Cuatro partidos, un golpe y un decálogo
Escrito por Fernando Mires   
Martes, 04 de Agosto de 2009 08:31

altLos acontecimientos históricos tienen la particularidad de alinear en torno de ellos  opiniones y puntos de vistas que antes de que emerjan de modo manifiesto se  encuentran en estado latente. Así ha sucedido con el golpe que el día 28 de junio del  2009 tuvo lugar en Honduras y con los hechos que le siguieron.  


Tanto en los medios políticos como intelectuales ha tenido lugar frente a ese  inesperado hecho, un más que interesante debate; muy importante a mi juicio, sobre  todo si se tiene en cuenta que la polémica no es una de las distinciones principales  de la cultura política latinoamericana. A partir de este debate será quizás posible que  surjan nuevos posicionamientos, nuevas percepciones y nuevas formas de enfocar  los temas políticos de nuestro tiempo.


No está mal: por discutir nadie se ha muerto.  Más que analizar los acontecimientos hondureños “en sí”, dedicaré las líneas de este  trabajo a analizar las diversas posiciones (a las que llamaré “partidos”) surgidas  alrededor de ese golpe que más bien fue un “golpe de gobierno” pues todas las  demás instituciones del Estado se conservaron intactas.

De un golpe que, a  diferencia de muchos que han ocurrido en el continente, no surgió una dictadura ni  una junta militar sino un gobierno interino que no sólo muestra su disposición a la
negociación y al compromiso sino, además, asegura que abandonará ese lugar de  acuerdo a la agenda prevista antes del golpe. Eso quiere decir que si el golpe en su  ejecución fue muy tradicional, el escenario político después del golpe es un hecho  inédito y por lo tanto invita a prestarle toda la atención posible.  

En torno al golpe de gobierno ocurrido en Honduras creo percibir que se han  formado cuatro “partidos” muy definidos. Ellos son a mi juicio: a) el partido “albista”.  b) el partido golpista. c) el partido moralista y d) el partido del realismo político del  cual me declaro, para que no quepan dudas, como un activo y disciplinado militante.  

Al final de mi trabajo he introducido una suerte de decálogo político. Se trata más  bien de los presupuestos que explican o dan sentido a mis argumentos, tanto en  éste como en otros trabajos. Recomiendo leerlos al final del texto. Pero también  podría ser posible leerlos al comienzo. O incluso, si a alguien no le interesan, no  leerlos. En fin, no hay nadie más libre que un lector.  

1. El partido albista
Es imposible entender la posición del “albismo” frente al caso Honduras sin entender  lo que es el ALBA. Surgida como un organismo de cooperación comercial entre  Venezuela, Bolivia y Cuba, ha pasado a convertirse en una suerte de internacional  latinoamericana del castro-chavismo cuyo objetivo central es expandir el llamado  socialismo del siglo XXl, rimbombante slogan sin estatuto teórico pero, por eso  mismo, altamente receptivo.  


Como he intentado destacar en otra ocasión, la estructura del ALBA semeja una  fotocopia borrosa y en tamaño muy reducido de lo que fue una vez el imperio  soviético. En su núcleo encontramos el eje La Habana- Caracas dentro del cual La  Habana es su canal ideológico y Caracas su canal económico y militar. Enseguida  tenemos a países satélites como Bolivia, Ecuador y Nicaragua. Luego vienen las  zonas de influencia que abarcan hasta los países clientes. A partir de ahí el ALBA  establece ramificaciones interregionales, aún en naciones que no forman parte de su  esfera, a través de vínculos que se extienden a organizaciones no gubernamentales  (por ejemplo, las casas del ALBA en Perú), a partidos políticos afines al castro-chavismo, a organizaciones terroristas como las FARC e incluso a casas editoriales  y universidades. Desde esa perspectiva resulta comprensible que quienes más han  sido afectados por el golpe de junio en Honduras son los líderes máximos del ALBA:  Fidel Castro y Hugo Chávez.  


Castro y Chávez han perdido, en efecto, una pieza geoestratégica clave en el  espacio centroamericano. Y si se tiene en cuenta los problemas de legitimación que  afectan al gobierno de Nicaragua, la pérdida de una ficha -que eso y no más es para  ellos Honduras- resulta aún más dolorosa.

En cierto sentido la ideología de ALBA es, como destaca el escritor chileno Jorge  Edwards, una “rémora de la Guerra Fría” (La Segunda, 24 de julio de 2009).  Efectivamente: el rasgo esencial de los gobiernos albistas es su declarada  enemistad en contra de los EE UU al que denominan unas veces “imperio” y otras  veces “imperialismo”. Frente a ese enemigo universal todas las alianzas están  permitidas aunque eso lleve a compartir un destino histórico con los gobiernos más  macabros de la tierra (Bielorrusia, Zimbabwe, Irán, entre otros). Pese a ser una rémora de la Guerra Fría, ALBA ha alcanzado –para decirlo en los términos de  Niklas Luhmann- una suerte de “dinámica autoreferencial” o, dicho más en castizo:  algo que se ha autonomizado de sus causas originarias.  

Dejaré para otra ocasión un análisis pormenorizado de esa unidad micro-imperial  que es ALBA. Cabe sólo destacar que si bien hay diferencias entre los regímenes  políticos que la conforman, hay al mismo tiempo semejanzas. Entre otras podemos  mencionar el hecho de que ALBA ha enclavado preferentemente en países de  economías desintegradas y con débiles estructuras políticas, propensos a  irrupciones populistas, a histerias colectivas, y a la emergencia de caudillos  presidencialistas con delirios de omnipotencia. En todos esos países tiene lugar un
desmantelamiento de las instituciones públicas, la concentración estatal del aparato  productivo, la manipulación de las elecciones como medio de acumulación del poder,
las violaciones constitucionales (entre otras), y sobre todo, la realización de “golpes  desde el Estado” dirigidos a destruir los reductos de la oposición. En fin, todo aquello  que ocurrió en Venezuela y que ya estaba ocurriendo durante el gobierno de Manuel  Zelaya en Honduras.  


El golpe de gobierno en Honduras fue una respuesta al “golpe desde el Estado” que  sin atender a la correlación nacional de fuerzas (los poderes legislativo y judicial, el  ejército, las dos iglesias cristianas, y la mayoría de la población activa) intentó llevar  a cabo Zelaya a través de la introducción forzada de la ominosa “cuarta urna” (que fue su urna). Para que se entienda mejor: el golpe de Estado es una transacción al  contado; el golpe desde el Estado se paga a crédito. El problema es que Zelaya no  tenía fondos políticos para realizar ni lo uno ni lo otro.  
No obstante, después del golpe de gobierno que llevó al poder a Roberto Micheletti,  el partido albista quedó muy bien posicionado para realizar una política de  contraataque, y nada menos que en el lugar que menos le corresponde: en el del  espacio democrático. La razón fue que los militares hondureños hicieron lo que  siempre habían hecho cuando los presidentes se les han atravesado en el camino:  lo sacaron a empellones del palacio y pusieron, en su lugar, a otro. En ese momento  protestamos casi todos, y con razón. La verdad es que creíamos que ese tipo de  golpes tan feos ya no eran posibles. Los golpistas de hoy día son, en cambio, más  finos. Chávez por ejemplo, se hace elegir por medio de elecciones aplicando los  medios más ilícitos, y así gana. Luego, desde el gobierno devora el poder poco a  poco, como quien corta en lonjas un trozo de tocino. El tosco general Romeo  Vásquez en cambio, no gozó siquiera del poder: los militares delegaron el gobierno a  un civil para que restaurara las instituciones democráticas amenazadas por la  alternativa re-eleccionista –tan de moda que está- y luego se retiraron, felices de la  vida, a sus cuarteles. Y todavía no entienden porque casi todo el mundo los  condena.  


La verdad es que ese mundo –tan bienpensante- no critica tanto al golpe como a su  forma. Digámoslo así: a los golpistas de Tegucigalpa les faltó sentido estético.  Chávez, Morales, Ortega, en cambio, poseen una refinada estética golpista. Es la  estética de la revolución de la “multitude” (como dicen los sociólogos cursis de hoy  día), de las masas uniformadas, de los himnos marciales, del mito histórico, del  pueblo-unido-jamás será-vencido, del pasado indígena, del imperio inca, del  socialismo nativo, bolivariano, sandinista, martiano, marxista, marciano, cristiano,  cualquiera cosa señor: póngale usté.  


Los militares hondureños, que duda cabe, dominaban la “técnica del golpe de  Estado”. Los golpistas del ALBA, en cambio, dominan el “arte del golpe de Estado”.  La diferencia entre técnica y arte la conoce muy bien el gran pintor venezolano de  nuestro tiempo: “Cuando Picasso está pintando Guernica no debe ser sustituido”,   dijo una vez Chávez, abogando por su utopía de la infinita reelección. La destrucción  de Guernica debe ser llevada a cabo hasta el final en medio de vítores y aplausos  frenéticos de la “multitud cósmica” que lo rodea. De ahí que frente al golpe  hondureño hasta los gatos se sintieron, de un día a otro, democráticos.  


Por supuesto, es más fácil imaginar a Madonna de novicia que a Daniel Ortega o  Raúl Castro luchando a favor de la democracia representativa. Pero así estaban las  cosas a mediados del mes de julio del 2009. Sólo faltó que el Mono Jojoi desde  algún video selvático nos diera lecciones democráticas. Y no habría sido extraño: el  arte del neo-golpismo latinoamericano es definitivamente surrealista.  No obstante, pasaría poco tiempo para que el partido albista mostrara su definitivo  rostro. Ello ocurrió cuando EE UU no sólo no reconoció al nuevo gobierno
hondureño sino que pidió por el regreso del destituido presidente. Más aún: EE UU  favoreció la mediación del presidente Oscar Arias, arrancando así a Honduras de las  garras de la OEA, organización que ha sido prácticamente secuestrada por el ALBA.  Castro y Chávez percibieron entonces que no sólo habían perdido una ficha en el  tablero internacional sino que estaban a punto de perder la perla más preciada del  discurso albista: la perla radiante del antimperialismo.  


No fue casualidad, por lo tanto, que el más inteligente (o el único inteligente) director  del ALBA, que es Fidel Castro, reaccionara de inmediato atacando brutalmente a  Arias, negando radicalmente toda posibilidad de negociación e induciendo a sus  aliados a arrebatar la presa al enemigo imperial. Y es aquí, justo en este punto,  donde se muestra el carácter más retrógrado y anquilosado del partido albista.   La táctica utilizada por el viejo Fidel fue la misma que dio éxito al joven Castro  durante la lucha contra Batista, táctica que después fue esquematizada por Regis  Debray y su legendario “Revolución en la revolución”. Fue esa la misma que fracasó  estrepitosamente en Bolivia; la misma que llevó a la derrota a tantos movimientos  armados y desarmados de los años sesenta. Esa es la táctica del foco  insurreccional, sacada hoy del baúl de los recuerdos más polvorientos del mito  revolucionario del siglo XX para ser aplicada en esa, como dice Jorge Edwards,  “guerra fría reinventada”. Y a la ejecución de esa táctica cuyas páginas están llenas  de polillas y pulgas, se prestó Manuel Zelaya. ¿En qué consiste esa táctica? se  preguntarán sin dudas los lectores más jóvenes. La respuesta es muy fácil, pues  hasta los más tontos la entienden (de ahí su éxito)  


Tú vas a un determinado lugar geográfico como Cristo a Samaria (perdón) con un  grupo de apóstoles escogidos. Desde ahí te declaras en rebelión (foco) llamas a la  insurgencia total, y las multitudes revolucionadas se levantarán, no para avanzar a  Jerusalén sino para crear uno dos, tres Vietnams. Luego ese foco luminoso de la  vanguardia auto-elegida iluminará desde las alturas más elevadas a las pervertidas  ciudades donde llegarán las multitudes insurgentes con sus clamores de hambre y  fuego a ocupar el palacio de gobierno y desde ahí se harán del poder hasta el fin de  la eternidad para redimir a los humanos y reemplazarlos por el Hombre Nuevo,  hecho a imagen y semejanza de quien ocupa el poder de turno. Para echar a andar
esa táctica se requiere, por lo tanto, de un grupo no muy numeroso de chiflados con  predisposiciones suicidas, de un líder absolutamente enloquecido (en este caso
Zelaya) y, sobre todo, dinero.  


En este punto habría que recordar la mil veces citada frase de Marx relativa a que la  historia se repite: una vez como tragedia y otra como farsa. En lugar de eso citaré el  párrafo completo ya que su sentido es plenamente analógico con la farsa que, a  instancias del ALBA, puso en acción Manuel Zelaya en El Ocotal, en los límites que  separan a Nicaragua de Honduras. El párrafo de Marx dice así: “Hegel observó  alguna vez, que todos los grandes hechos de la historia universal y las personas se  repiten. Olvidó agregar que una vez como tragedia y otra vez como farsa.

Causiddière por Danton, Louis Blanc por Robespierre, el Montagne de 1848-1851  por el Montagne de 1793-1795, el sobrino (Napoleón lll) por el tío (Napoleón) Y la  misma caricatura en las condiciones en las cuales ha tenido lugar la segunda edición  del 18 de Brumario” “(Marx Engels “Werke”, tomo 8, Berlin Oriental 1975, p. 115)  Ahora bien, en el 18 de Brumario de Manuel Zelaya también se repiten personajes  de los años sesenta pero como caricaturas de sí mismas. Véase: Micheletti por  Batista, Chávez por Castro, Zelaya por Che Guevara.

Hugo Chávez, el Castro del siglo XXl, vencedor de mil batallas que nunca se dieron  ni se darán, el héroe del Museo Militar (así como Castro lo fue del Moncada) intenta  emular la gesta de su mentor y envía al hombre del sombrero (quien más se parece  a Jorge Negrete que al Che) en lugar del hombre de la boina - pero no a la quebrada  del Yuyo donde fue a pelear el Che, sino a la pacífica localidad de Las Manos y junto  a él, el guerrillero heroico alias ministro del exterior de Venezuela: Nicolás Maduro,  digno chofer del jeep de Zelaya.   Al igual que el trágico Che, Zelaya padece de un incontrolado “complejo de  divinidad” (Alfred Adler) e imagina que su sola presencia en los límites bastará para  que las multitudes revolucionarias no sólo de Honduras, sino de toda América Latina,  se levanten como un sólo hombre, dispuestas a inmolarse por el caudillo redentor  que los conducirá a bañarse en los mares de la felicidad socialista. Y como el
Gramma terrestre de Zelaya y Maduro, al igual que el marítimo de Castro y del Che,  no dio resultados, la mayoría de los hondureños zelayistas decidieron que no vale la  pena preocuparse tanto por un presidente que ya no lo es, y comienzan a volver a  sus labores; a comer pupusas y nacatamales, o a beber el buen ron de caña que  tanto abunda en el país, para al fin despertar bebiendo ese café de Olancho que  vuelve fuertes a los más débiles y valientes a los más cobardes. Pero el combatiente  heroico que es Zelaya no cejará; irá a las montañas – él lo ha anunciado- y desde  ahí seguirá combatiendo por la libertad.  

Ojalá –pienso yo- que el aire de las alturas le haga bien y vuelva de una vez por  todas al lugar de donde nunca debió haber salido: a su Partido Liberal, a pelear  verbalmente contra el Partido Nacional, y a ganar o perder elecciones, como  corresponde a cualquier político de profesión, que eso y no más es Zelaya, y no –  como lo convencieron sus protectores cubanos y venezolanos- un Mesías que baja a  la tierra en gloria y majestad.  

2. El partido golpista
Si es verdad que en América Latina hay una (mini) Guerra Fría reinventada como  postula Jorge Edwards, hay que tomar en cuenta que como también ocurre en el  amor, para que funcione una guerra, fría o caliente, se necesitan por lo menos dos.   Los actores principales de esa farsa que es la nueva guerra fría latinoamericana son  como hemos dicho, Castro y Chávez. Uno es el ideólogo, el otro el ejecutor. Castro,  programado por su propia historia no puede pensar de otro modo que no sea en  términos bi-polares. Chávez, a su vez, está poseído por la ideología de su mentor  hasta el punto que aparece como ejecutor del proyecto que dejó pendiente el  primero: el de la revolución socialista continental. Antes de que se muera el padre,  ha recibido ya un testamento. Ahora bien, las obsesiones del primero como las  alucinaciones del segundo, han terminado por reactivar el polo contrario: el de la  derecha golpista, aquella misma que hizo en el pasado del anticomunismo no una  postura política sino que, casi, una religión.  


El golpe de gobierno de Honduras ha tenido la rara virtud de dinamizar ambos polos  mostrando claramente que tanto el uno como el otro pertenecen a una sola unidad:  la de la barbarie latinoamericana, entendida ésta no como ausencia de civilización  sino como ausencia de democracia. Eso es lo que los dialécticos llaman: unidad de  los contrarios. 


A Hannah Arendt corresponde el mérito de haber analizado al estalinismo y al  fascismo  como dos partes contrarias de una sola unidad. Esa unidad era, para ella,  el totalitarismo. Tanto el uno y el otro fueron vistas por la filósofa política como  “revoluciones reaccionarias” frente a la ilustración, la democracia liberal y el ejercicio  libre de las ideas, en fin, como una “contra-revolución” frente al avance de la  modernidad política.  

En la Guerra Fría “reinventada” que asola a Latinoamérica, otra pareja siniestra ha  tomado también formas polares, y si recurrimos a usos tipológicos, tendríamos que  convenir que en su expresión más pura esos polos unitarios no son el estalinismo y  el fascismo como ocurrió en la vieja Europa, sino sus versiones criollas: el  pinochetismo y el castrismo.   Así como historiadores actuales han encontrado que entre Stalin y Hitler hay muchas  similitudes de carácter, Chávez pareciera reencarnar, en la repetición farsesca de la  historia trágica que estamos presenciando, la síntesis perfecta entre Pinochet y  Castro: un verdadero clon histórico. Con Pinochet (así como con otros dictadores   latinoamericanos de menor cuantía) comparte un instinto de poder y una astucia sin  límites; casi animal. El lenguaje cuartelero, chabacano, procaz y hampón es, en  ambos personajes, el mismo. De Castro, a su vez, ha recibido las obsesiones, el  gigantismo, la omnipotencia, en fin, la locura ideológica. Y de los dos, le viene un  acendrado militarismo, aquel mismo que mediante una inversión del postulado de  Clausewitz considera que la política no es más que la continuación de la guerra por  otros medios.  

Ya llegará el día en que los historiadores latinoamericanos habrán de convenir en  que esos dos fenómenos –los pinochetismos y los castrismos- no pueden ser  estudiados de manera independiente el uno con respecto al otro. En cierta medida,  el pinochetismo –en la no tan divina comedia latinoamericana- fue la reacción más  virulenta en contra del castrismo que penetraba a la izquierda chilena. A su vez, el  castrismo ha encontrado en la existencia real o potencial del pinochetismo, una  justificación histórica, del mismo modo como en Europa el pretexto del anti-fascismo  sirvió a los comunistas para cometer los peores crímenes que uno pueda imaginar.

Castrismo y pinochetismo son, efectivamente, las dos cabezas latinoamericanas de  la legendaria hidra de Lerna. Una cabeza muerde a la otra, pero no pueden  devorarse porque al fin y al cabo pertenecen ambas al mismo cuerpo: al de la  barbarie como sistema. Así como Peter Schloterdijk escribió en su libro  “Zorn und  Zeit” (la Ira y el Tiempo) que el fascismo era “socialismo sin proletariado”, podría  deducirse, en el mismo sentido, que el castrismo es “pinochetismo sin  empresariado”.  


Ahora bien, ¿cómo se ha manifestado frente a Honduras la versión golpista de la  derecha latinoamericana? Quien haya venido siguiendo con cierta atención los  acontecimientos que siguieron al golpe, puede darse cuenta que esa derecha ha  reaccionado, sobre todo en Venezuela, de la misma forma como ha reaccionado  siempre frente a todo golpe de derecha. Y, por cierto, de tres modos: a) negando el  hecho del golpe mediante utilización de trucos semánticos. b) confundiendo  legalidad con legitimidad c) justificando los medios por los fines o lo que es igual:  legitimando al golpismo como medio de acción política.   

De acuerdo a la primera reacción, algunos publicistas de derecha hicieron suya la  primera versión del gobierno de Micheletti relativa a que el golpe no fue un golpe  sino una simple destitución constitucional. Que fue una destitución no lo niega nadie,  pero que esa destitución tomó la forma de un golpe, es también innegable. No puedo  en este punto sino recordar los primeros días después del golpe en Chile cuando los  voceros de la Junta prohibieron que se hablara de un golpe debiendo decirse en su  lugar: “pronunciamiento”. La verdad de las cosas es que jamás ningún golpista ha  dicho que ha llevado a cabo un golpe. Pero si sacar a un presidente de su cama –  por muy auto-golpista que sea, y Zelaya lo era- y arrojarlo como un bulto en
cualquier avión no es un golpe, quiere decir que ni en Honduras ni en ninguna otra  parte ha habido un golpe; ni de gobierno ni de Estado.   


Otro truco semántico de la derecha golpista ha sido presentar al golpe como  resultado del derecho a la rebelión de los pueblos. Quienes así han hablado o  escrito han confundido intencionalmente el hecho del golpe con sus consecuencias.  El golpe, y hay que decirlo con todas sus letras, no fue producto de ninguna rebelión  popular sino de una conspiración palaciega. Cierto es que Zelaya había bajado  notablemente su popularidad, pero eso no había llevado todavía a ninguna  insurrección popular. Ahora, que parte del pueblo hondureño, frente a las
injerencias, insultos y amenazas del chavismo y sus albistas, haya reaccionado  masivamente por medio de pacíficas demostraciones, tampoco puede negarse. Pero  esa fue una reacción post-golpe. Hay en Honduras, por lo tanto, dos movimientos  populares: el del clientelismo de Estado que construyó Zelaya y el civil democrático  que surgió después del golpe en contra del regreso del “chavismo melista” a la  nación. El pueblo está desunido y, por eso mismo, no puede ser vencido.    

El segundo recurso de la derecha golpista, tanto hondureña como latinoamericana,  ha sido la casi inevitable confusión entre legalidad e ilegitimidad. Las diferencias son  bien conocidas: si bien no todo lo legítimo es legal, no todo lo legal es legítimo. En  cualquier caso, una acción política, un golpe también, siempre será legítima para sus  partidarios e ilegítima para sus contrarios. Pero un golpe no es legal, porque  créanme, hasta ahora no conozco ninguna Constitución del mundo que consagre el  golpe de Estado como medio de recambio gubernamental. Por supuesto, puede  alegarse que el ejército actuó de acuerdo a una orden judicial. Mas, la destitución si  es un acto judicial, debe llevarse a cabo en una corte judicial. Y si es político, debe
ser llevado en el Parlamento. Zelaya tenía un mínimo derecho a defenderse jurídica  o políticamente. Ese derecho le fue negado. Que le hubiera sido negado por razones  de conveniencia práctica, ese es otro tema, y ese tema no puede ser tratado  judicialmente.  

Más político habría sido que Micheletti hubiera dicho: “Hemos quebrado la legalidad  vigente, y estamos dispuestos a afrontar las consecuencias frente al mundo. Pero lo  hemos hecho porque en un determinado momento lo que hicimos era la única  posibilidad de evitar un mal peor: una dictadura”. No con esas palabras, pero  diciendo lo mismo, habló el Cardenal Oscar Rodriguez, la voz más respetada de la  nación. Más sincero aún que el Cardenal fue el Coronel Herberth Bayardo Inostroza:  “Cometimos un delito al sacar a Zelaya. Pero había que hacerlo”. Mas, Micheletti es  un político y los políticos no están comprometidos con la verdad. Mucho menos lo  está la ultraderecha continental, cómplice de tantas violaciones a la ley, a la moral e,
incluso, a la razón.   

Más honestas- y este es el tercer punto- han sido aquellas justificaciones golpistas  que no recurren a ningún tapujo moral ni leguleyo. Hay algunos comentadores que  incluso han argumentado que frente al peligro comunista representado en este caso  por Chávez y el ALBA, todos los medios de lucha son válidos. Así, para ellos, no es  necesario usar ninguna artimaña legalista. Para ellos se trata de una lucha de vida o  muerte, lucha que debe ser llevada hasta sus máximos extremos.   Fue en las mismas páginas de la revista Analítica donde leí que un politólogo de la  derecha golpista escribía dando gracias a Chávez por haber puesto claridad en los  términos de la lucha. La razón era que Chávez, por su ningún respeto a las formas y  a las normas, ha despojado al enfrentamiento político de todas las hipocresías que  acompañan a una práctica política normal. En cierto modo, según la posición del  articulista, Chávez ha simplificado las cosas. O se está en contra o a favor del  chavismo; no hay términos medios. Y si pensamos que el “melismo” no es más que  una exportación chavista en tierra hondureña, la postura del autor mencionado no  carece de cierta lógica. En un sentido que algo tiene que ver con la teoría política de  Carl Schmitt, Chávez, sin haber leído a Schmitt, ha llevado a la política a una  situación radicalmente antagónica, a una donde no hay más adversarios sino sólo  enemigos, a aquel lugar donde tú sólo puedes vencer o ser derrotado.  

Hay efectivamente momentos en los cuales los espacios que separan a la política de  la guerra son mínimos y en donde no nos queda más alternativa que ganar o perder.  Y que Chávez encamina a Venezuela hacia ese momento, ya no me caben dudas.  Chávez, frente a sus enemigos se ha despojado, efectivamente, de toda hipocresía.  El mismo dice en sus discursos que su objetivo es “pulverizar a la oposición”; y yo  creo que lo dice en serio. El problema es que esa hipocresía a la que renuncia  Chávez tiene en el lenguaje político otro nombre: ese nombre es, democracia.   O digámoslo así: sin un mínimo de hipocresía ni la democracia ni la vida social  funcionan. Porque la democracia no es la política “en sí” sino sólo una forma - en  occidente, la preferida- de la política. La democracia es y será siempre formal.  Chávez no cuida las formas y Micheletti tampoco las respetó cuando expulsó a  Zelaya del gobierno debido a que el presidente tampoco respetaba las formas. Los  tres, cada uno de un modo distinto, han reducido a la política a una “cosa” informal.

Puede haber, por cierto, política sin democracia, pero democracia sin política no  puede haber. La democracia es una forma de limitación de la política basada en la  común aceptación de determinas reglas que no sólo protegen a la política de sus  enemigos -principalmente militares- sino que, además, protegen a la política de un  exceso de política. Un mundo donde todo es política o donde la política es todo, es  definitivamente un mundo anti-político. Cuando la política cubre todo el espacio  público, cuando las leyes ya no tienen más valor, cuando las formas mínimas de  convivencia ya no se respetan, la política termina por destruirse a sí misma. Ha llegado entonces la noche del terror. En fin, la política puede destruir a la política
cuando la política no tiene formas que la protejan de nosotros, o lo que es igual: de  nuestra inmensa capacidad de odio y destrucción.  

¿Qué puede extrañar entonces que en contra de la amenaza del totalitarismo castrista que representa Chávez en su país los golpistas de derecha, al justificar el  golpe de gobierno en Honduras, terminen alabando a Pinochet por haber salvado a  Chile del comunismo? El autor a quien ya me referí, escribió por ejemplo, lo  siguiente: “Vargas Llosa afirmó recientemente en un artículo “la interrupción de la  democracia  por una acción militar no es justificable en ningún caso” ¿Cómo juzgar  entonces el caso chileno de 1973? ¿Se salvó o no Chile del comunismo en esa  oportunidad? ¿Es que acaso podía esperarse otra cosa del Chile de Allende? ¿Era  preferible aceptar que Allende prosiguiese su pesadilla hasta que no fuese posible  dar marcha atrás?”   


En otras palabras, dicho autor, al aceptar “la lógica de la hidra” capitula  definitivamente frente a Chávez. Como en el caso de la gran novela de Orwell,  termina identificándose con el agresor, aún antes de luchar contra él. El proceso de  deshumanización de la política alcanza así su momento culminante, aquel que  llevará en un determinado momento a decir: “el enemigo soy yo”.
Porque convengamos: Pinochet no sólo fue quien “salvó” a su patria del comunismo,  del mismo modo que tampoco Castro es sólo quien “salvó” a su patria del  capitalismo. Pinochet y Castro significan mucho más que esas supuestas  “salvaciones”.  


Pinochet representa largos años de torturas, de miembros humanos destrozados  meticulosamente, de cuerpos arrojados al mar desde helicópteros, de cadáveres que  flotan en los ríos, de seres que desaparecieron para siempre sin que nadie sepa  todavía donde yacen sus cuerpos, de mujeres violadas por la sádica soldadesca, en  fin, el terror asesino del odio militar a todo lo que parezca civilidad, democracia,  cultura o política.  

Castro a su vez, significa paredón, fusilamientos en masas, incluso de quienes  fueron sus propios aliados, mazmorras nauseabundas donde todavía se arrastran  quienes fueron alguna vez disidentes y contestatarios. Significa cientos de náufragos  ahogándose sin que nadie les tienda una mano. Y por si fuera poco, significa miseria  social, embrutecimiento ideológico, pauperismo, hambre. Por último, significa  entrega total de una nación el imperialismo más cruel de la historia universal: el  soviético.  

Los dos jerarcas, por cierto, ostentan trofeos de combate. Uno eliminó la inflación,  diversificó las exportaciones y pacificó las calles. El otro disminuyó el analfabetismo,
creó un sistema de salud pública aceptable, y mantuvo abierto el Tropicana para los  turistas europeos. Pero ¿qué es eso comparado con tanta maldad, con tanto  fanatismo, con tanto crimen cometido?  En cualquier caso, convengamos: ni Micheletti es Pinochet ni Zelaya es Allende. Si  dejamos claro este punto tan obvio, podemos entonces seguir conversando.

3. El partido de los moralistas
Ni Micheletti es Pinochet ni Zelaya es Allende. Vale la pena hacer esta diferencia tan  elemental. Si comparamos a Micheletti con Pinochet (como hizo el politólogo de  derecha)  hacemos un favor a la figura de Pinochet. Y si comparamos a Zelaya con  Allende (como hizo Fidel Castro) insultamos la memoria de Allende. La diferencia,  además, hay que hacerla si se toma en cuenta el hecho de que frente al golpe de  gobierno de Honduras ha surgido con fuerza una posición que en aras de la  proclamación de principios morales termina por negar toda diferencia entre éste y  otros golpes; problema grave, pues sin diferencias no hay política. Bajo la premisa,  “un golpe es un golpe y nada más”, la posición moralista no acepta reconocer las
particularidades ni mucho menos las condiciones históricas que dieron origen al  golpe de Honduras.  
Pocas veces, en verdad, un golpe de gobierno o Estado ha sido criticado con tanta  unanimidad como ha ocurrido con el hondureño. Las razones son evidentes, pero  también ambivalentes.  
Por cierto, hay que saludar el hecho de que en América Latina, continente testigo de  tantos y tantos golpes de Estado, cada uno más sanguinario que el otro, haya por fin  aparecido una suerte de sensibilidad refractaria a continuar esa más que terrible  historia. De acuerdo a esa “nueva sensibilidad” algunos gobernantes han querido  sentar un hecho precedente que se expresa en el lema “nunca más volverá a ocurrir  lo que ocurrió”. Bajo ese lema se quiere significar, a su vez, que América Latina ha  entrado, por fin, a la órbita de las naciones democráticamente organizadas. En ese  sentido, el anti-estético golpe de Honduras sería una mancha que ensucia la nueva  hoja de vida del continente. Ese fue, por cierto, el principal error de los golpistas de  Honduras: no haber captado el nuevo espíritu del tiempo lo que, desde el punto de  vista político, es un error inaceptable.  
El golpe de Honduras fue condenado y sentenciado el mismo día que ocurrió. La  reacción fue espontánea y trascendió más allá del continente. La mayoría de las  naciones de la tierra, aún aquellas cuyos gobiernos no son precisamente un ejemplo  de democracia - sobre todo aquellas, diría yo- se apresuraron a emitir su posición de  radical rechazo al golpe. Gracias a Honduras -una nación que sólo figuraba en los  periódicos por sus altos índices de pobreza- el mundo pareció vivir, aunque sólo  fuera por un momento, una verdadera fiesta de democracia. No sé si Corea del  Norte condenó a Micheletti, pero si lo hizo Cuba, puedo imaginarlo. La paradoja del  caso es que de todos los golpes de Estado habidos en el continente (y ha habido  tantos) el de Micheletti parece ser, hasta ahora, el menos cruento de todos.  
La condena universal que se extiende sobre el nuevo gobierno de Honduras fue,  repito, un signo de una nueva sensibilidad surgida en América Latina, y cualquier  demócrata debe alegrarse de que así sea. No obstante, habiendo ya pasado  muchos días después del hecho, ha llegado quizás la hora de entender los  antecedentes que llevaron al golpe, lo que no quiere decir justificarlo. Esa tarea es  muy importante si se trata de encontrar los dispositivos que puedan llevar a esa  nación a encontrar el rumbo que extravió, no sólo en los días del golpe, sino mucho
antes de su ejecución: durante el gobierno de Zelaya. Y eso no se puede lograr con  simples declaraciones de principios.  
“Hay que estar en contra de todo golpe, venga de donde venga” es el lema de los  moralistas de nuestro tiempo. No obstante, una declaración de principios no puede  jamás sustituir a una política inteligente. Los principios, que duda cabe, son algo  muy importante, tanto en la vida política como en la privada. Pero los principios han  sido hechos, como la palabra lo dice, para principiar, o sea para comenzar a pensar  o actuar. Los moralistas de la política, en cambio, comienzan con los principios y  terminan con los principios. Y con eso convierten, quieran o no, cualquiera salida  política en una imposibilidad porque, entre otras cosas, las soluciones políticas no  ocurren de acuerdo a principios sino de acuerdo a compromisos, lo que es algo muy
distinto.  
Los partidarios del moralismo político entre los que se cuentan algunos gobernantes  son por lo general personas a las cuales el destino de una nación les interesa muy  poco. Lo que más interesa a ellos es quedar bien ante la historia dejando testimonio  de su virginidad política. Eso significa no arriesgar ninguna opinión peligrosa, nada  que los pueda perjudicar o ensuciar; protegerse al máximo de todo lo que tenga que  ver con la realidad, de modo que cuando llegue el momento de rendir alguna cuenta,  puedan decir: yo ya declaré mis principios. Como escribí en un artículo anterior, los  gobiernos de América Latina se dividen en dos grupos: los del ALBA (y sus  simpatizantes) y los que “no se meten en política”. Estos últimos se contentan con  hacer glamorosas declaraciones de principios.
Los moralistas, al ser principialistas, sólo conocen el comienzo de cada cosa. Lo  demás –en su irremediable narcisismo- no les interesa. Así, y del mismo modo como  el partido de los golpistas niega la democracia en aras del cumplimiento de una  política, los moralistas niegan la política en nombre de la democracia. Pero la  democracia que ellos conocen no es la “democracia vibrante” de las que nos habla  Hillary Clinton, sino una democracia estática, sin política, ajustada a principios  morales que nunca se han cumplido y nunca se cumplirán. En fin, los moralistas le  tienen pánico a la política. Está bien; cada uno tiene sus miedos. El problema es que  ellos intentarán siempre convencernos que sus miedos son la mejor razón política
del mundo. Y eso es, políticamente hablando: inaceptable.  
Mientras para la derecha golpista que hace de las diferencias el principio y el fin de  toda política, para los moralistas no existen las diferencias. Ellos se limitan a  condenar un hecho histórico de un modo casi notarial. Así, Pinochet y Micheletti  deben ser medidos con la misma vara porque al fin, ambos son golpistas, y el anti-golpista condena a los golpes por principio, del mismo modo que para el creyente  religioso no hay diferencia entre quien ha robado un millón de dólares y quien ha  robado un par de centavos. Ambos han pecado; lo que importa es el hecho; no la  cantidad. En otros términos: aquello que hacen los moralistas es llevar la lógica de la  razón religiosa al espacio político; y eso es lo que nunca se debe hacer con la  política sin pagar el precio de negarla en su razón más esencial: la deliberativa  
La democracia no es una práctica religiosa ni mucho menos el altar de la moral  absoluta. La democracia es antes que nada una forma de hacer política a través de  medios, valga la tautología, democráticos. Sin moral no hay política; mas, reducir la  política al simple cumplimiento de dictados morales es profundamente inmoral. Para  poner ejemplos: si sólo dominaran las razones morales, nunca habría podido ser  posible la democracia en Chile. Los demócratas chilenos pactaron con el Ejército y  eso no los convirtió en pinochetistas. Del mismo modo, los obreros de Solidarnosc,  con Walessa a la cabeza, pactaron con el dictador comunista, el general Jaruselski,  y eso no convirtió a Solidarnosc ni en comunista ni mucho menos en golpista. Mas,  si alguien afirma que es necesario encontrar una salida en Honduras a través y no  sólo en contra de Micheletti, los moralistas rasgan sus vestiduras y reaccionan  indignados.  
Tampoco interesa a los moralistas de nuestro tiempo que una democracia pueda ser  liquidada sin pasar por el hecho espectacular del golpe de Estado. Esos son “hechos  internos”- fue la conclusión “genial” del Secretario General de la OEA- como si los  golpes fuesen hechos “externos” (¡!).
De acuerdo a la lógica del Secretario General de la OEA, Hitler nunca habría podido  ser condenado políticamente pues cumplió con todas las normas que exige la  democracia representativa. En una escala más baja, Fujimori y Chávez también lo  han hecho. Nunca Fujimori dio un golpe de Estado, pero hoy casi nadie se atreve a  negar que Fujimori fue un dictador. Chávez fracasó en un golpe de Estado, se  convirtió después en candidato, ganó las elecciones, y desde ese momento no ha  hecho otra cosa que propinar golpes desde el Estado a una amedrentada nación en  donde él hace lo que le da la real gana, apoyado en un ejército que sólo él controla,  desconociendo elecciones, encarcelando a sus adversarios, subordinando todos los
poderes públicos a su simple voluntad y hoy, amordazando a la prensa de un modo  que habrían envidiado los dictadores más golpistas de la historia latinoamericana.  
Por lo demás, los moralistas, por lo menos los que yo conozco, no son tan morales  como quieren aparecer. Jamás les he escuchado alzar la voz para condenar los  crímenes de un Fidel Castro frente a quien, si hubiera que hablar sólo en términos  morales, Micheletti es un ángel celestial. Razón de más para pensar que hay una  diferencia muy grande entre moralismo y moral. La diferencia fina la hizo Kant en su  libro “Paz Perpetua”, agregando que si la política fuese sólo moralista, viviríamos  siempre en un estado de guerra.

4. El partido del realismo político
El partido del realismo político se diferencia de los tres anteriormente nombrados en  un punto fundamental: carece de ideología. Esa es su principal debilidad. Pero  también es su principal fuerza.  


Las ideologías son medios que sirven para protegernos de los peligros de la vida. En  casos extremos las ideologías nos vuelven inmunes frente a la realidad y esa es su  gran ventaja porque a diferencia de la realidad que está llena de errores - pues en  ella actúan esos seres equívocos, erráticos e imprevisibles llamados humanos- las  ideologías jamás se equivocan. “Sólo el error es fuente de verdad” dijo una vez  Nietzsche; y parece que tenía razón porque para pensar hay que corregir y para  corregir tiene que haber algún error. Pensar es, en buenas cuentas, corregir.  

Pensar un hecho histórico de modo realista no significa prescindir de principios ni  mucho menos asumir una posición neutral. En ese sentido hay que tener en cuenta  que la política -a diferencias de la filosofía, el arte y la religión- es una práctica  instrumental, es decir, está sujeta a la lógica medios- fines. No puede haber política  sin objetivos políticos. Esa es la razón por la cual en el caso de Honduras, después  que el golpe fuera condenado y “re-condenado”, se hacía necesario pensar acerca  de las posibilidades de retorno a la democracia y en torno a ese objetivo, quienes  pertenecemos al partido del realismo político, hemos ido articulando nuestras  opiniones con el fin de encontrar algunas certidumbres.

Por de pronto, había que partir de una premisa común y elemental, y esa no puede  ser otra que el reconocimiento y análisis de los actores reales y no ilusorios que  participan en el juego. Así como nadie elige a sus vecinos, en la política nadie elige  a sus actores. Hay que contar con ellos tal como son y no como quisiéramos que  fueran. Esos actores se expresan en dos fuerzas históricas a las que llamaré  provisoriamente, la fuerzas melistas y las fuerzas michelettistas. Dichas fuerzas no  son sólo locales. Tienen, además, una expresión internacional. En ese contexto fue  importante constatar que mientras el michelettismo es más fuerte localmente, el  melismo es, o por lo menos era, más fuerte en la escena internacional.  
El michelettismo es más fuerte localmente no sólo por el apoyo del ejército, sino por  el de los poderes públicos, de las iglesias, de las clases productivas, de los sectores  intermedios e incluso, de vastos sectores populares. No obstante el melismo, gracias  al clientelismo estatal practicado por el gobierno Zelaya, conserva fuertes posiciones  sociales. Esas posiciones se expresan en el llamado “poder ciudadano”, más las  organizaciones campesinas y sub-urbanas articuladas en torno a la figura  presidencial, todas muy bien organizadas y, además, con una militante  predisposición de lucha.  


Ahora, desde el punto de vista internacional, el apoyo que recibió originariamente  Zelaya fue simplemente portentoso. Desde Cuba, pasando por Venezuela, los  países a-políticos de América Latina, más la OEA, la ONU, la EU y, por si fuera  poco, los EE UU, se pronunciaron a favor del regreso de Zelaya al poder.
Demasiado para un país tan débil como Honduras y para un gobierno tan precario  como el de Micheletti. Inmediatamente después del golpe parecía, efectivamente,  que los días de Micheletti en el gobierno ya estaban contados. Mas, no fue así. Y la  razón es muy simple.  
El enorme apoyo internacional que recibió Zelaya se encuentra muy dividido, y por  cierto, no sólo entre bloques que son irreconciliables, sino que, además, se  neutralizan entre sí. Esos bloques son, a mi juicio: a) el ALBA que a través de  Chávez ha jugado la carta insurreccional, b) los países que favorecen una salida  negociada, particularmente los EEUU, Brasil y quizás Colombia c) y los países  indiferentes. Estos últimos, después que sus gobiernos manifestaron fogosos  rechazos al golpe, se desentendieron lo más rápidamente posible del problema
dejándolo en manos de los dos primeros.
Para la dirección castro-chavista jugar la carta insurreccional era de importancia  vital. De acuerdo a su estrategia general, Honduras se convertiría en un foco  internacional donde sería librada una gran batalla entre el “imperio” y los “ejércitos  libertadores” del ALBA. De este modo Chávez pasaría a erigirse como vanguardia  continental en la lucha por la liberación de América Latina en contra de las  oligarquías y del “imperio”. Una locura dirán muchos. Así es, pero si hablamos de  Chávez hay que dejar los patrones de la lógica y de la cordura a un lado. Como  escribió Joaquín Villalobos: “Chávez necesita muertos en Honduras”. En otras  palabras: si no hubiera sido por la abierta intervención de Chávez en el caso  Honduras, éste no habría pasado de ser un conflicto al interior de la clase política  hondureña. Uno más de los cientos que ha vivido el país. Chávez y su séquito del  ALBA lo convirtieron en un problema internacional de grandes magnitudes. Más  todavía: cada vez parece estar más claro que si no hubiera sido por la abierta  intervención chavista en el gobierno de Zelaya, el golpe de junio del 2009 nunca
habría tenido lugar. El incendio tuvo lugar en Tegucigalpa pero el incendiario reside  en Miraflores.
Si Zelaya no se hubiese plegado incondicionalmente a la estrategia chavista, puede  que ya hubiese regresado a Honduras, como presidente o no. Hoy en cambio  aparece ante muchos hondureños ya no más como el gobernante derrocado sino  como quien se puso al servicio de la intervención extranjera para invadir a su propio  país. Al seguir a Chávez más que a la lógica liberal que alguna vez tuvo, ha firmado  quizás el acta de su propia defunción política.
El enorme costo humano que habría implicado la salida insurreccional buscada por  Chávez, hizo que rápidamente la balanza internacional fuese inclinándose hacia la posibilidad de una salida negociada. Fue en esos momentos donde surgió la  presencia mediadora de una de las figuras más prestigiosas del continente: el  presidente de Costa Rica, Oscar Arias. Ese fue también el momento cuando Zelaya,  impulsado por Chávez, dilapidó su enorme capital político internacional, y lo hizo  como esos jugadores que en el casino se juegan toda su fortuna de una sola vez.
Increíble.   
En un principio, como es sabido, intentó Zelaya acatar la mediación de Arias, pero  rápidamente hubo de constatar que cualquiera salida negociada implicaba hacer  concesiones que eran inaceptables tanto para él como para Chávez. En efecto, el  regreso de Zelaya al gobierno si era negociado debía ser condicionado. Y la  condición principal era renunciar definitivamente a la ilegal “cuarta urna”, es decir, a  la reelección presidencial. En otras palabras, el rol que asigna el Plan Arias a Zelaya  es el que corresponde a un presidente democrático, pero ese no era el rol que  soñaban Chávez y Zelaya.   
Bajo las condiciones sugeridas por Arias, Zelaya habría retornado al gobierno por  algunos meses a cumplir un rol administrativo que no habría sido otro que organizar  las elecciones para el futuro gobierno del cual él no iba a formar parte. Cualquier  político avezado lo habría aceptado de inmediato. Zelaya habría quedado así situado  en una excelente posición política para después convertirse en el principal líder de  oposición al futuro gobierno, cualquiera que hubiera sido. En fin, el Plan Arias, en  sus siete puntos es un documento extraordinario; una verdadera joya política de  nuestro tiempo. Pero tiene un pequeño problema: fue hecho para seres racionales; y  en el caso Honduras están Chávez y Zelaya de por medio.  
Quizás sabiendo que si Zelaya se hubiese sometido al Plan Arias nunca lo habría  cumplido, Micheletti, quien conoce muy bien a Zelaya, cerró cualquiera posibilidad  de regreso del defenestrado presidente pero, y ahí demostró cierta habilidad política,  no cerró de plano las negociaciones con Arias como ocurrió con Zelaya. Micheletti,  evidentemente, necesita tiempo. Como el veterano político que es, sabe que si logra  resistir a la presión externa puede ir preparando el camino para las próximas  elecciones, lo que traerá consigo una disminución paulatina de esa presión ya que,  con negociaciones o sin ellas, Honduras obtendría esa salida democrática que tanto  necesita.  


En fin: si después del golpe Micheletti aparecía como el problema y Zelaya como la  solución, hoy Zelaya aparece como el problema y Micheletti, guste o no, es, por lo  menos, una parte de la solución. Ese es el estado de cosas hasta el momento en  que escribo estas páginas. Mañana puede ser distinto. Así es la política.

Quienes militamos en el partido del realismo político sabemos que la política siempre  es y será una práctica provisoria y circunstancial. Esa es una de las razones que la  hace tan fascinante. La política es definitivamente in- munda y no ex-munda. Es el  lugar del mundo donde incapaces de eludir el “ahora” y el aquí”, formamos nuestras  opiniones, alineamos nuestras fuerzas y mediante el uso de la palabra, polemizamos  con nuestros adversarios y combatimos a nuestros enemigos. Así es y así será.  

5. Un decálogo político

El caso Honduras ha tenido la virtud de dividir de modo manifiesto las aguas  políticas de América Latina. Mostrar esos límites ha sido el objetivo de este ensayo.  Los argumentos y criterios los he desarrollado de acuerdo a puntos de vista que he  adquirido a través de una ocupación larga y sostenida, ya sea con la filosofía  política, ya sea con los temas políticos de nuestro tiempo. En cierto modo son, tales  adquisiciones, el trasfondo que explican éste y otro trabajos que he escrito. Para  simplificarlas, me he decidido a publicarlas bajo la forma de un decálogo, lo que no  es más –entiéndaseme bien- que un simple recurso literario. Más aún: a diferencias  con otros decálogos, este es absolutamente provisorio. Eso quiere decir que los diez  puntos que expongo a continuación pueden llegar a ser, con el tiempo, muchos más  o muchos menos.  


Decálogo del realismo político:  
l. La política es lucha por el poder (Max Weber). Puede ser el poder concentrado en  un Leviathan (Hobbes), o el poder microfísico de las relaciones sociales (Foucault).  En cualquier caso, sin lucha por el poder no hay política. En ese sentido el ser  humano no es un animal político, como formuló Aristóteles. Pero sí es un animal de  poder. Eso quiere decir que si la política es lucha por el poder, la simple lucha por el  poder no es en sí, política. La diferencia es la siguiente: mientras la simple lucha por  el poder busca la supresión del adversario, la lucha política busca el ejercicio de  soberanía, o la hegemonía, o la supremacía sobre el adversario, pero sin suprimirlo.  Con la supresión del adversario termina la política. 


ll. La lucha por el poder se ordena de acuerdo a acontecimientos que van dando  forma a los diversos partidos (partes). Los acontecimientos, para ser tales, tienen  que ser imprevisibles e inesperados. En ese sentido la política llega siempre “con  cierto atraso”. Primero ocurren las cosas, después llega la política.  


lll. La política no es el lugar de las profecías ni mucho menos de las ideologías. Las  profecías se definen de acuerdo a acontecimientos que no han ocurrido. Las  ideologías, a su vez, se definen de acuerdo a acontecimientos muy lejanos. Tanto  las profecías como las ideologías son las más graves patologías no sólo de la  política sino también de las (mal) llamadas ciencias sociales. 


lV. No hay política sin toma de posiciones políticas. Pero las posiciones en la política  en la medida en que se van produciendo frente a acontecimientos siempre nuevos,  son radicalmente inestables. De ahí que las luchas étnicas, religiosas y nacionales,  al no ser intercambiables, no pueden ser políticas (Michael Walzer). La política, y  para decirlo como diría Wittgenstein, es un juego de posiciones, y como ocurre en  todo juego, son necesarias las reglas del juego.  


V. La democracia es una forma de gobierno que regula y dicta las reglas del juego  político. Puede haber, por tanto, política sin democracia. Mas, no puede haber  democracia sin política. La política puede tener lugar bajo reglas teocráticas,  monárquicas, y otras más. Confundir la democracia con la política es “democratismo”  actitud que puede llevar a minimizar la acción política en función de la simple  gobernabilidad. Esa es la principal crítica a la democracia liberal que ayer sustentó  Carl Schmitt y que hoy, entre otros, mantienen autores como Chantal Mouffe y
Claude Lefort. 


Vl. La política no es tanto el espacio institucional de la política como sostienen, entre  otras, las teorías “habermassianas”, sino el campo del antagonismo. Dicho de otro  modo: el antagonismo político crea sus espacios de lucha y no los espacios de lucha  al antagonismo.  


Vll. A través de la acción política buscamos posibilidades de compromiso. Pero el  verdadero compromiso sólo puede surgir de antagonismos que mientras más  abiertos y reales, más políticos son. Aquellos que buscan el compromiso – por lo  general en nombre de abstractos principios morales- sin reconocer los términos  reales del antagonismo, desvirtúan la política en su razón más esencial. Política es,  antes que nada, lucha de contrarios. 


Vlll. Allí, justo allí donde asoma la violencia, termina la política. Mas, en toda guerra  que no sea total existe la posibilidad de la reversión política (Kant) del mismo modo  que en toda política se encierra la posibilidad de la guerra.  


lX. La política no es una superestructura de alguna base material, como postula el  economicismo marxista, ni tampoco es la simple administración de los bienes  materiales, como postula el economicismo liberal. La política tiene una autonomía  que, en términos finales significa lo siguiente: la política se explica sólo por la  política. 


X. “El sentido de la política es la libertad” (Hannah Arendt)

Fuente: analitica.com


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