalia: sus conversaciones, su autobiografía o en las numerosas obras dedicadas a su genio. De vez en cuando, necesitado de la musicalidad de sus versos, escucho una de las grandes creaciones de Astor Piazzola: la musicalización que hiciera de algunos poemas y cuentos de Borges, grabados en Montevideo en 1956 con su quinteto y la voz de Edmundo Rivero. Allí está El Hombre de la Esquina Rosada, una importante composición orquestal con intervenciones recitativas y cantables, que imagino bailada por Julio Bocca; allí las milongas dedicadas a Jacinto Chiclana y a don Nicanor Paredes, que en mi primera noche de destierro le escuchara cantar a Rivero en El Viejo Almacén, en San Telmo. Esos cuchilleros que el joven Borges, descendiente por su línea materna de Suárez, nuestro héroe de Junín, elevara al panteón de los mitos orilleros del Buenos Aires de fines de siglo. Y ese maravilloso poema, El tango:

"Esa ráfaga, el tango, esa diablura,
Los atareados años desafía;
Hecho de polvo y tiempo, el hombre dura
Menos que la liviana melodía.”

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Sería mezquino reducir la gran obra de Conrad a El corazón de las tinieblas y la de Marguerite Yourcenar a las Memorias de Adriano. Tras de ellos late una vida entregada al fervor de la creación literaria. Y sólo son comprensibles sobre el telón de fondo de ese magnífico despliegue de orfebrería novelesca: Opus Nigrum, Lord Jim, Línea de Sombra, Alexis o el tratado del inútil combate, Nostromo y tantas y tantas obras de su  esplendor literario. Incluso los testimonios: de Marguerite Yourcenar suelo releer Con los ojos abiertos, las extraordinarias confesiones que le ofrendara al periodista Matthieu Galey en 1980. De Borges, sus conversaciones con María Teresa Vásquez, rebosantes de ingenio, de ternura, de amor compartido por la literatura. Pero hay hijos pródigos que alcanzan la perfección. Memorias de Adriano para la Yourcenar, El corazón de las tinieblas para Conrad. Borges tuvo el privilegio de una creación especular y multifacética - una paradoja, él que repugnaba de los espejos porque multiplicaban  -: a él como a pocos genios de la literatura universal le cabe la paráfrasis tomada del título de un cuento de Julio Cortazar: todas sus obras la obra. Salvo algunos poemas que me parecen deslumbrantes, no guardo predilección por ninguna de sus obras en particular. En cualquier de ellas, incluso en la que desde un punto de vista estrictamente crítico podría considerársele cierta modestia, brilla la perfección diamantina de su genio. Exacto, preciso, de una asombrosa economía.

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Voy a hacer un ejercicio de obediencia y aceptar el dictum de nuestro bienamado Jorge Luis Borges: “La literatura es como una biblioteca infinita de la que cada individuo sólo puede leer unas páginas; pero quizás en esas páginas esté ya lo esencial, quizá la literatura esté repitiendo las mismas cosas con una acentuación, con una modulación ligeramente distinta.” Caben distintas interpretaciones, a partir de esta idea propiamente metafísica: la de que no sólo la literatura, sino el mundo sea una infinita biblioteca. Pues, ¿qué es la literatura, para Borges, sino el texto sagrado, la mágica escritura de lo real? Lo dice en El Golem: “En las letras de rosa está la rosa Y todo el Nilo en la palabra Nilo” ¿Qué es el escritor sino un amanuense del espíritu? Finalmente, detrás de esta idea de la literatura como eterna repetición de lo mismo – diríamos el  eterno regreso nitzscheano a la esencia - bajo diversas modulaciones palpita Anaximandro y otra de las ideas presocráticas que siempre lo sedujo: la del río siempre el mismo y siempre cambiante, la de los mundos infinitos, el ápeiron del mismo Anaximandro. Y mirando a esos mundos infinitos, que no hacen más que reproducir el dolor existencial y el escepticismo ante la certidumbre de la muerte, Schopenhauer y Nietzche.  Tan caros a Borges.

De esas páginas y a efectos demostrativos me quedo, pues, con las que encierran las Memorias de Adriano, El corazón de las tinieblas y si me viera obligado a la tortura de quedarme con un sólo texto del pequeño y abarcable mundo infinito de Borges: su Aleph. Una parábola del universo infinito en el ojo de un vidente, Dios, el redactor infinito. Creador de esa magnífica y única criatura universal que puede ser el hombre, cuando lo lee con grandeza y devoción. El símbolo del ojo en el triángulo. Él, además, que compartiera con Homero el raro privilegio de la ceguera. Tiendo a pensar que en esas obras se compendia la sabiduría moral de Occidente. La maravillosa aventura de nuestra existencia en tanto aterida, imperfecta y menesterosa existencia filosófica, religiosa, moral. Los terrores ancestrales ante el cosmos y la muerte, la acechanza siempre presente de la enfermedad y la inevitable vejez como parábola de la finitud y el triunfo final de la vida sobre la muerte a pesar de la muerte misma en la particular religión de la que hablamos: la creación literaria que canta a la eternidad, a la pluralidad del cosmos, las bibliotecas infinitas. Los populosos, los democráticos  mundos de Walt Whitman. A la estremecedora visión órfica de la imposible y no por ello menos existente eternidad. A la idea de Dios, el que según San Agustín nos habla a través de la palabra escrita. A Dios mismo, totalidad y cosmos hecho palabras, hecho libro. En el principio fue el verbo. Dios está en la literatura. El mundo es su libro más perfecto, aunque inacabado, siempre in ovo, in status nascendi. El hombre, su lector infinito.

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Vuelvo a La República y al Eclesiastés. A Platón y a Cohélet. Aquel, el socrático, rebosante de soberbia, embriagado de metafísica, carente de Dios y esclavo de la dialéctica, programa el reino de la razón absoluta, el logos del vacío, y anticipa el arribo de la más funesta de las utopías, la de la religión sin Dios: la de Marx y a su rastra el socialismo bolchevique del GULAG y el hitleriano de Auschwitz y Treblinka, el demoníaco mal del mesianismo ateo de la modernidad con sus anhelos de sociedades perfectas, ansiosas del hombre nuevo, del idiota vaciado de humanidad, y por ello mismo libre de taras e idiosincrasias. De allí el resultado de esa genética de la pureza, la violencia y la regresión: procrear al  más tarado de las criaturas. La canalla sometida al absoluto servicio del caudillo. Vanidad, vanidad, todo es vanidad, replica Cohélet, Rey de Israel, hijo de David, magistral dueño de la proverbial sabiduría profética ante tamaña impostura. Lo que nace torcido nada endereza. El cruento enfrentamiento entre el delirio y la realidad. Nada nuevo brilla bajo el sol. El horror heurístico ante el despliegue mundano de la maldad. Las dos caras de la moneda de nuestra aterida humanidad. Vanidad, vanidad, todo es vanidad.

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Ni Conrad, ni Marguerite Yourcenar ni Borges se dejan  arrinconar por la presión avasallante del acontecimiento: la vida política y social en que se debate lo actual, lo óntico socializado. La alienada sustancia inmediata de las relaciones sociales, el universo mercantilizado que criticaría el joven Marx. Ninguno de ellos fue un esclavo de su tiempo. De haber alguna sustancia histórica inmediata, ya está decantada por la visión trascendente de categorías e imperativos histórico morales. Su sustancia dramática está sedimentada tras un largo proceso reflexivo. Su asunto es la idea, la visión, el anhelo del hombre. Una parábola, una figuración, una escritura. Otro nivel de lo real. Dicho de una vez: la realidad misma, sustanciada.

Borges, de ellos el más inclinado a los juegos filosóficos, lo dijo con natural brillantez y no poca socarronería: “Dios existe. Los que no existimos somos nosotros”. Una desfachatada manera de darle un portazo en las narices al realismo de todo signo y condición. Inclusive al mágico, una paráfrasis. Pues toda literatura – aceptado el concepto como el de la biblioteca infinita, letra sagrada, escritura de Dios – es una realidad mágica. Aunque subordinada a la magia primaria y primigenia – lo insólito, diría Conrad – que subyace a esta aventura incomprensible, divina y asombrosa que es la existencia misma. Subrayar literariamente el carácter mágico de lo real resulta tan vano como folklorizante, así rinda los mejores réditos y hasta un Premio Nóbel. Que por cierto, ninguno de los tres personajes de nuestras disgreciones alcanzó en vida. Lo que no deja de honrarlos.

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La verdad: he allí el concepto, he allí la sagrada aspiración. Desde luego, no como una mecánica y espontánea adecuación entre imagen y realidad, sino como reconstrucción y encuentro. Como logro. La aletheia, el desvelamiento, de que nos habla Heidegger. No la doxa. En ese sentido, las obras que motivan estos comentarios, cumpliendo en el más riguroso de los sentidos con la primera e inexcusable ley de toda literatura: entretener, penetran en los entresijos de las grandes incógnitas de la existencia buscando asir su inefable, su huidiza verdad. Desde cualquiera de sus aspectos, que son infinitos. La madeja a desenrollar. El infinito y múltiple despliegue del gran acontecimiento: la vida.

Para mantenernos en Schopenhauer: ni representación ni voluntad. Hay en la obra literaria de estos clásicos un logrado esfuerzo por establecer el vínculo, el puente, el ancla entre ambas esferas. El tema de la voluntad y la vocación moral de la aventura existencial están mucho más desarrollados en los atribulados personajes de Conrad y Yourcenar que en Borges, es cierto. El tema de Borges es el infinito dibujo de los azares y las causalidades, yo lo llamaría el reino de la libertad infinita y el nunca satisfecho asombro ante el cosmos. El peso de la historia y la tradición es imponderable: reservorio de la dignidad, el coraje, la valentía. ¡Qué importa nuestra cobardía, si en el mundo sobrevive un solo hombre valiente! - recuerda Borges seguramente pensando en sus orilleros que honran el combate con la más noble de las armas: la faca, porque es una extensión de nuestro propio cuerpo. En esa lucha cuerpo a cuerpo, en la que los alientos traducen la palpitación de la hombría y evaden el horror ante la tentación de la cobardía y la retirada, ve Borges la sintetizada y concreta metáfora de la existencia. Pero más probablemente que en los héroes de las orillas piensa Borges en el coronel Manuel Isidoro Suárez, su bisabuelo. Quien salvó con su coraje y su osadía en una insólita carga de caballería, el sable en alto contra la retaguardia de las veteranas tropas de Canterac, la todavía inexistente honra de nuestras futuras repúblicas. Fue en esa batalla surrealista, a las cuatro de la tarde del 6 de agosto de 1824, silenciosa y como en cámara lenta, librada entre fríos y silentes corredores de piedra sobre las mayores alturas andinas, pisoteando tajos, laberintos, abismos y aguas congeladas, en la que no se disparó ni un solo tiro y se jugó en tres cuartos de hora de cruento y mortal combate cuerpo a cuerpo entre los ocho mil hombres de Bolívar y los muchos más de Canterac, el destino de América. Como en acuerdo de un duelo cosmogónico, librado según las leyes de las divinidades griegas, que seguían los accidentes del combate de sus ateridas criaturas desde sus inmarcesibles alturas:   la decisoria batalla de Junín. Una histórica anticipación de un sueño borgiano. Que pudo haber sido el mejor de sus cuentos. Para quedar, en el tiempo que entonces le resta, hecho un poema:

Junín

Soy, pero soy también el otro, el muerto,
El otro de mi sangre y de mi nombre;
Soy un vago señor y soy el hombre
Que detuvo las lanzas del desierto.
Vuelvo a Junín, donde no estuve nunca,
A tu Junín, abuelo Borges. ¿Me oyes,
Sombra o ceniza última, o desoyes,
En tu sueño de bronce esta voz trunca?
Acaso buscas por mis vanos ojos
El épico Junín de tus soldados,
El árbol que plantaste, los cercados
Y en el confín la tribu y los despojos.
Te imagino severo, un poco triste.
Quién me dirá como eras y quién fuiste.

 Parábola de un hecho asombroso: el hombre es el único ser de la creación capaz de poner su vida en juego por una apuesta, un desafío ideal, una causa. Para redimirse o condenarse. En aquel caso por la república liberal independiente, realidad imaginaria que nadie conocía. Y por su “límpido fuego misterioso”, la patria: “la patria, amigos, es un acto perpetuo… Nadie es la patria, pero todos lo somos. Arda en mi pecho, y en el vuestro,  incesante, ese límpido fuego misterioso.” La idea del duelo por una causa suprema – la patria, territorio sagrado de hombres libres - como consustancial a la grandeza de Dios en su máxima y más esplendorosa criatura. ¿O vamos a olvidar su apuesta con Satanás confiado en la grandeza inconmovible de la fe de Job, su criatura predilecta? El de Kurtz y el de Adriano, en cambio, la lucha, la victoria y la derrota del hombre ante sus afanes. Ambos, solos ante Dios y el mundo. Ambos poseídos por el deseo de totalidad. Un duelo imposible del que emergen derrotados y engrandecidos. Una paradoja del reino de la libertad que es el universo de Dios. Y la soledad del hombre, que es su condena: “vivimos igual que soñamos: solos”.

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“Reconstruir desde adentro”. Es una frase que se reitera en las anotaciones de Marguerite Yourcenar sobre la escritura de su Adriano: “reconstruir desde adentro lo que los arqueólogos del siglo XIX han hecho desde afuera”. Y alcanzar la edad de la madurez para hacer el intento. Llegar a los cuarenta años para haber vivido y experimentado el peso del tiempo y poder discernir las distancias que separan al arqueólogo de la intimidad a ser reconstruida imaginariamente: “Hay libros a los que no hay que atreverse hasta haber cumplido los cuarenta años”. Yourcenar imagina una cadena humana atravesando el abismo temporal. Una imagen digna del Aleph. “Dos docenas de pares de manos descarnadas, unos veinticinco ancianos bastarían para establecer un contacto ininterrumpido entre Adriano y nosotros”. Y finalmente: “tomar una vida conocida, concluida, fijada por la historia (en la medida en que puede serlo una vida) de modo tal que sea posible abarcar su curva por completo; más aún, elegir el momento en que el hombre que vivió esa existencia la evalúa, la examina, es por un instante capaz de juzgarla. Obrar de tal manera que ese hombre se encuentre ante su propia vida en la misma posición que nosotros”.

Hay pues, en la arqueológica reconstrucción literaria del magnífico emperador español Publio Elio Adriano (Itálica, 24 de enero de 76 - Baia, 10 de julio de 138) veinticinco generaciones tamizadas por la erudición, la sensibilidad, el genio, la insólita capacidad mediúnmica de la historiadora devenida en novelista. A lo que habría que agregarle el aporte de una maravillosa intuición: la de la soledad del estadista ante la inmensidad del Poder, la futilidad del mismo ante la certidumbre de la finitud y la muerte. Pocas visiones más íntimas y concluyentes del laberinto del Poder y el extravío de un gran hombre entre el amor y la ambición, la grandeza y la mezquindad. Quien quiera conocer de ese intrincado laberinto, pocas veces consciente para los animales políticos que suelen recorrerlo en la completa ceguera, que lea las Memorias de Adriano. Inolvidable la reflexión que al respecto hace en las confesiones dadas a Mathieu Galley: sin una mínima porción de locura es imposible enfrentar al Minotauro, hacerse al alienante mundo de la creación política. Mucho menos tener el éxito esperado. Que siempre, por más exitoso que aparente ser,  es vano.

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En cambio esa misma dosis de locura que hace falta para comprender la apasionante racionalidad poética e imperial de Adriano, el estadista y militar, el amante apasionado y el poeta fugaz se hace insignificante en comparación con la que es necesaria para acercarnos a las figuras trepidantes de Conrad, siempre prisioneros de los infiernos, en permanente zozobra, en tenaz y solitaria lucha contra la adversidad, presas del delirio o la furia de los elementos, enfrentados a los imperativos categóricos, a la conciencia moral, a Dios.  Al Dios que, según confiesa Yourcenar,  se había ausentado del horizonte histórico y existencial de Adriano, sólo en su inmensa soledad ante la inmensidad del vacío divino. A la inevitable encrucijada entre el bien y el mal. El viaje de veinticinco generaciones que se dan las manos para alcanzar a tocar el femenino genio, la agudeza y la sensibilidad de la Yourcenar con un hombre que se ha quedado huérfano de Dios en ese interregno de la soledad cósmica, se cumple en una caída sincrónica al horror primigenio en Conrad y El corazón de las tinieblas. No son 25 los pares de manos: es una muchedumbre aterida la que nos separa del hombre primigenio en el albor de la humanidad. Alejo Carpentier las buscaría en las profundidades de las selvas venezolanas en Los pasos perdidos. No sabía que subyacían aquí mismo, en nuestro inmediato preconsciente político, pronto a dispararse y asaltarnos ante nuestro menor descuido. Conrad la encontraría en el corazón del Congo belga, en las tinieblas del horror. "¡El horror!" - es lo único que Kurtz alcanza a vislumbrar y comunicarnos segundos antes de su muerte. Todo hombre ha de tener la infortunada experiencia de conocerlo, como apenas lo vislumbramos hoy nosotros, en esta Venezuela sin misericordia.

Me ha asombrado desde mi primera lectura la insoportable actualidad de la historia contada con la deslumbrante maestría narrativa de Conrad. El regreso a los orígenes empujado por la ambición mercantil del imperialismo colonialista – en este caso, el de Leopoldo II al frente del mercantilismo belga - y la ensoñación de la supremacía racial que engendrara al monstruoso Kurtz debe entenderse no sólo como la ilustración de hechos absolutamente reales – el imperialismo expansionista de la segunda mitad del siglo XIX – sino como el sustrato presente en el inconsciente de la vida más actual y sofisticada. El monstruo que ocultamos con nuestro discurso racional, humanista, que aflora vengativo, soberbio y prepotente ante la pérdida de Dios y la pretendida divinidad del caudillo todopoderoso. Las nuevas generaciones, que lo creyeron leyenda, ya comienzan a verle sus garras. ¡El horror!

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“Un tufo de estúpida rapacidad lo envolvía todo, como el aliento de un cadáver. ¡Por Júpiter! No he visto nada tan irreal en toda mi vida. Y fuera, en el exterior, la selva silenciosa que rodeaba este claro en la tierra se me presentó como algo grandioso e invencible, como el mal o la verdad, esperando pacientemente a que pasara esta fantástica invasión.”  Estas palabras, puestas por Conrad en boca de Marlow, el narrador, fueron escritas entre 1898 y 1899. En pleno despliegue del colonialismo imperial. Del que por esas mismas fechas tuviéramos pruebas fehacientes también nosotros, a la modesta escala de nuestra auténtica importancia y el folklórico y pintoresco escenario de Cipriano Castro. Se trata en apariencia del enfrentamiento entre el hombre en su soledad y la naturaleza desplegada en toda su potencia indomable y sobrecogedora.  Pero como siempre en Conrad, se trata del poder que el hombre puede y debe desplegar para vencer en sí mismo las fuerzas de la barbarie. La suya propia. Una lucha metafísica, que encuentra en la demoníaca y aterradora presencia de una devoradora naturaleza su telúrica expresión. Pero que se reproduce aún más pesadillesca en esa segunda naturaleza del hombre que invade, controla, domina, aterroriza, aniquila, reprime, explota: “Toda la amargura de aquellos días, todo mi maravillado asombro en cuanto a todo lo que vi; toda mi indignación por la filantropía enmascarada, han estado de nuevo conmigo mientras escribía”.

Nunca mejor descrito el carácter mediúnmico, ritual, religioso del escritor y la potencia exorcística, liberadora de las letras y la literatura que en el prefacio que escribe el mismo año que inicia la escritura de El corazón de las tinieblas para la publicación de El negro de Narciso: “El artista apela a nuestra capacidad de deleite y asombro, a los sentidos del misterio que rodean nuestras vidas; a nuestros sentimientos de piedad, y de belleza, y de dolor; al latente sentimiento de camaradería  con toda la creación – y a la sutil pero invencible convicción de solidaridad que entrelaza la soledad de innumerables corazones, a la solidaridad en sueños, en alegrías, en pesar, en aspiraciones, en ilusiones, en esperanzas, en temores, que une a los hombres entre sí, que mantiene unida a toda la humanidad -, a los muertos con los vivos y a los vivos con los que aún no han nacido…, semejante apelación, para ser eficaz, tiene que ser una impresión transmitida a través de los sentidos…, si su noble deseo es llegar al secreto resorte de las respuestas emocionales. El objetivo artístico, cuando se expresa por medio de la palabra escrita, debe aspirar con todas sus fuerzas a la plasticidad de la escultura, al color de la pintura, y a la sugestibilidad mágica de la música, que es el arte de las artes.”

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La lectura de las notas de Marguerite Yourcenar sobre la escritura de su Adriano nos revelan el esfuerzo espiritual y físico que supone acometer una empresa de tanta envergadura: reconstruir la vida interior – sus sentimientos, sus debilidades, sus anhelos y aspiraciones – de uno de los más grandes emperadores romanos intentando un abrazo de veinte siglos: “Suele decirse que todo lo que yo aquí cuento está desmentido por lo que no cuento; esas notas sólo enmarcan una laguna. Poco importa lo que yo hacía durante esos años difíciles, como tampoco mis pensamientos, mis trabajos, mis angustias, mis alegrías, la inmensa repercusión de los hechos exteriores, la constante prueba de mí misma en la piedra de toque de los hechos. Y callo también las experiencias que me deparó la enfermedad, y otras, más secretas, que se vinculan con ellas, y la perpetua presencia o busca del amor”.

Hablamos de las dos décadas más turbulentas de la historia humana: las que vivieran la emergencia y despliegue de las tres formas contemporáneas de totalitarismo: el fascismo, el nazismo y el socialismo; la guerra más extensa y destructiva que jamás haya vivido la humanidad, las más atroces persecuciones y pogromos, el asesinato masivo de millones y millones de seres bajo los pretextos más espurios y las ambiciones más despiadadas. En medio de ese torbellino, una mujer joven, frágil y apasionada atraviesa Europa cargando en su maleta trozos de manuscritos inacabados, obras de referencia, un mapa del Imperio Romano de la época del dominio de Adriano  y un afán más poderoso que sus escasas fuerzas: reconstruir un contramodelo de perfección y grandeza ante la hondura de la infamia y la barbarie. Un estadista ilustrado, no un seminarista arrepentido convertido en monstruo apocalíptico y un caporal austriaco sediento de sangre. Esas páginas, poco más de doscientas, encierran una de las más bellas proezas del género humano. Está a nuestro alcance en esa biblioteca universal e infinita. Basta tocarlas con nuestros dedos para sentir el estremecido latir de una humanidad doliente. Aunque siempre esperanzada.

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“Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas (…); yo vivo, yo me dejo vivir, para que Borges pueda tramar su literatura, y esa literatura me justifica.” Suena a galantería literaria, pero es una dolorosa verdad. El contraste de esa vida lúgubre y solitaria que llevó durante muchos años de su atribulada existencia y el esplendor de su literatura se hizo patéticamente presente cuando un compañero de trabajo en la biblioteca municipal en la que se ganaba la vida se asombró de encontrar en una enciclopedia a un tal Jorge Luis Borges nacido exactamente en la misma fecha que el cegatón e insignificante compañero de trabajo que tenía enfrente. Asombroso, le comentó a Borges, hay un escritor que tiene tu mismo nombre y exactamente tu misma edad. Borges rehusó todo comentario. ¿Quién iba a creer que ese hombre taciturno y modesto que caminaba todas las mañanas diez cuadras desde la estación de tranvía hasta el modesto edificio en que ejercía de bibliotecario era el autor de un universo fantástico? Si Bergson hubiera necesitado la perfecta demostración, el arquetipo para su “homme des lettres”, muy posiblemente lo hubiera encontrado como ideal platónico en Jorge Luis Borges. Imposible evitar el símil con el célebre personaje literario de Stevenson, otro de los autores preferidos suyos. Ni una queja, ni una lamentación para una vida de sacrificios y silencios dedicada a la literatura. Ni siquiera la ceguera, que enfrentó con deportiva alegría y una conmovedora honradez intelectual. Le agradeció a Dios el don sus dos más entrañables y contradictorias singularidades. Los libros y la ceguera.

“Gracias le quiero dar al divino
Laberinto de los efectos y de las causas
Por la diversidad de las criaturas
Que forman este singular universo,
    Por la razón, que no cesará de soñar
Con un plano del laberinto,
Por el rostro de Elena y la perseverancia de Ulises.”

Lo que en cualquier mortal hubiera sugerido una venganza testamentaria se convirtió para él en una insólita capacidad mnemotécnica, una potencia visionaria, una riqueza interior inagotable. En la que se aglomeran Sócrates y la rosa, Homero y Schopenhauer, el Islam y la Cruz, los sajones y el sánscrito. Nada que haya sido y devenido legado en el mágico sortilegio de la letra escrita estaba ausente de su poderosa intimidad. Fue el más perfecto de los personajes de su perfecta escritura. Se apropió desde sus tinieblas de la lucidez deslumbrante de la creación. Se convirtió en todo oídos al murmullo esencial del universo. Aprendió a pasearse por el laberinto de esa biblioteca infinita que es la literatura con la ingenua curiosidad de los niños y la potencia moral de un venerable anciano. Sin más armas que su infinito interés y su bastón proverbial. La ceguera se le convirtió en principal aliado: se haría maestro en el dominio táctil e intuitivo del laberinto. Se familiarizó con todo y con todos: los horrores atávicos de la maldad fundacional, el duelo y la muerte, los celos, la infamia, la venganza. Y sobre toda las letras, el alfabeto, la escritura. Con una infinita capacidad de comprensión, de indulgencia, de bondad. Todos los sentimientos humanos tuvieron cabida en su particular artificio. Fue, ha sido sin duda, el más universal de los latinoamericanos. El más humano entre los clásicos. El más grande de nuestros hombres de letras.

Si tuviéramos que imaginar un taller en que se desarrollan los esfuerzos inauditos, los sacrificios sin fin, las horas, días, meses y años, las vidas enteras, los seculares afanes dedicados a construir esa maravillosa Babel que es la literatura – un grabado imaginario de Piranesi con una fábrica situada entre las nubes -  no tendríamos cosmos donde establecerlo. Detrás de la literatura bulle una humanidad sufriente y esperanzada sólo comprensible desde la inaprensible inmensidad de la idea y la realidad de Dios.

    


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